En la aldea
21 diciembre 2024

El duelo migratorio: un dolor compartido

“El proceso migratorio, conocido como diáspora por su amplia dispersión geográfica, no es solo un fenómeno de importancia estadística sino la señal de un duelo colectivo. Cerca de un cuarto de la población venezolana, vive fuera del territorio nacional. Para la gran mayoría la emigración de un ser querido constituye la expectativa de una separación indefinida e incluso definitiva”.

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Ana Teresa Torres | 26 junio 2023

Según los registros del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), entre 2015 y 2022salieron de Venezuela 6 millones de personas, cifra que sumada a los años anteriores arroja un total de más de 7 millones de emigrantes. Es decir que aproximadamente un 25% del universo estimado en 28 millones, cerca de un cuarto de la población venezolana, vive fuera del territorio nacional; si una de cada cuatro personas ha emigrado, es improbable que haya venezolanos que no tengan algún familiar o conocido cercano entre los migrantes.

En la encuesta nacional Un retrato psicosocial 2023, creada por Psicodata Venezuela, de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica Andrés Bello, se lee que 75% de los entrevistados ha experimentado en los dos últimos años la falta de familiares o amigos cercanos por migración; de estos 29% indican que su salud se ha deteriorado y 34% dice que les ha costado retomar su cotidianidad después de experimentar esta falta. Esto es más frecuente en mayores de 65 años (40%) y en mujeres (32%). Este preámbulo cuantitativo viene a subrayar que el proceso migratorio, conocido como diáspora por su amplia dispersión geográfica, no es solo un fenómeno de importancia estadística sino la señal de un duelo colectivo. Un duelo individual, familiar, social y en última instancia nacional, a lo que se agrega que solo un pequeño porcentaje de venezolanos está en condiciones de mitigar las huellas de la pérdida a través de viajes y conexiones cibernéticas; para la gran mayoría la emigración de un ser querido constituye la expectativa de una separación indefinida e incluso definitiva.

“Una forma de eliminar el duelo: imaginar un futuro que restaure el pasado, o negar cualquier esperanza de que lo mantenga vivo”

Desde que el deseo de irse del país comenzó a extenderse en la primera década del siglo 21, particularmente en la población joven de clase media, me he interesado en seguir el fenómeno y sus vicisitudes, observando las consecuencias psicológicas en los migrantes y en aquellos que no lo son, o se han convertido en seminómadas como es mi caso y el de otros que dividen su vida entre varios lugares. Mis observaciones con seguridad no son objetivas, y desde luego pertenecen a una muestra mínima que impide generalizar proyecciones; son el resultado de ver, escuchar y compartir el duelo a veces desde cerca y otras desde lejos con algunas personas cercanas y queridas, con anónimos de las redes sociales, o conocidos que se expresan por diferentes medios. Son personas a las que les tocó esta misma historia.

El duelo migratorio es un duelo complejo, no quiere decir que sea más o menos grave que otros, sino que está conformado por distintos niveles y ámbitos de pérdida, a diferencia, por ejemplo, del duelo simple en el que el dolor está concentrado en la ausencia de un solo objeto privilegiado. León y Rebeca Grinberg, psicoanalistas argentinos emigrados a España, en su libro Psicoanálisis de la migración y del exilio (Alianza, 1984), afirman que “la migración, justamente, no es una experiencia traumática aislada que se manifiesta en el momento de la partida-separación del lugar de origen, o en el de llegada al sitio nuevo y desconocido donde se radicará el individuo. Incluye, por el contrario, una constelación de factores determinantes de ansiedad y de pena”.

Freud (1917) no consideró el duelo como una patología sino como una ‘reacción a la pérdida’. Sin embargo, las reacciones a la pérdida migratoria adquieren en algunas personas características que, sin entrar a definirse como patológicas, muestran sin duda un intenso traumatismo psíquico, grados elevados de ansiedad y ejercicio de mecanismos de defensa básicos, hasta tanto el sujeto logra una aceptación de la pérdida y posibilidades sublimatorias del trauma, lo que no siempre ocurre. Porque, y esto hay que subrayarlo, toda emigración es traumática. Quien emigra probablemente lo hace escapando de situaciones que eran traumáticas en sí mismas, pero eso no quita el carácter traumático de la propia decisión.

No es un juego de ganar-ganar como creen algunos; tampoco necesariamente de perder-perder, y deseablemente debería terminar siendo de ganar-perder. En el resultado influyen variadísimos factores, algunos de los más significativos son el grado de estabilidad psíquica del sujeto migrante, la edad, la migración solitaria vs. en pareja o familia, los recursos para emprenderla, las oportunidades de rehacer los objetivos de vida en otros contextos, los niveles de rechazo o aceptación del país de acogida, la capacidad de tolerar la soledad o la no inclusión, serían algunos de ellos y pueden añadirse muchos otros. Por supuesto que el resultado de la emigración en términos de lograr una buena situación, o en todo caso mejor que la anterior, es un factor esencial, y sin embargo vemos individuos que no han logrado todas las metas a las que aspiraban y están conformes, mientras que otros, a quienes las condiciones han favorecido considerablemente, arrastran por largo tiempo las secuelas del duelo. Es importante aclarar que me estoy refiriendo a migraciones y no a exilios, que forman parte de otro tema.

La otra característica del proceso migratorio es su complejidad. Contiene el nivel humano, pero también el ambiente no humano, el paisaje, los lugares, la casa, el clima, el olor, la gastronomía, la música, los ritmos de vida. Contiene también el capital histórico de la memoria. Una pareja que emigró a un país en el que disfrutaban de todas las facilidades para llevar una existencia cómoda, poco tiempo después regresaron. La causa: allí adonde se habían ido no tenían una historia común con nadie. Una historia común es un intangible, a algunos los afecta mucho, a otros quizás menos. Otro ejemplo: una pareja, cuya vida migratoria ha sido exitosa, no termina de reponerse de los pocos amigos nuevos que han logrado reunir, y sobre todo porque no son los ‘viejos amigos de siempre’. Estos dos ejemplos son casos de personas de tercera edad. Toda la historia está atrás y lo más importante en esa etapa es compartirla con quienes la conocieron.

Otra circunstancia que vale la pena mencionar porque abre un capítulo aparte son las diferencias que se van estableciendo entre los que se quedaron y los que se fueron. Parecieran abrirse brechas de incomprensión, incluso de culpabilización mutua, de apuestas de superioridad por parte de unos y otros que oscilan en extremos: los de quienes piensan que el país quedó destruido para siempre y los que creen en promesas más o menos insostenibles de que el país vuelva a ser el mismo, o incluso mejor en poco tiempo. Es también una forma de eliminar el duelo: imaginar un futuro que restaure el pasado, o negar cualquier esperanza de que lo mantenga vivo.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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