Después de ocho años regresé a Caracas. Estoy entrando a un apartamento que mis hijos han convertido en depósito. Al abrir la puerta aparecen cajas de libros y sartenes, una moledora de carne y una vieja escopeta, muebles irredentos y hasta un piano maravilloso que ahora nadie quiere ni siquiera tocar. Y aún así, intransitable, desfigurado, presiento el rumor evangélico de los lugares donde una vez fui feliz:
-¿Por qué me has abandonado?
Salgo al amplio balcón, lo único vacío, salvo por un helecho que me culpa de su agonía, y otra vez la misma voz convertida en coro gracias a dos altos naranjillos que juegan con sus ramas en mi baranda:
-¿Por qué nos abandonaste?
Hemos llegado de vuelta a casa justo a final de la tarde, una hora propicia para asumir el retorno. Ante el paisaje de un Valle que solo nos exige contemplación, doblo el cuello hasta que solo existe el puro azul del cielo y surge una afirmación, esta vez desde mis ojos:
-La verdadera belleza reside en los vacíos.
Llegan entonces las amplias nubes, volando lentas pero con ganas de fiesta. ¿A quién agradecer sus coreografías impredecibles, los tonos sonrosados de sus romances, su insaciable generosidad? Creo que al empuje de esas brisas que vienen desde Catia y siguen en dirección a Guarenas.
Al día siguiente llevo decenas de cajas a un depósito de mi consuegro. Paso, de quejarme por la acumulación, a sentirme desolado ante lo poco que ha quedado en mi hogar. Otra vez la presencia del vacío, pero no plácido como ante el cielo azul o festivo con la llegada de las nubes. Debo darle sentido y plenitud a la casa que otra vez será nuestra.
Visito tiendas de muebles usados que parecen ofrecer huérfanos en oferta. Se les siente que una vez tuvieron las posaderas de una madre y hasta las de una abuela que zurcía. Fui paternal y ya tenemos un buen sofá con algo de hijo pródigo, y además de cuero.
En el jardín de una casa en Los Chorros que estaban remodelando, encuentro entre las ramas caídas de unos chaguaramos un par de sillas de extensión tailandesas, ambas medio podridas. Armo con las mitades sanas un hibrido que lijo y encero con el cariñoso vigor de quien se adueña. Será la mesa de centro de nuestra sala. La presentaré como minimalista y oriental.
He arrancado y ya no puedo parar. Vivo en un pequeño edificio, el “San Marco”, genuinamente familiar y consanguíneo. El diseño es de Graziano Gasparini sometido a la veneta austeridad de mi suegro. Por décadas hemos estado pensando en remodelarlo sumiéndonos en agrias discusiones y bellos sueños (justo el punto donde han surgido las mayores discrepancias). Y ahora, con la excepción de mi cuñado favorito, el edificio está vacío. Será tan fácil ponernos de acuerdo.
Llamo a viejos amigos pintores, plomeros, albañiles, con los que trabajé hace treinta años. En la ceremonia de reencuentro recordamos a quienes se han ido a otros países o a otro mundo. Trabajamos intensamente y ya pasamos a la segunda fachada. Estoy feliz con nuestro edificio encaminado, y mi hogar y mi sofá. Ya el helecho está acompañado por tres palmas.
II
Leon Battista Alberti planteó en el siglo XV que la casa es una pequeña ciudad y la ciudad una gran casa. Quizás la historia doméstica del “San Marco” se multiplica por toda la ciudad con el mismo cruel desbalance entre retornos y abandonos, y con los mismos deseos de hacer arreglos. Es una manera de convertir un drama en una oportunidad.
Me pregunto cuán vacía estará Caracas. Desde el balcón es evidente que hay menos carros y más pájaros, pero habrá tanto más por comprender tras las fachadas de esas calles que sirven de mampara al abandono y a la espera.
“Vacío” es un adjetivo pasivo que viene del agresivo verbo “vaciar”, “sacar lo que algo tiene y dejarlo sin nada adentro”. Quisiera no sentirme vaciado ni vacío, sino retornando a ese lugar que me aguarda y redimir para siempre mi ausencia.
Calculan que la cifra de emigrantes venezolanos anda por los 8 millones y están regados por América y Europa. La nación con el menor número es Cuba (es tan lógica esta paradoja). Digamos que entre el 20% y el 30% de los venezolanos esta noche no dormirán ni despertarán en nuestra patria.
Aristóteles examinó los grandes cataclismos que periódicamente destruyen a la humanidad, y describió las etapas que deben recorrer los sobrevivientes y sus descendientes para rehacer la civilización. A nuestra escala, y aún sin desenlace, vivimos un momento histórico ideal para reflexionar sobre el porvenir de Caracas, y uno de los temas es el destino de esos vacíos, más de un cuarto de ciudad. Esas ausencias representan un drama y, al mismo tiempo, una oportunidad.
En nuestra ciudad ha alcanzado una dimensión colectiva y urbana esa sensación que inunda los hogares cuando se marchan los hijos, y los padres enfrentan un antes que también es un después. La población de Caracas ha retornado a niveles del pasado y, al mismo tiempo, conociendo el futuro frustrado que ya vivió está llamada a imaginar uno nuevo.
Frente a esta posibilidad de un futuro diferente, ¿qué podemos hacer? Caracas debe prepararse para recibir a los ausentes y acoger a los presentes. Las posibilidades y las necesidades de hacerlo son tan apasionantes como ineludibles.
La peor receta es el horror vacui, el terror al vacío y la reacción de llenarlo, de exorcizarlo con insignificancias. Hay que añorar el futuro. Nuestro vacío puede ser un gran recurso para la creación y la referencia para un examen profundo de lo que hemos sido y podemos ser. Es cierto que vivimos tiempos carentes de recursos y agobiados por una opresión destructiva, pero ciertamente habrá lugar para las ideas basadas en deseos profundos de hacer ciudad.
Creo que fue Galeano quien dijo: “No es más grande quien más espacio ocupa sino quien deja un mayor vacío cuando se va”. Puede que haya otra posibilidad, la de quienes retornan a llenar el vacío que dejaron con sabiduría y generosos deseos de compartir.
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*La fotografía y los videos fueron facilitados por el autor, Federico Vegas, al editor de La Gran Aldea.