Escribir sobre la industria petrolera1 de Venezuela es asomarse a una guerra ideológica todavía inconclusa: por un lado, los que rescatan el petróleo como una actividad económica cualquiera, inscrita en un mercado de dinámica global, y sujeta a las veleidades de este último. Y por el otro, quienes ven la industria como una simple fuente de rentas a ser usufructuada, como quien alquila una casa o una hacienda y distribuye los réditos a unos herederos difusos.
Lo que nadie disputa es que es muy difícil entender la historia de Venezuela del siglo XX, y lo que va del XXI, sin considerar el efecto que este “regalo” de la naturaleza ha tenido en nuestra historia; aunque definir el petróleo como “regalo” ya denota un sesgo que obvia las complejidades tecnológicas y financieras asociadas a desarrollar la industria alrededor del recurso.
Por otro lado, y de manera paradójica, la ciudadanía en general, y el liderazgo político en particular, ha demostrado a lo largo de todos estos años poco interés en tratar de entender la industria del petróleo. Los actores sociales han concentrado su interés, siguiendo su propia lógica política, en extraer la mayor renta petrolera posible, como si solo se tratara de repartir un maná que, en lugar de caer del cielo, brota del subsuelo.
Sin embargo, eso no desmerece que una parte de la clase intelectual venezolana ha hecho intentos serios por transitar los callejones donde se esconden los resortes que mueven la industria petrolera, que por arcanos son soslayados. Mucho del esfuerzo se ha enfocado en identificar la relación entre el mundo de la operación petrolera nacional y su relación con el capital internacional, relación casi siempre adversarial, aun después de la estatización de los activos petroleros en 1975.
Esta tensión, bien reflejada por Rómulo Betancourt (1908-1981) en su ensayo Venezuela, Política y Petróleo (1956)2, se ha transmitido a través de las décadas como parte importante de ADN de la política petrolera de los gobiernos democráticos. Betancourt, a casi 30 años del Barroso II, criticaba la forma en que los recursos petroleros de Venezuela habían sido explotados históricamente por las compañías extranjeras, y cómo la renta que de ahí se derivaba había sido usufructuada por políticos corruptos y tiránicos; postulando, correctamente, la necesidad de una gestión más transparente y equitativa de los recursos petroleros del país, por medio de una democracia representativa con visión de desarrollo3.
Fue casi inevitable que la visión de Betancourt, con todas sus aristas, llevara al sector político de la era democrática (1958-1998) a monopolizar el ingreso petrolero, y a la larga tomar control de la operación de la industria petrolera. La institucionalidad que evolucionó de la primera mitad del siglo XX, adecuada a sus tiempos, resultó rígida e inefectiva, incapaz de evolucionar y adaptarse a la dinámica de lo que se transformaría en el negocio más grande del planeta –La Ley Orgánica de Hidrocarburos de 1943 estuvo vigente hasta el 2001.
Una diferente visión del asunto, pero en retrospectiva también con efectos no deseados a lo largo del tiempo, se remonta a los ensayos de Alberto Adriani en la década de 1930: el petróleo y su renta son una maldición, el estiércol del diablo que destruiría la economía de un idílico país agropecuario -una premonición avanzada de la enfermedad holandesa, mucho antes de que tuviera ese nombre.
La solución, según Adriani, estaba en un Estado fuerte que controlara eficazmente la distribución de la riqueza. Como la mayoría de sus contemporáneos, el economista merideño no podía imaginarse una industria pujante y sostenible alrededor de los hidrocarburos; en su descargo, eran otros tiempos.
Se dice que “nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”, aunque en nuestro caso tal vez es “siempre supiste lo que tenías, pero pensaste que nunca lo perderías”. En cualquier versión del adagio, nadie puede dudar que Petróleos de Venezuela, S.A. (PDVSA) fue destruida por los promotores del socialismo del siglo XXI.
La historia reciente nos ha forzado a experimentar el país que hubiéramos sido sin el desarrollo de la industria petrolera durante la mayor parte del siglo XX. La casi total extinción de la industria a manos del régimen chavista, durante el último cuarto de siglo, ha traído consigo pobreza extrema, inflación, la reaparición de enfermedades creídas erradicadas, la destrucción de la economía petrolera y la no petrolera también, expulsando del país a millones de venezolanos.
El profesor José Ignacio Hernández, en su más reciente libro “La privatización de facto de PDVSA y la destrucción del Petro-Estado venezolano”, examina de manera acuciosa las acciones y omisiones jurídicas que han contribuido a la destrucción de industria petrolera Venezolana y los efectos que de ella se derivan. Buena parte del libro está dedicada a comprender cómo el fortalecimiento del “Petro-Estado” venezolano condujo, paradójicamente, a la destrucción de la industria petrolera que le suplía los recursos para crecer, en un círculo perverso de: más control estatal, menos industria.
Como en cualquier catástrofe, las causas son complejas e interrelacionadas y las interpretaciones pueden ser variadas. Con su bien conocida habilidad para el detalle, Hernández nos pasea por el laberinto de leyes, decretos y sentencias que hicieron posible, y necesaria para algunos, la segura destrucción de PDVSA. De su detallado análisis no es difícil concluir que la estatización de la industria petrolera en 1975 y el acentuado monopolio estatal del ingreso generado por la industria petrolera, sentó las bases para que el Estado creciera a expensas del resto del país -el Petro-Estado-. Que así como contribuyó a cierto desarrollo del país, también sentó las bases que permitieron a Hugo Chávez y a Nicolás Maduro instaurar un autoritarismo populista, construido sobre la destrucción de una democracia que también fue populista.
