Viví tres años en Bogotá. Entre septiembre de 2010 y julio de 2013 avancé por sus calles con una botella de agua en la mano, buscando contrarrestar los estragos que causaban los 2.600 metros de altura en mí sistema circulatorio hipertenso y mis incipientes problemas con el azúcar. A veces había que detener la marcha y buscar oxígeno en el respirar pausado que facilitaba un banco de una plaza; otras, había que ingerir corriendo un litro de agua para licuar la sangre y ayudar su paso por sus caminos naturales, dificultados por la espesura que provoca la falta de oxígeno. Entonces, experimenté algo que jamás me había ocurrido antes: mi cuerpo se hizo presente y ocupó todo el espacio diciendo: “Ocúpate de mí, ponme cuidado”. Eso hice, inevitablemente. Con todo y el terror que le tengo a los médicos y los exámenes de laboratorio tuve que acudir a ellos buscando nivelarme, recuperar un mínimo equilibrio.
Ahora que escribo estas líneas desde los 800 metros de altura de Caracas advierto que no lo logré plenamente. Mis años de Bogotá estuvieron signados por mi cuerpo diciéndome a horas variables del día, pero sobre todo en las mañanas, “aquí estoy, vengo a someterte otra vez, ocúpate de mí”. No obstante lo anterior, no tenía ninguna posibilidad de vivir en Bogotá sin trabajar, de modo que presenté mis títulos en la Universidad del Rosario y me aceptaron como profesor-investigador. Di entre uno y tres cursos por semestre, pero me quedaba tiempo para investigar, leer y escribir, y eso hice, siempre con la botella de agua al lado.
Leí mucho sobre Colombia, pregunté todo lo que pude a mis colegas profesores, participé en la formidable tertulia histórica-literaria de Alfonso Ricaurte. Conversé mucho con colombianos entrañables: Camilo Gutiérrez Jaramillo, Mauricio Acero, Álvaro Pablo Ortiz, Enrique Serrano, Eduardo Barajas Sandoval, Juan Londoño, Diana Plata Alarcón, Juan Carlos Guerrero, Juan Esteban Constaín, Darío Jaramillo Agudelo, Juan Gustavo Cobo Borda, Paula Quiñones, Enver Torregrosa, Guillermo Martínez, Mauricio Lleras, entre otros. Tuve, además, la fortuna de conversar muchas veces con mis amigos los expresidentes Belisario Betancur Cuartas y Andrés Pastrana Arango, a quienes no perdía oportunidad de interrogar sobre historia política colombiana y siempre fui correspondido con el mayor afecto y simpatía colombo-venezolana; lo mismo hice con Carlos Lleras de la Fuente, hijo de Carlos Lleras Restrepo, y tuve un manantial de información valiosísima sobre su país. Lo mismo hice con Alfonso López Caballero, hijo de Alfonso López Michelsen, y un buen amigo conocedor de los vericuetos del alma colombiana.
De modo que tomé en tres años un curso de inmersión colombiana intensivo, apuntalado por un conjunto significativo de libros que ahora conservo y consulto en mi biblioteca caraqueña. Buena parte de las amistades bogotanas que cultivé eran amigos previos de Guadalupe, mi esposa, que pasó parte de su infancia allá, cuando su padre era Embajador de Venezuela en Colombia.
Dicho todo lo anterior como aperitivo, pasemos ahora a los platos fuertes y al postre y, sobre todo, a la sobremesa, cuando suelen ocurrir las confesiones valiosas. Antes, les recuerdo el adjetivo de este ensayo: “Impresionista”. No puedo sino consignar impresiones que pudieran abrir puertas de investigación, siempre en juego de comparaciones entre nuestros hermanos vecinos y nosotros.
