En reciente video de propia elaboración, la periodista y exploradora Valentina Quintero expuso el atraco a mano armada del que fue víctima en las inmediaciones de su casa, en Los Palos Grandes, este de Caracas. Con su conocida capacidad para narrar con detalle y vivacidad, nuestra segunda Humboldt expuso la progresión del ataque, puntuado por el grito de “¡Vieja!”, proferido por los delincuentes que, como estribillo, sazonó la agresión.
-Es evidente que se trata de “malandros nuevos”-observó un experto en Seguridad-, que vociferan más para darse ánimos a sí mismos que para intimidar a la víctima. Desde luego, mientras más constatan que la persona a la que amenazan y apuntan con armas es una persona mayor, más cobardes deben verse a sí mismos. La víctima es siempre espejo del victimario, cuanto más vulnerable y desvalida sea aquella, más cagón es este.
La categoría de mujer vieja, a la que en las sociedades atrasadas se llega a partir de los cuarenta años, es de las condiciones más abyectas en estos tiempos en Venezuela. Mucho peor, desde luego, que hombre viejo, casta a la que se incorporan mucho más tarde.
Ya se sabe que los caracteres van cambiando de valoración a través del tiempo. Si en el pasado el anciano era valorado como guardián de la memoria, versado en mil materias en las aulas de la experiencia y justo o juicioso, por haberse desprendido ya de toda ambición y vanidad, ahora los viejos somos trastos mal puestos, ocupantes negligentes de una vivienda en cuya puerta aguarda, como zamuros cargados de maletas, la joven familia que taconea con impaciencia a que la naturaleza precipite el desahucio. En Venezuela, templo del culto a la juventud y la belleza, la vieja es, además, apóstata a la que debería apedrearse por (o en) sus flácidas tetas, icono de herejía.
Asimismo, si en el pasado ser ladrón o socio de fuerzas extranjeras que saquean el propio país y oprimen a los nacionales, era motivo de salir de casa solo por las noches y caminar pegado a los muros y con paso de fieltro. Ahora es blasón. Más aún, quien no lo sea bien tonto es. Es la época en que cambiar de bando porque te han dado la planta, la empresa, la finca, que le arrebataron a otro, es chévere. Acomodarse, pactar con el verdugo, es muestra de flexibilidad, de capacidad de adaptación. ¿Que han matado, torturado, perseguido, saqueado al país…? Ay, chica, tú sí eres radical.
Tan fluctuantes son las consideraciones acerca de personas y actitudes que ahora llamarte “digno” es otra forma de descalificación. Ahora se lleva la modulación, te vas acomodando, vas diciendo una cosa hoy y otra mañana, te le vas sumando al coro de las hienas con tus risitas entre cautelosas y sobreactuadas. Ya todo eso lo hemos visto. Vimos cuando ser gomecista era lo máximo, para pasar a ser un oprobio y en estos tiempos devenir curiosidad vintage. Lo mismo con ser perezjimenistas, si no lo eras, existías solo como carne de prisión…
Yo, que tengo 63 años, me convertí en vieja cuando llegó Hugo Chávez al poder y empecé a denunciar sus abusos. Desde el primer día. Y claro que lo era (ahora soy la momia Lucy). Yo escribía que Chávez y sus cómplices violaban la Constitución, que le abrían la puerta a Fidel Castro y su vetusta dictadura para que mancharan de estiércol con sus pezuñas las alfombras de Miraflores, y la respuesta de sus hordas era que yo era una vieja, aquella obviedad. Cuando los acusé de destruir la economía y la infraestructura nacional, la equivalencia era que yo era una vieja. (Ahora deploro las maneras histriónicas de argentino Milei, sus excesos circenses, y ha vuelto de correo: ¡Vieja!). En otros textos me ocupaba de dejar claro que no es que yo era una vieja, era viejísima, una auténtica anciana, puesto que había vivido para ver crecer mi país desde el año 1960, en que nací, en Maracaibo. Había vivido para ver la instalación de desagües y alcantarillado en Machiques, hasta entonces librado a pozos. Yo tenía doce años cuando CANTV extendió la telefonía hasta mi pueblo, al pie de la Sierra de Perijá. Fui testigo, en carne propia, del incremento de la plantilla estudiantil en todo el país. Vi proliferar escuelas, liceos, medios de comunicación, museos… y, gracias a Chávez y su banda, vi amustiarse lo que había visto florecer; vi gente que creía decente, acolitar arrebatones, crímenes, horrores, así como gente que consideraba responsable, hacerse la loca, mirar a otro lado, ver cómo se meneaba para sacar ventaja. Estuve allí cuando los censos documentaban el aumento de la población y auguraban un flamante bono demográfico hasta 2040 (periodo en que las personas en edad de trabajar superan a los jubilados). Viví para ver que un presidente terminaba su periodo y abandonaba La Casona para que la ocupara el siguiente, elegido en comicios confiables. Viví para ver el desfile de artistas, músicos, escritores que pasaban por Venezuela…
Y he vivido para ver mi país convertido en un erial; más de siete millones de venezolanos en la emigración; ríos de jóvenes lanzados al Darién, infierno de abusos, violaciones y muerte; una pandilla enquistada en el poder; el territorio humillado, dividido entre mafias conchabadas con las fuerzas armadas; las universidades arrasadas; promociones completas retirando el título, como en una carrera de obstáculos, para correr al aeropuerto; yo misma estuve en una fila en el Aeropuerto de Maiquetía, para ingresar a la zona de embarque, donde los jóvenes que me precedían se veían sacudidos por los sollozos (acababan de soltarse del abrazo de sus llorosos padres), semejando una coreografía gimiente; vi los museos desperfilados, desvalijados y desolados; la CANTV acabada; los medios acallados, con sus equipos robados; entrevisté a los hijos de los torturados y a los asesinados mientras estaban en poder del Estado; escuché acento cubano en las instalaciones del SAIME; vi la democracia venezolana pisoteada…
Para haber vivido todo esto hay que ser un anciano. Muy pero muy añejo. Yo lo soy, sin duda. Y me siento más, mucho más de lo que soy, que es lo que cuenta. Soy una especie de samán forzado a extender sus ramas sobre el amado terreno donde acampan los bárbaros para hollarlo, pervertirlo y rociarlo de escupitajos.
Pero, eso sí, ni Valentina Quintero ni yo somos tan viejas como para no ver el amanecer de Venezuela y a quienes nos han robado e insultado, despojados de sus riquezas mal habidas y entregados a la justicia.
Eso también lo vamos a ver, lo pueden jurar. Y estaremos allí para hacer lo que siempre hemos hecho, defender la verdad en nuestras cuartillitas y ver la caravana pasar.