La prosti corruptela descubierta en el operativo “Caiga quien Caiga” -aunque muchos siguen en pie-, develó la cultura de la ostentación construida tras años de poder, derroche y dinero mal habido, esa que hasta hace poco se había mantenido intocable y cuyos protagonistas se ufanaban en gritar su existencia para sentirse reconocidos, socialmente aceptados, instalados de lo más cómodos en la cúpula de sus ambiciones.
Y si pocos años atrás la corrupción se evidenciaba en modo masculino con la exhibición de yates, jets privados, caballos y fincas, en una competencia del tipo quién la tiene más grande, a partir del escándalo desatado por el robo mayúsculo en PDVSA, se descubrió un submundo esta vez protagonizado por mujeres que cobraron su complicidad no solamente con millares de dólares y viajes a París o Dubái sino también con la transformación física necesaria para adaptarse al mal gusto de su mecenas y, de paso, presumir su ropa de marca, imprescindible para ostentar que ya no es pobre y aquí está mi Louis Vuitton para demostrarlo. Una cultura del “vale todo” para salir de abajo, mimetizarse con sus iguales -senos enormes, silicona en el trasero, cabello alisado- y de allí en adelante sentir que puede caminar por un carril distinto a quienes la conocieron en el barrio o en el pueblo, cuando vivían de vender pescado en el mercado (como por ejemplo Johana Torres) o no habían conocido a algún alcalde o magistrado que le pagara sus operaciones, la hicieran su esposa y la mantuviera a cuerpo de reina quién sabe cómo. Y los ejemplos sobran.
Basta recordar a una de las precursoras en estas lides, Norka Luque, exesposa del general Pedro Martínez, quien lució la lujosa vida que llevaba en París a través de sus redes sociales, embutida en un traje de noche transparente y muy escotada, nada aconsejable para una señora de su edad. Ella y sus tres hijas -todas refinadas a punta de dinero-, se mostraban viajando a Miami, visitando Madrid, frente al jet, frente al yate, esquiando en Vermont y así sucesivamente, hasta que se descubrió el entramado de negocios y empresas que poseían y los dos millones de dólares que le pagó a Emilio Estefan para que su hija Norka -otra de lo más “transformada”- lograra ser una cantante famosa. Pero vinieron los Panama Papers a fastidiarles la plácida vida que llevaban y se descubrió que la dama era testaferro de una alta funcionaria del régimen chavista y controlaba compañías y millonarias cuentas bancarias en siete países, así como poseía bienes raíces en París y hasta compró un edificio entero en el lujoso barrio de Salamanca, en Madrid. Escándalo que les hizo borrar todo rastro en sus redes sociales y desde entonces ya no desatan la envidia de casi nadie, aunque se sigan dando la gran vida a expensas de los venezolanos y su salario de cuatro dólares.
Para aquel entonces -2018, más o menos-, la estética bolimalandra ya se había desatado y, como ocurrió en Colombia con el narcotráfico, comenzó a impregnar básicamente a las mujeres de un sector de la sociedad que siempre se habían sentido relegadas, humilladas, mal vestidas. Pero gracias a todo el dinero robado por sus benefactores y la necesidad de lucirlo casi como reivindicación personal, el fenómeno comenzó a hacerse cada vez más visible y todas se sintieron con el derecho de lucir su vida de nuevos (y nuevas) ricos llenando bares y discotecas en Caracas o Lechería, donde algunas chicas fueron ascendidas a trabajadoras sexuales en una mansión del Country Club, mientras otras cantaban joropos en el yate del diputado Hugbel Roa, como vimos a la hoy prófuga Railin Elizabeth Yépez, o lloraron su inocencia vestida de braga anaranjada, como Olvany Gaspari.
Castigo que, por ahora, no ha generado ningún escarmiento en las millares de chicas que han seguido esa misma ruta y siguen mostrando su nueva vida armadas de arrogancia y con la misma desvergüenza que lució hace poco el defenestrado diputado Samuel Cohen cuando se mostró borracho en las redes, bailando con amigos en su yate y luciendo un bikini rojo-rojito, para que no quedara dudas de su filiación y lealtad al Gobierno y el PSUV.
Revoloteando aún sobre las mieles del poder, las bolimalandras acechan en barras y conciertos, visitan Avanti o, las más afortunadas, envían sus escoltas a la tienda de Carolina Herrera a recoger su más reciente antojo para lucir en su viaje a Los Roques. Un extraño jet set es el que conforman ahora esas chicas quienes, como vimos alguna vez, llamaron a la azafata desde su elegante asiento en primera clase para preguntarle si ellos “vendían fresco”. Y jamás entendió las risotadas que se escuchaban desde la cabina.