Lo primero que salta a la vista como una enorme diferencia entre un país y otro es que en Colombia prácticamente no ha habido inmigrantes, en comparación con Venezuela. Resulta extraño ir a una panadería en Bogotá y que no la atienda un portugués; sorprende constatar que la oferta gastronómica china es ínfima, casi inexistente; lo mismo ocurre con la italiana, minúscula en comparación con la de cualquier ciudad venezolana. ¿Qué ocurre? Colombia no recibió oleadas migratorias gigantescas, sí, gigantescas, como Venezuela. A partir de la Guerra Civil española y con motivo de la Segunda Guerra Mundial a las costas venezolanas llegaron millones de inmigrantes portugueses, italianos de los pueblos del sur, canarios y gallegos, pero también asturianos, extremeños, vascos y catalanes, judíos, libaneses, sirios y una larga y variadísima nómina de forasteros. Nada similar ocurrió en Colombia, salvo los inmigrantes libaneses en Barranquilla, en una escala notablemente menor a la venezolana. ¿El motivo? Nada de que enorgullecernos los venezolanos: el petróleo, por una parte, y por otra, un Instituto Técnico de Inmigración y Colonización fundado durante la presidencia de Eleazar López Contreras (1936-1941) que buscaba inmigración selectiva para un país despoblado. De modo que dos factores se suman: el viejo problema de la despoblación en Venezuela y la súbita presencia del maná petrolero. Ya para la década de los años 50, Venezuela cuenta con uno de los ingresos per cápita más altos del planeta. Saquen sus cuentas: menos de 7 millones de habitantes y una explotación petrolera diaria de 2 millones de barriles. Una barbaridad. ¡Ni tontos que fueran los europeos que huían de la guerra y la postguerra en irse a un país pobre teniendo al lado uno rico, cuando huían precisamente de la pobreza!
Por las causas que fueren, los venezolanos se vieron obligados a recibir a millones de inmigrantes y, según testimonios de ellos mismos, no siempre fue “miel sobre hojuelas” el recibimiento, pero la verdad es que se fueron aclimatando ambos factores: el extranjero que llegaba y el criollo que los recibía. Gústenos o no, lo cierto es que la tolerancia con el forastero, con el extraño, se hizo práctica avenida o forzosa. Cuando comienzo un curso en la Universidad Metropolitana en Caracas suelo pedirles a los alumnos que levanten la mano quienes tienen abuelos extranjeros: casi el 90% del salón lo hace; hice lo mismo en la Universidad del Rosario en Bogotá en los años en que enseñé allá: apenas el 10% la levantaba y, en algunos casos, nadie la levantó. Son dos combinatorias sociales radicalmente diferentes. Este es un hecho precioso para quien quiera adelantar una investigación sobre el tema. Lo consigno en estas líneas y tan solo apunto que el conmovedor nacionalismo colombiano guarda relación con esto y, también, el dolorosísimo desamor y desdén del venezolano por su país también está vinculado con esto que señalo.
Todo tiene su vuelta: es cierto que el sentido cosmopolita y tolerante del venezolano es celebrable, pero también lo es que la maleta está lista para irse y echar pestes del país como si dejaran atrás una epidemia sin remedio conocido. No es menos cierto que el amor por su país que viví en Colombia debe tener que ver con este sentido de pertenencia de decenas de generaciones de nacionales, que se casan unos con otros y no tienen en la memoria afectiva otra patria que la colombiana.
Lo anterior engendra otro hecho que advertí en Colombia en todos los estratos sociales. Me refiero a la pasión genealógica. La gran mayoría sabe de dónde viene su familia, a cuál oficio se dedicaron, con quienes están emparentados. Insisto en aclarar que esto no es un interés exclusivo de las élites colombianas, es un fervor genealógico extendido. Esta curiosidad se vive en Venezuela en algunas viejas familias de distintas ciudades del país, pero no es interés común ni cultivado por todos los miembros de estas familias. ¿Las causas? Muchas, pero sin duda hay un escollo insalvable para estas aficiones: los extranjeros que llegaron, en su mayoría, quemaron sus naves con sus países de origen y sus hijos o nietos venezolanos saben poco o nada de sus antepasados. Esto me recuerda una pregunta que alguna vez le formularon a Jorge Luis Borges sobre los argentinos. Le preguntaron: “Maestro: ¿de dónde descienden los argentinos?” Afirmó: “De los barcos”.
En todo caso, salvo en casa de unos parientes míos que son asiduos al crucigrama genealogista, y no me excluyo de esta afición memorística, no me había visto envuelto en tantas disquisiciones donde se intentaba desenredar el origen familiar de otro. Por supuesto, en estos temas como en otros se erigían voces insufladas de autoridad y, con lamentable frecuencia, se escuchaba un susurro racista. Tomemos en cuenta un dato: en la combinatoria social colombiana la presencia africana es menor que en la venezolana, así como es notablemente mayor la indígena en Colombia que en Venezuela. No es de extrañar que para las élites urbanas, en cada ciudad colombiana hay una élite distinta con sus propios resortes y tradiciones, el tema colonial de la “limpieza de sangre” no quedó completamente sepultado en el siglo XVIII y, por lo contrario, no faltan quienes lo ventilan todavía a estas alturas, cuando la democracia colombiana lleva años de andadura.
