Otra vez el uniforme color naranja. Hace unos meses lo vestía con desgano el Señor Alex Saab. Por estos días, en video, le tocó a una fila india de acusados de esfumar 3 mil millones de petrodólares. Naranja de nuevo.
A principios de los años 2000 leí un libro de un periodista italiano que causó furor. Su autor, Roberto Saviano, y su primer libro, el de entonces, se titula Gomorra. Tengo entendido que Saviano, después de sacarla de home run con su investigación, ha tenido de vivir custodiado e incluso mudarse de su Italia natal. (Saviano, -al que Umberto Eco calificó como «héroe nacional»- vive escondido y escoltado por el Gobierno italiano).
«Es una existencia difícil porque te obliga a estar encerrado, a menudo en el cuartel. Cuando se vive bajo protección incluso dar un paseo por la calle puede ser un problema, es como si te faltase el aire. Por eso intento pasar mucho tiempo en el extranjero, donde en algunos casos puedo estar solo porque me dan una identidad falsa. Me he habituado a la idea de morir, lo que da miedo de verdad es tener que vivir siempre así», declaraba Saviano al diario L’Espresso.
“Gomorra: un viaje al imperio económico y al sueño de poder de La Camorra”. De eso se trata su novela/crónica. De los intríngulis de la mafia de La Campania, en Italia. (Más específicamente de su versión más virulenta: la napolitana, que no la pizza). Camorra, sustantivo femenino que significa pleito, disputa, y que define a una organización criminal que es sinónimo de la mafia. Mejor conocida en la propia Nápoles como “El Sistema”. La investigación del periodista es, en suma, una denuncia de los entresijos de la devastadora realidad de la mafia italiana, sus empresarios y la guerra de poder entre clanes.
En pocas palabras, por un lado, es una organización empresarial con impresionantes ramificaciones por todo el planeta y una zona oscura siempre más extensa donde cuesta distinguir cuánta riqueza es producto directamente de la sangre y la miseria ajenas y cuánta de simples operaciones financieras, y por el otro, un fenómeno criminal profundamente influido por los medios de comunicación y la sociedad del espectáculo.
De todos los datos sorprendentes que el periodista logra clasificar dentro de la historia, la vida y singularidades de La Camorra, me llamó la atención poderosamente que sus dirigentes imitan la manera de vestir y de moverse de las estrellas del cine y de las figuras míticas, desde los gángsters de Tarantino hasta las siniestras apariciones de El cuervo con Brandon Lee. Es decir que los personajes de la mafia, lejos de inventar un estilo de vida, mansiones, autos, mujeres, servidumbre, gustos y hasta decoración, -en ese orden- lo copian de Hollywood.
La imitación es a la inversa. El espectáculo diseña en sus películas y series las mañas y usos y modas de los capos, sus familias, su entorno, y hasta la forma de caer en desgracia, y a su vez, los capos imitan casi al calco la fantasía hollywoodense y la incorporan a su propia vida real. Por eso mármoles en sus casas. Palacetes. Abrigos de cachemira y trajes de costosas firmas. Cirugías plásticas para no parecerse a sí mismos, relojes y autos de alta gama, mujeres infladas, llenas de objetos de marca y hormonas, y pare usted de contar.
Pensé en eso cuando vi la fila de uniformados en bragas naranjas detenidos por el caso de corrupción de PDVSA, sus miles de millones mal habidos y sus prostitutas hinchadas de polímeros y lujos. ¿De quién es la fantasía de los reos de braga naranja? Nuestra, a no dudarlo, no es. Y sin embargo, funciona.
En los Estados Unidos así lucen. Y por supuesto, también en la industria del cine y la televisión norteamericanas. Pero que yo sepa, nuestros detenidos suelen mostrarse como fueron atrapados. En cholas. O en bermudas. En franela. A algunas damas de compañía de alquiler (qué manía de llamarlas “muñecas”) se las ve hasta en sus jeans ceñidos y brillo de seda en el pelo (suelen tenerlo largo, para batirlo en cuanto video se les haga).
