Mientras turbas envalentonadas del chavismo agreden con relativa facilidad y frecuencia a precandidatos presidenciales, los voceros del alto gobierno manifiestan condenarlas, con la misma naturalidad con la cual a veces las instigan, argumentando que el que lideran es un movimiento “civilizado”, víctima final, y no promotor, de la intolerancia política y el fanatismo.
Desde el sector militar, se ha declarado de nuevo que las Fuerzas Armadas, “no se inmiscuyen en política”, mientras, al mismo tiempo, su vocería no pierde ocasión para hacer pública su feligresía chavista, renunciando a sus obligaciones constitucionales y decantándose por una parcialidad electoral.
Encontramos casi todos los días declaraciones similares, pontificando sobre los perjuicios de la corrupción el capitalismo, sobre la máxima eficiencia en los recursos, la moral revolucionaria, el burocratismo, el escrúpulo en el respeto a los Derechos Humanos. Tareck El Aissami había declarado tener la “moral intacta” frente a las graves acusaciones hechas por los Estados Unidos en su contra, y en Miraflores proponen llamar “Tibisay Lucena” a la comisión legislativa que está llamada a designar al nuevo Consejo Nacional Electoral.
Las dos realidades, los dos discursos, a veces más, gravitan en la cabeza de los dirigentes y militantes del chavismo y son empleados de acuerdo a lo que indiquen las circunstancias. Con este artificio se elaboran, además, varios sofismas en torno a la naturaleza armada de su movimiento y la legalidad electoral.
El famoso “doble discurso”, que cada cierto tiempo denuncia un periodista incauto, con tono de estarlo descubriendo por primera vez. Un recurso del debate público totalmente premeditado, que ha sido agitado con eficacia para provocar confusiones, fundamentado en una escuela de desempeño político instaurada como hábito por el propio Hugo Chávez.
El paso de los años y la propia agudización de las contradicciones sociales y políticas del país luego de tanto tiempo en el gobierno ha ido profundizando la sordidez y el distanciamiento entre las dos realidades: la que dictaminan los hechos y la que sostienen, como consignas, sin cortapisas y suceda lo que suceda, los dolientes del oficialismo. La demencia se concreta de tanto fingir demencia.
Esta ruptura se consuma una y otra vez; se convierte en un hábito psicótico diario: si hay un apagón prolongado se tratará de “un ataque”; si la economía vuelve a colapsar, oiremos hablar del “dólar criminal”; si la gente sale a protestar, se tratará “el fascismo”. La ceguera de la clase política chavista es una decisión diaria. A este proceso de desconstrucción de la realidad le llaman “resistir”: una purga emocional que trae consigo la demolición de la moral pública.
Esta circunstancia profundiza el carácter trastornado de muchas resoluciones y ejecutorias, signadas por las interpretaciones tendenciosas, por el sesgo de la conflictividad, por su propiedad aleatoria frente al hecho legal. Las consignas son trincheras para esconderse del fracaso y la repulsa popular. Se trata de llevar hasta sus últimas circunstancias el vicio cognitivo de la posverdad.
El estamento dirigente revolucionario le debe obediencia a un proyecto en el cual realmente no cree, que es la Constitución Nacional -pluralista y alternativo, irremediablemente republicano y de inspiración más o menos liberal-, y la acata por partes, de forma interesada.
Es una coartada que enmascara el llamado a trabajar en otro norte, el Estado revolucionario, el modelo político de la centralización, la colectivización, los papelillos retóricos y funcionales, las eternas excusas, la perpetuidad en el mando y la militarización.
El Estado revolucionario, en consecuencia, si bien no ha sido decretado por nadie y no tiene ningún imperativo legal en Venezuela, es la verdadera guía que orienta las decisiones y la conducta de la Fiscalía, de la Contraloría, del Poder Electoral, de las Fuerzas Armadas. No hay nada abonado en el país en torno al concepto del interés nacional y del bien común.
La patria es de ellos: todos son militantes del PSUV y simulan tener autonomía y garantizar los derechos de todos, pero todos trabajan en función de sus intereses, priorizando su permanencia en el Gobierno, encubriendo aquello que pueda ser políticamente inconveniente, tomando decisiones de fuerza cuando los hechos y la indignación se desbordan.
En medio de esta grave ruptura cognitiva, diciendo una cosa y haciendo otra, roto el principio de la rendición de cuentas, de la responsabilidad en el mando y de la alternabilidad republicana, Venezuela lleva casi un cuarto de siglo gobernada. A mis amigos, todo; a mis enemigos, la ley.
Mientras se levanta el puño izquierdo y se coloca rostro de dignidad obrera, el nepotismo inundó la administración pública; el mérito académico se vació de contenido; las obras públicas quedan inconclusas; el tesoro nacional ha sido dilapidado; millones de personas han salido huyendo del país.
La retórica chavista, la moral clonada, cada vez más divorciada de la realidad, le sirve de contexto referencial a la decadencia histórica de Venezuela, acaso, por esa misma causa, uno de los más violentos y corrompidos del mundo, de acuerdo a un barómetro de medición que parece universal.