Imposible no señalar en estos momentos que la democracia política colombiana cuenta con instituciones más sólidas que la venezolana, pero también es imposible dejar de apuntar que la democracia social venezolana es más profunda, sí tomamos como medida la existencia residual de una sociedad estamental colonial. No exagera quien afirme que la inercia de la sociedad estamental colombiana, virreinal, está más presente allá que acá, en la tardía Capitanía General de Venezuela. En consecuencia, la movilidad social, el ascenso social en Venezuela ha estado más determinado por la tenencia de dinero que por la observancia de pautas del abolengo o por las tradiciones, que es lo mismo. En otras palabras: perviven restos de la sociedad estamental virreinal bogotana, en algunos casos hasta con buena salud, mientras de la sociedad estamental colonial venezolana no. Entre otras razones porque la vigencia de la cédula real de Gracias al Sacar en Venezuela fue profunda, y muchos pardos adquirieron “derechos de ciudadanía” como si fueran blancos, para molestia honda de los mantuanos caraqueños, mientras en Colombia no eran muchos los pardos, y muchos menos los capaces de contar con los recursos para materializar la famosa cédula real y lograr que sus hijos morenos fueran tenidos por blancos. No olvidemos que esto era crucial: si no eran tenidos por blancos no podían asistir a la escuela, porque para entrar a ella se exigía “limpieza de sangre”.
Cómo no ver una diferencia sustancial entre Colombia y Venezuela en el papel que la Iglesia católica tuvo en uno y otro país. Los jesuitas estaban fundando un Colegio Mayor en Bogotá en 1603, el de San Bartolomé, mientras la Universidad Católica Andrés Bello se funda en 1953. Naturalmente, el énfasis de la corona española en América en cuanto a su obligación evangelizadora estuvo puesto en los lugares donde había gente para evangelizar; de allí que los virreinatos de Nueva España, Perú y Bogotá, aunque tardío (1723), se erigieron donde las culturas originarias eran fuertes, en algunos casos multitudinarias y, por supuesto, obligantes en cuanto al apostolado requerido para la conversión de los paganos politeístas en fieles monoteístas.
Pero la influencia de la Iglesia católica imantó todo el modelaje cultural colombiano porque no solo tuvo en sus manos la educación sino porque las relaciones entre los hombres, las relaciones sociales, estuvieron signadas por sus valores y costumbres. ¿Pasó algo distinto en Venezuela? Sí, ya que la presencia de esta institución fue menor, menos omnipresente. De allí que sus principios pedagógicos de entonces, basados en la obediencia como valor máximo, en Venezuela entraran con menos potencia en el sistema circulatorio de las creencias y de las costumbres, mientras en Colombia forma parte casi del ADN.
Innecesario señalar que la Iglesia católica del período colonial lejos de propender a la tolerancia y la convivencia, aupaba lo contrario. Era fundamentalista y, además, sustentaba el “Derecho Divino de los Reyes” y se lo entregaba en bandeja de plata a la monarquía. De modo que no exagera quien afirme que la presencia de la Iglesia entonces traía consigo principios monárquicos y absolutistas en proporción a la densidad de su ocupación. Su ausencia, por lo contrario, traía cierta laxitud que era vista desde las atalayas del autoritarismo como expresión de la anarquía y ésta, naturalmente, era motivo para su más enérgica condena y reparo, cosa que la Iglesia hacía de mil amores.
Catar cuánto de la violencia que ha padecido Colombia durante décadas es consecuencia, en alguna medida, del autoritarismo y la intolerancia reinante en la sociedad, es harina de un costal distinto a estas impresiones. No obstante, algo nos dice que no está descaminado quien penetre en esta selva advirtiendo este talante fundamentalista e inquisidor de su Iglesia católica colonial. Por otra parte, los problemas venezolanos no tienen fuente en los excesos que ha podido producir la Iglesia en el modelaje cultural de la sociedad. Nuestros problemas, quizás, partan precisamente de la falta de un orden político y jurídico coercitivo, de la visión desinstitucionalizada del mundo. Pero toda moneda tiene dos caras: en Venezuela disentir ha sido práctica común que se tolera fácilmente, mientras en Colombia disentir es un agravio, como alguna vez me explicó mi amigo el narrador Enrique Serrano. Esto conduce a que las palabras pesen más allá que aquí. Es natural: si lo que digo puede ser fuente de una ofensa grave, cuido mi lenguaje; si lo que digo puede recogerse o tolerarse, pues mi lenguaje es tan dúctil como impreciso. Lo que digo pesa menos. Allá hay gravedad, aquí liviandad. No sabría optar por uno u otro extremo, sólo sé que un punto más cercano al equilibrio sería mejor, más llevadero.