No es el libro de Hernández una filípica en contra de la participación privada en la industria petrolera. Por el contrario, toma especial cuidado en identificar que la participación privada en la industria petrolera ha sido una fuerza positiva cuando, a lo largo de la historia, la institucionalidad lo ha permitido de una manera coherente y transparente. Es el manejo opaco de esa participación, sobre todo en las dos últimas décadas, la consecuencia y causa del desmantelamiento de la capacidad productiva de la industria nacional.
“… no deja de ser paradójico que luego de cuestionar los convenios suscritos durante la apertura petrolera, se hayan replicado fórmulas similares para paliar el colapso de la capacidad de PDVSA”, pero aplicando “medidas inconstitucionales e ilegales, que se han apartado de estándares de transparencia”.
Hernández ha sido testigo de excepción de los últimos años de esta tragedia. Como abogado en ejercicio, académico y Procurador Especial de la República, ha tenido oportunidad de ver de cerca los hechos que describe, y los disecciona con detalle clínico, pero no con indiferencia: es la autopsia de un sujeto de sus afectos.
Conociendo que las pasiones del presente son malas consejeras para la perspectiva histórica, Hernández inscribe su trabajo en continuidad con el largo hilo de aciertos y desaciertos de nuestra política petrolera.
Finalmente, Hernández no se detiene solo a analizar las causas del lamentable estado en que se encuentra la industria petrolera venezolana. Por el contrario, dedica buena porción de su trabajo a esbozar las reformas al régimen legal que regula el negocio petrolero en Venezuela, necesarias para que este se recupere con la participación del capital privado y dentro de un nuevo paradigma político -desmontar el Petro-Estado.
Hernández esquiva la discusión sobre si privatizar o no PDVSA (de hecho afirma que ya pasó), maniqueísmo inútil cuando se habla de una industria que necesita decenas de miles de millones de dólares de inversión para recuperar alguna semblanza de productividad, y competir en un mercado en contracción.
De hecho, la tesis del Prof. Hernández es que ha ocurrido una privatización a trastienda, opaca, corrupta: suerte de gomecismo anacrónico sin ninguna de las virtudes de las décadas del hombre de la Mulera.
Es en ese contexto que se analiza la licencia que OFAC (Oficina de control de activos extranjeros del departamento del tesoro de EE.UU.) ha otorgado a la multinacional Chevron (GL41). No para demonizar a Chevron o la participación privada en el petróleo, sino para ilustrar las contorsiones legales y operativas que se originan de la destrucción de la industria petrolera en un marco institucional sin herramientas para ofrecer soluciones robustas.
“No se discute la conveniencia de preservar las operaciones de Chevron en Venezuela, como política para contrarrestar la creciente informalidad del sector petrolero venezolano, informalidad que crea obstáculos adicionales a la recuperación del sector. Tampoco se pone en duda la protección legal de los derechos económicos de esa empresa, ni el derecho al pago de su deuda comercial con PDVSA. Probablemente, de no haberse dictado la licencia general nº 41, la empresa hubiese podido verse forzada a salir del mercado venezolano -agravando más todavía la informalidad del sector-. Pero lo cierto es que las operaciones de Chevron, para orientarse a la reconstrucción institucional del sector, deben responder a los principios de transparencia y juridicidad”.
Cualquiera que piense que lo que le ha pasado a Venezuela es solo un golpe de mala suerte, encontrará en el libro de Hernández no una descripción de lo inevitable, sino la certeza de que construir un país sostenible que necesita de instituciones fuertes y una ciudadanía educada. El recurso que el azar de la naturaleza nos regaló, lejos de ser un maná surtido del subsuelo o una suerte de maldición de los dioses, ha sido y puede seguir siendo una herramienta de progreso. Pero eso solo será posible si sentamos las bases de una industria moderna y eficiente, un entendimiento político ilustrado, y un sistema institucional que la proteja, esta vez sí, del cruel saqueo promovido desde el Estado.
Tal vez, algún día, espero que todavía estemos a tiempo, podamos superar nuestra obsesión con el petróleo y concentrarnos en lo que realmente vale de él: la industria petrolera. Fue esa la intuición fundamental de la “Apertura Petrolera” en los años ‘90 del siglo XX. Pero el chavismo, reflejando las ideas de control estatista y falso nacionalismo, y llevándolas a un extremo perverso, nos llevó de regreso al mismo lugar donde nos dejara Rómulo Betancourt.
Cien años después del “reventón” del Barroso II, seguimos sin prestar atención al escocés Adam Smith (1723-1790), quien ya hace algún tiempo explicó que la riqueza de las naciones se fundamenta en la productividad del trabajo. El resto es lotería.
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*Este artículo se inspira en una corta presentación que el Dr. José Ignacio Hernández G. me pidió le escribiera para su más reciente libro: La Privatización de facto de PDVSA y la destrucción del Petro-Estado venezolano. Del colapso de la industria petrolera a la licencia de Chevron. Fundación Editorial Jurídica Venezolana (May. 15, 2023).
(1)Aunque hoy día es más correcto hablar de la industria de los hidrocarburos, que comprende el petróleo, el gas y la petroquímica, por facilidad lo resumimos en Industria Petrolera.
(2)https://archive.org/details/venezuela-politica-y-petroleo-romulo-betancourt-2007/page/n11/mode/2up
(3)El entrelineas de la posición de Betancourt es que solo un nacionalismo económico podía garantizar esa gestión. No se nos debe escapar que el libro es también una “justificación” de las políticas llevadas a cabo durante el trieno adeco (1945- 1948).
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*La ilustración generada utilizando Midjourney, realizada por Luis A. Pacheco, es cortesía del autor al editor de La Gran Aldea.
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*Luis A. Pacheco, non-resident fellow at the Baker Institute Center for Energy Studies.