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21 diciembre 2024

Esbozo del laicismo venezolano y anuncio de su entierro

“Debido a la desaparición de los equilibrios que la hicieron larga y provechosa, la historia abocetada corre el riesgo de la muerte. Es un proceso esencial, de hechura venezolana, que marcha hacia el cementerio. De allí la necesidad de ofrecer este artículo y de anunciar el que viene, sobre el chavismo convertido en pagoda populachera y sobre los liderazgos evangélicos que aspiran al control del poder”.

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Elías Pino Iturrieta | 25 junio 2023

En Venezuela, el único cura belicoso que pretendió convertirse en líder de masas y en comandante de huestes salió con las tablas en la cabeza. Hablamos del canónigo Antonio José de Sucre, quien sonó los tambores de la guerra civil contra Antonio Guzmán Blanco y contra los liberales pecaminosos mientras alzaba la imagen de la Virgen del Rosario en un campo desolado. Los fieles, que teóricamente eran miles, no lo apoyaron en la cruzada. Apenas aparecieron unos doscientos soldados, un abanderado y un corneta. Muy guapo y muy ardoroso y muy pariente del Mariscal de Ayacucho, pero el joven Antoñito tuvo que marcar la milla debido a su desconocimiento de una evolución política en la cual la Iglesia católica había sido condenada a un perfil irremediablemente bajo en los negocios públicos.

En el nacimiento del estado nacional, después de la desmembración de Colombia, se asentaron los fundamentos de una administración laica llamada a permanecer. Después de memorables debates sobre la necesidad de limitar la influencia eclesiástica en asuntos terrenales, especialmente en el control de la economía, el laicismo se convirtió en pilar de la convivencia y la libertad de cultos formó parte de los códigos. Las protestas de los obispos de Caracas y Mérida apenas llamaron entonces la atención, mientras la mayoría de sus subalternos se acoplaba a una modernidad incómoda en la cual debían aclimatarse. Solo algunas sotanas aguerridas se levantaron para protestar contra la eliminación del fuero religioso, durante la administración de José María Vargas, pero toparon con la lanza de José Antonio Páez. Ya Páez había eliminado los diezmos correspondientes a los curatos, es decir, preparaba el camino para el control de la Iglesia que llegó a su apogeo durante el guzmancismo sin encontrar oposiciones que tocaran tierra.

“Y siempre partiendo de un precepto fundamental: no invadir el campo que, desde la fundación de la República, corresponde al poder civil y a las fuerzas políticas que giran a su alrededor”

El establecimiento del laicismo formó parte del ideario colombiano y se hizo fuerte cuando crecieron los movimientos secesionistas contra el poder controlado por Simón Bolívar desde Bogotá, pero adquirió consistencia por la debilidad del culto mayoritario después de las guerras. La Independencia quebrantó el poder de la catolicidad, como explica el historiador José Virtuoso, para dar paso a un período de tortuosa supervivencia que le impidió recobrar el poder adquirido en el período colonial. La Iglesia católica no solo pierde entonces figuras eminentes, prelados de influencia, sino también la fuerza económica que detentaba y los recursos para la reconstrucción de los seminarios convertidos en escombros. Sin la potencia material del pasado y sin los medios para la creación de una nueva generación de intelectuales formada en sus claustros, debe esperar al siglo XX para ocupar puesto principal en la sociedad. Pero no hace la vigilia en plaza céntrica, sino en el lugar periférico que le dio la centuria que terminaba.

La diminución del poder hizo que la Iglesia católica pasara agachada frente a numerosas  tropelías de los mandones en períodos como el monaguismo y el guzmancismo, pero sin olvidar el llamado de su misión. La debilidad la volvió cómplice silenciosa de las dictaduras de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, que solo fueron laicas cuando les convino y que no podían vivir sin amigable sacristía pero que, tal vez sin darse cuenta, permitieron que la histórica institución se reconstruyera para llegar a la luz de nuestros días. Con el retorno de los jesuitas a Venezuela durante el gomecismo, expulsados desde la época de Carlos III y condenados otra vez por el mandarinato de don José Tadeo Monagas, a través de la reforma de la enseñanza clerical, a la creación de centros docentes modernos y disciplinados, hechos para formar vanguardias de la vida pública; y a la aparición de impresos sobre temas de actualidad, cada vez más consistentes y más relacionados con la flamante posición de Roma frente a las injusticias sociales, renace la institución sin estorbar el imperio de la república laica. Sin ir de frente contra el posgomecismo o contra Tarugo, por ejemplo, pero aprovechando la ruta que ofrecen para volver a situaciones de protagonismo como las que conocemos en nuestros días. Y siempre partiendo de un precepto fundamental: no invadir el campo que, desde la fundación de la República, corresponde al poder civil y a las fuerzas políticas que giran a su alrededor. 

Debido a la desaparición de los equilibrios que la hicieron larga y provechosa, la historia abocetada corre el riesgo de la muerte. Es un proceso esencial, de hechura venezolana, que marcha hacia el cementerio. De allí la necesidad de ofrecer este artículo y de anunciar el que viene, sobre el chavismo convertido en pagoda populachera y sobre los liderazgos evangélicos que aspiran al control del poder. Esto es, sobre situaciones que  nos llevarían a negaciones históricas que no se deben subestimar, como hizo un fogoso canónigo que no supo calcular sus pasos cuando cambió el devocionario por la espada.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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