¿Será por este respeto por el significado de las palabras por lo que los modales son tan importantes en Colombia? Pienso que sí, porque respetar la carga que llevan las palabras en su poder ofensivo es también valorar lo que llevan de amabilidad. ¿También será por esto mismo que los agravios, los daños, los perjuicios van acompañados de un “me muero de la pena” o “qué pena con usted”? Es posible que sea así, que la violencia esté enmascarada en las formas, en los modales, en la urbanidad. En Venezuela es exactamente lo contrario: se espeta lo que se piensa sin ningún cuidado, sin ninguna consideración por las formas. Por otra parte, la valoración que suele hacerse de ambas actitudes es inexacta: los venezolanos suelen ver hipocresía y nada más en los modales colombianos; mientras éstos ven en la rudeza venezolana una expresión de la barbarie costeña, caribeña. Ambas apreciaciones son incompletas: hay hipocresía en los modales bogotanos, pero no sólo hipocresía, también hay respeto por las formas porque éstas son esenciales a la cultura cundiboyacense. La ausencia de formas en los venezolanos no es sólo barbarie, también es rechazo por todo aquello que esconda la crudeza de la verdad. Se prefiere el insulto desconsiderado porque se cree que así se apunta más cerca a la diana de la verdad. En Colombia pareciera que la verdad es secundaria frente al imperio de las formas, de la contención, de la prudencia. De un lado contención y prudencia, del otro, espontaneidad y “sinceridad”.
Siempre me llamó mucho la atención en Bogotá lo que respondía una madre cuando le preguntaban por sus hijos. Todas, indefectiblemente, decían que eran muy “juiciosos”. Cuando a las madres venezolanas se les hace la misma pregunta dicen, para apuntar algo muy bueno, que los niños están tremendísimos, divertidos o graciosos, jamás dirían que “juiciosos” porque el juicio no es un valor en Venezuela. El valor es lo contrario: no tenerlo, ser divertidos. Esto guarda relación con otro valor que señalamos antes como cardinal de la cultura colombiana: la obediencia; mientras en Venezuela se estima más el respondón, el retrechero, ese que también puede tenerse como alguien que ejerce el pensamiento crítico, una vez pasado por la criba de la educación.
Otra diferencia notable es la velocidad. En Caracas la rapidez es sinónimo de eficiencia. Cuando algo sale rápido es que se hizo bien. En Bogotá es al revés: si salió velozmente fue porque se hizo mal, la lentitud es garantía de eficacia. Mil veces se escucha un refrán colonial que aún está vibrante de actualidad: “La prisa es plebeya”. Y todavía más se escucha otro contemporáneo: “No hay afán”. En otras palabras: el afán es lo peor. Correr es lo peor. Sin embargo, la experiencia de ir en un taxi por las calles de Bogotá puede ser terrorífica. La velocidad que alcanzan es vertiginosa. Uno se hunde en el asiento esperando lo peor, pero esto no llega. Conducen como diablos con una destreza inimaginable, con mucho afán, ahora sí. Embistiéndose unos a otros, impidiéndose el paso.
Veía a los señores en la barbería hacerse las uñas, miles de hombres en Bogotá se hacen las uñas, de todos los estratos sociales, y advertía que el tiempo que pasaba la manicurista era dilatado, que hacía su trabajo con una lentitud exasperante. Alguna vez le pregunté a una de ellas ¿por qué? y me respondió: “Rápido no se puede hacer bien”. Pues bien, esta sociedad en la que la lentitud se erige como valor, es la misma en que la rapidez de las estafas es asombrosa. En segundos cambian algo sin que el afectado se dé cuenta. Esto conduce a que la sociedad colombiana se vea acorralada por la desconfianza. De allí que cualquier trámite administrativo deriva en jurídico y desemboca en La Notaría y, naturalmente, el Notario es un personaje importante: da fe de la identidad, de los títulos de las personas. Blinda el trámite de la amenaza de la falsificación, del fraude.
Los colombianos pasan la vida diligenciando una planilla. Cualquier trámite en una oficina pública y privada es algo complejísimo que debe ser revisado y revisado hasta la saciedad, como si fuera una operación de envergadura, cuando en realidad es baladí. Compré un carro a crédito en Bogotá y de la agencia llamaron a mi suegra a Caracas para saber si yo era quien decía ser que era. Tardaron 3 meses en aprobar el crédito y se referían a él como “la operación”. Era realmente chistoso todo aquello. Buscan protegerse de un fraude, pero el reflejo les queda para hechos que no admiten esa posibilidad. Es un clima nacional.
No sé si lo anterior tenga relación con algo muy extraño que me ocurrió allá varias veces. Conocí a alguien que me trataba con una amabilidad pasmosa, como si me conociera de toda la vida, y me invitaba a vernos de nuevo, a ir a su casa, a vincular a las familias. En verdad, uno se siente muy bien, muy agradado y la despedida al final del encuentro anuncia que la invitación ofrecida ocurrirá muy pronto, en días, pero no, jamás llaman. Peor aún, te vuelven a ver y no te saludan. Es una conducta extrañísima. Indagué varias veces por qué ocurría esto y los amigos bogotanos me decían que era lo más común, que eso no me lo hacían a mí por extranjero, que entre ellos pasaban la vida haciéndoselo. Es algo que no logro entender. Naturalmente, la conclusión lógica es que la amabilidad y la zalamería que te prodigaron eran falsas y tú, como extranjero, lo ignorabas. Si eres del patio sabes que todo ese afecto en el trato es forma, es agrado fugaz, que se voltean y puede que nunca más te dirijan la palabra. Esta conducta para un venezolano es muy difícil de comprender. Allá hay unas sutilezas indescifrables. Lo que ves no es, tampoco es lo que está oculto. En fin, por más que mis amigos intentaron aclararme esta conducta tan extendida, no creo haber comprendido completamente de qué se trata, por qué ocurre, qué se busca con esto. En todo caso, contribuye con la desconfianza generalizada. Sin duda.
Quizás por lo anterior padecí la experiencia de la espera en un banco en silencio. Nadie se atreve a hablarle al vecino. No se puede hacer. Está mal visto. Engrincha a la gente. Esto para un caraqueño es algo inusitado, hasta violento, lo natural es que uno converse con quien tiene al lado en cualquier lugar. Lo extraño es que no se haga. Todavía peor, me ocurrió que vecinos en el ascensor no contestaban el saludo. ¿Cómo puede ser esto? No digo que siempre fue así, pero quienes respondieron el saludo en un ascensor lo hacían porque mi acento delató que era extranjero, a un compatriota no le hubieran contestado. ¿Por qué?, ¿cómo se compadece esto con la célebre urbanidad de los colombianos?, ¿será que se articula específicamente en una relación signada por la utilidad comercial? Un taxista amable, una recepcionista que saluda correctamente, una telefonista que sabe hablar. ¿Será? No me atrevo a afirmarlo, pero no creo que deba dejar de indagarse acerca del utilitarismo en las relaciones personales. Consigno una anécdota: saludo y doy las gracias a cualquier persona, siempre, independientemente de su condición. Así me enseñaron mis padres. Y así me gusta porque siembra una atmósfera de amabilidad que hace bien en el alma, pero un amigo me advirtió que eso era muy raro allá, que no lo hiciera, que andar saludando a cualquiera podía ser malinterpretado. Otra rareza. No sigo por este camino porque, en verdad, no sé cómo interpretar estas conductas. Las señalo porque algo me dice que son reveladoras. Atajemos otro asunto antes de que se vaya volando.
“Colombia está formada por varios países” es una frase que se escucha y se lee con frecuencia y es verdad. Algunos hablan de cinco, otros de seis y hasta de siete. Los llanos es uno; la costa caribeña es otro (ellos la llaman extrañamente la costa Atlántica); Antioquia y el eje cafetero es otro; Cali y la costa del Pacífico es otro; la región cundiboyacense (que incluye Bogotá) es otro; algunos suman un sexto: la selva amazónica; otros un séptimo: el sur andino: Popayán y Pasto. En verdad, las diferencias más claras se dan entre los llanos, el Caribe y las zonas andinas. Estas últimas, como cultura de montaña, ofrecen matices entre el sur, el eje cafetero, Bogotá-Tunja y Bucaramanga-Cúcuta, todas estas zonas son montañosas y frías en diversa medida. En todo caso, es cierto que los accidentes geográficos colombianos han conducido a que las singularidades regionales sean pronunciadas, dado que la comunicación entre estas zonas ha sido dificultosa. Es radicalmente distinto ser costeño que bogotano; llanero que paisa (antioqueño), caleño que tunjense. También es muy probable que un porcentaje muy alto de colombianos de una zona jamás haya ido a otra. Las carreteras son pequeñas y pocas (casi no hay autopistas), los viajes en avión muy costosos y la guerrilla dificultó el paso por zonas durante 50 años: dos generaciones de colombianos transcurrieron con cerca del 40% del territorio en manos de la FARC y el ELN o, en todo caso, en plena guerra de guerrillas por el control de este espacio territorial.
Todo lo anterior apunta a que la integración nacional colombiana haya sido tan difícil de lograr por estos factores señalados: geografía, comunicaciones, guerrilla y que la consecuencia natural haya sido la acentuación de las particularidades regionales, su profundización y hasta su paroxismo nacional. Leí en una entrevista en la revista Semana en 2013 que Nicanor Restrepo, el gran empresario antioqueño, una suerte de Eugenio Mendoza Goiticoa de este tiempo, afirmaba que para ser gerente en Medellín era necesario ser de allá. Es casi imposible leer algo semejante en algún otro lugar del mundo. La pertenencia regional por encima de la nacional hasta el punto de la exclusión de otros colombianos como si fueran forasteros. ¡Cómo será para los extranjeros de verdad! Y hemos dado con un vocablo que retumba en Colombia: exclusión. De hecho, los gobernantes conscientes, que son la mayoría, saben que la tarea nacional pasa por allí: por incluir a todos; a los que se les excluye por forasteros en su propia patria; a los excluidos por morenos, por pobres, por indígenas, por hijos de inmigrantes, por cualquier causa. La lista es larga, pero la conciencia de que éste es un problema serio es muy grande también; de allí que también se note el esfuerzo pedagógico del Estado por revertir esta tendencia cultural ancestral y los resultados sean promisorios. Es común oír que hasta los niños tienen consciencia de sus derechos fundamentales. De modo que situaciones críticas traen esfuerzos sostenidos y logros evidentes, también. Ni la exclusión ni la separación de regiones del país, con advertencias como la de Restrepo, son comunes en Venezuela en la misma magnitud que en Colombia. Nuestros problemas son otros. Nos convendría una pizca de orgullo regional paisa en cualquier región venezolana sin llegar a los extremos fundamentalistas de Don Nicanor.
Si los venezolanos pasamos décadas del siglo XIX pagando los servicios a los generales victoriosos de la Guerra de Independencia, acentuando la preeminencia del caudillo militar por encima de los doctores, en Colombia no ocurrió lo mismo. De allí que en el imaginario colectivo venezolano pese tanto, lamentablemente, la figura del hombre de armas y en Colombia pese mucho, muchísimo menos. De hecho, no son los atributos militares los que se ponderan más en la hoja de vida de Francisco de Paula Santander, son los civiles, los jurídicos, los administrativos. Esta diferencia no es menor, aunque a cualquiera pueda parecerle.
Los críticos de la exasperante trama jurídica y burocrática colombiana se quejan del “santanderismo” del país, donde todo debe ser diligenciado, judicializado, documentado, y añoran una pizca de ejecutivismo militar. Por lo contrario, en Venezuela se está hasta la coronilla del ejecutivismo militar que irrespeta el marco legal y que conduce a que el poderoso haga lo que le da la gana, sin que las consecuencias judiciales se hagan presentes. En Colombia no, abundan los funcionarios públicos presos por corrupción administrativa, lo que indica que hay un Poder Judicial que actúa, mientras en Venezuela la falencia del Poder Judicial es de larga data, diríamos que suma doscientos y tantos años, y en los últimos tiempos se ha hecho crónica.
Afirmar que el “civilismo” está más pronunciado en Colombia que en Venezuela, es tan cierto como que el “militarismo” está más presente en Venezuela que en Colombia. Por supuesto, nos estamos refiriendo a ambos en cuanto a su presencia en los ámbitos del poder formal del Estado, no en relación con la sociedad, ya que en este sentido puede afirmarse lo contrario. No olvidemos que Colombia ha pasado décadas en guerra, si sumamos la década de la violencia política de los años 50, más el desafío guerrillero desde 1964, nos acercamos a 70 años de enfrentamientos bélicos de menor y mayor envergadura. En cambio, en Venezuela no tiene lugar una batalla desde 1903, cuando ocurrió la de Ciudad Bolívar y concluyó entonces el caudillismo regional.
Si en Colombia el civilismo ha conducido al país a las urnas electorales sistemáticamente desde la fundación de la República, como bien lo explica Eduardo Posada Carbó en su lúcido libro Nación soñada, en Venezuela el caudillismo militar condujo a 39 alzamientos y revoluciones entre 1830 y 1899, con la Guerra Federal incluida. Lo anterior no quiere decir que en Colombia no hubo guerras en el siglo XIX, sí las hubo, pero la urna electoral estuvo allí, siempre, en medio de la refriega, respondiendo a los resortes civilistas de la sociedad colombiana. Esos mismos resortes en Venezuela no siempre han funcionado bien, se han oxidado a veces, se ha trabado el mecanismo en muchas oportunidades y, también, han funcionado ejemplarmente. Lo anterior nos lleva a preguntarnos: ¿Por qué en el siglo XX Colombia y Venezuela han tenido circunstancias políticas internas tan disímiles? La respuesta supone muchos factores, pero hay uno que sobresale: el petróleo.
En Venezuela cuando llegan los andinos al poder, en 1899, con Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, se articula una voluntad política conducente a acabar con los caudillos regionales, cosa que logra un Ejército que comienza a tener visos de profesionalismo, en 1903. Luego, en 1910 se crea la Academia Militar ahondando este proceso de profesionalización y de consolidación de una institución pivote: el Ejército. Este afianzamiento del cuerpo armado conduce, además, a que vaya erigiéndose como el dedo elector que escoge a quien ejerce el poder, ya que es la única institución solida de la nación. Se suma a este hecho el descubrimiento de grandes yacimientos de hidrocarburos en 1914 y 1922, favoreciendo la consolidación de la dictadura del general Gómez. En 1928, la producción petrolera nacional desplaza como primer rubro de exportación al café y los ingresos del Estado por la vía de las regalías que pagaban las concesionarias aumenta. Luego, a partir de 1943 los ingresos del Estado se triplican. Hasta ese año percibía entre el 12% y el 15% por las regalías, a partir de la Ley de Hidrocarburos subió la regalía a 16,5% y con la ley que crea el Impuesto sobre la Renta se pecha en 30% a la actividad petrolera.
De modo que de un viernes para un lunes el Estado pasa de percibir 12% por cada dólar de exportación petrolera a 46,5%. Entonces, comienza la carrera de crecimiento inusitado de las arcas fiscales de la República y en pocos años el Estado venezolano comenzó a ser rico, muy rico. Esto se profundiza todavía más con el 50% y 50% del presidente Rómulo Gallegos (1948) y con el 63% y 37% del presidente Edgar Sanabria (1958); hasta que llega a su cúspide con la estatización petrolera de Carlos Andrés Pérez en 1976, cuando el 100% del ingreso petrolero pasa a manos del Estado nacional a través de su empresa petrolera recién creada PDVSA. Añadamos que en 1970 la producción llegó a 3.800.000 barriles diarios con un promedio de 2,5 dólares por barril, y que a finales de 1973 con una producción similar los precios se dispararon a 14 dólares por barril. La cantidad de dinero que entró en las arcas públicas fue inimaginable. Es decir: el Estado creció todavía más, se hizo inmensamente rico.
El breve relato anterior es totalmente ajeno a Colombia: una república cuyo Estado ha vivido del cobro de impuestos y que no contó hasta años recientes (2006) con una producción petrolera mayor a los 500.000 barriles diarios, que daban para el consumo interno. Hoy en día la producción petrolera colombiana ronda el millón de barriles diarios, pero el esquema de la industria petrolera colombiana no es el de la estatización de la industria. En otras palabras: jamás el Estado colombiano ha contado con la montaña de recursos con que contó y cuenta el venezolano. Esto puede ser motivo de envidia por parte de los colombianos hacia los venezolanos, pero es un hecho que la economía de Colombia es infinitamente más sana, más equilibrada, que la venezolana. Además, los desequilibrios políticos que se plantan en cualquier país cuya fuente de la riqueza esté exclusivamente en manos del Estado son de tal magnitud que, créanme, a mediano plazo nadie los desearía.
Por todo lo anterior es que los colombianos albergan la imagen de los venezolanos como la de unos hermanos que se sacaron el premio gordo de la lotería y botaron la plata. Y, en cierto sentido, no les falta razón. Habría que ver qué habrían hecho ellos en la misma circunstancia. En todo caso, que en Colombia la riqueza la produce la nación con su trabajo es un hecho incontestable, y que en Venezuela la produce el Estado extrayendo petróleo y vendiéndolo es otro hecho incontestable, hasta hace muy pocos años.
Todo este estado de cosas ha llevado a que en el siglo XX las diferencias entre Colombia y Venezuela se hayan acentuado aún más. Son las diferencias entre el hermano pobre y el que se sacó la lotería. No obstante, los últimos cuarenta años de la economía colombiana, razonablemente bien llevada, han conducido a una situación que ahora los venezolanos envidian: un país sin inflación, con crecimiento anual sostenido y con seguridad jurídica.
Es el momento de recordar que un Estado sin recursos no pudo impedir que la guerrilla ocupara hasta el 40% del territorio nacional y que los carteles del narcotráfico lo pusieran contra la pared. Para lo primero fue necesario el apoyo de los Estados Unidos y el Plan Colombia y para lo segundo también se requirió la asistencia de la inteligencia norteamericana para modificarlo. En Venezuela la guerrilla sobrevivió siete años y fue derrotada. Jamás fue una amenaza significativa. El Estado venezolano contó con los recursos para tener unas Fuerzas Armadas equipadas para la tarea. El hecho señala lo evidente: el Estado venezolano vía explotación petrolera ha sido notablemente más poderoso que el colombiano, a partir de 1914; mientras los nacionales colombianos, la empresa privada, ha podido crecer con mayor holgura y pertinencia que la venezolana, acorralada por el Estado empresario, el Estado interventor y ahora el Estado “socialista”.
En otras palabras, el “ogro filántrópico” del que hablaba Octavio Paz se ha hecho presente plenamente: un monstruo de mil cabezas que dice trabajar por los humildes de la tierra y termina comprometiendo su desarrollo, como un padre sobreprotector que impide el crecimiento sano del niño. Lo protege y lo asfixia. Este “ogro filantrópico” venezolano no ha podido existir en Colombia: se necesitan los recursos del petróleo en manos del Estado en un 100% para que el Estado interventor, empresario, socialista pueda respirar a sus anchas. Por supuesto, el esquema tiene un talón de Aquiles: depende enteramente del precio internacional del petróleo, depende de factores incontrolables por Venezuela. Lacerante verdad: la estabilidad económica y política venezolana no depende de factores que ella pueda controlar totalmente. Menudo problema. Inexistente o infinitamente menor en Colombia.
Todo el cuadro anterior ha conducido a que el colombiano de a pie y el de a caballo sean muy recursivos, como dicen allá. Es decir, no cuentan con el Estado para salir adelante en la vida, cuentan consigo mismos y nada más. Volvemos a la metáfora del niño sobreprotegido y el abandonado. Es mucho más probable que los instintos de conservación y superación progresen en el abandonado que en el sobreprotegido, aunque el primero crece con un amor que asfixia, mientras el segundo con un amor que asfixia por su ausencia. Nada es gratis. Pero sí es cierto que la habilidad laboral del colombiano es asombrosa, que son “recursivos” porque no han tenido ninguna otra alternativa y esto, a la hora de sacar cuentas, añade mucho número a la lista, pesa mucho a favor de una sociedad que quiere ser industriosa y que quiere fundarse en el trabajo.
Hemos llegado al final de este ensayo impresionista. Podría añadir más observaciones que abonaran aún más la tierra que vengo cultivando, pero no quiero redundar. Varias de las observaciones consignadas intuyo que son valiosas para iniciar un camino de investigación, otras no estoy seguro de que puedan llevarnos muy lejos si halamos el hilo de Ariadna. En todo caso, escribir estas líneas era una deuda pendiente con un país que me recibió con los brazos abiertos. Siento una profunda gratitud por muchos colombianos que me tendieron sus manos y llevo a Colombia sembrada en un lugar caliente y privilegiado de mi corazón.