Pero no así a los milmillonarios y a sus escorts, los del petróleo, me refiero, que aparecieron es ese video aleccionador en el que los conducían en fila india ataviados con unos muy bien diseñados mamelucos naranja. Ya lo saben espectadores: han sido detenidos. ¿Desde cuándo nuestros reos endógenos visten de naranja?, ¿cómo lograron hacerse de la vestimenta emblema del delito en días y hasta con las tallas ajustadas a los personajes (incluso aquellos cuyas curvas se proyectan más en el espacio)?
¿Son como una fidedigna señal de tránsito nada más?, ¿serán juzgados?, ¿no?, ¿es un ajuste de cuentas entre bandas?, ¿es el epílogo de ciertas sectas desobedientes a un Estado-mafia, como lo ha definido el ilustre Profesor, politólogo e investigador Don Pedro Itriago Camejo?, ¿es apenas un desfile para los incrédulos?
No lo sé. No lo averiguo tampoco. Me interesan, de momento, -porque ni siquiera estoy segura de que lo que veo es lo que es-, el símbolo. Y sus referencias universales. Que son como los actos de prestidigitación. Magia para los ojos, conclusiones para el cerebro. Si van de naranja, están detenidos. Son reos. Si llevan las manitos atrás, van esposados aunque no lo estén (Eso, por si les pica la nariz se rascan y luego se auto esposan otra vez). En la mente de todos nosotros, público del espectáculo, toda persona vestida así, está detenida por algún ilícito. Eso hemos aprendido de los noticiarios y la TV. ¿Son reos los nuestros?, ¿quién le pone el cascabel al gato?
“… Yo sé cómo se originan las economías y dónde toman su olor. El olor del éxito y el de la victoria. Yo sé qué rezuman las ganancias. Yo sé. Y la verdad de la palabra no hace prisioneros porque todo lo devora y de todo es prueba. Y no debe arrastrar contrapruebas ni tramar sumarios. Observa, sopesa, mira, escucha. Sabe. No condena a ninguna celda y sus testigos no se retractan. Nadie se arrepiente. Yo sé y tengo las pruebas. Yo sé dónde se desvanecen los manuales de economía transformando sus fractales en materia, cosas, hierro, tiempo y contratos. Yo sé. Y lo saben mis pruebas, que no están escondidas en un pen drive a salvo en algún agujero bajo tierra. No tengo vídeos comprometedores en ningún garaje escondido de ningún pueblito inaccesible en la montaña. Tampoco poseo documentos en ciclostilo de los servicios secretos. Las pruebas son irrefutables por ser parciales, grabadas con el iris, contadas con palabras y templadas con emociones que han rebotado en hierro y madera. Yo veo, intuyo, miro, hablo, y así testifico, fea palabra que todavía puede valer cuando susurra: “es falso” al oído de quien escucha cantilenas rimadas y acariciadas por los mecanismos de poder. La verdad es parcial; en el fondo, si se pudiera reducir a una fórmula objetiva, sería química. Yo sé y tengo las pruebas. Luego cuento. Cuento estas verdades”1.
Esto escribe Saviano, sobre la soledad del héroe que pretende la verdad. Un caso poco visto en nuestras biografías contemporáneas. No en periodistas, mucho menos en políticos.
Lo que está claro es que el naranja sigue siendo el color más utilizado en el atuendo carcelario, en la mayor parte de los países (no en Venezuela, que yo sepa, que no existe la uniformidad), pero ¿por qué? Parece que la respuesta es simple: el contraste. El naranja es el color más llamativo, destaca en el entorno blanco o gris, por tanto, se advierte en todo momento dónde se encuentran los presos y cómo se van moviendo por el espacio.
Podemos imaginar que ocurre lo mismo con el amarillo y los taxis de Nueva York. Según publica la ‘Guía de Nueva York’, los taxis son amarillos porque en los años veinte del siglo pasado, John Hertz, el fundador de la Yellow Cab Company, leyó una investigación realizada por la Universidad de Chicago que aseguraba que este color era el que mejor se divisaba a la distancia. Por esa razón, el magnate hizo pintar todos los vehículos de su compañía de este tono. Con el transcurso de los años, su estrategia de negocio pasó a convertirse en una tradición, no solo en Estados Unidos, sino también en otros países del mundo, que además se expandió hasta los autobuses escolares. Precisamente por esta facilidad del amarillo para ser vislumbrado, muchas de las señalizaciones actuales de peligro y advertencia (carteles, balizas, sirenas, boyas…) también son de este color.
De acuerdo a un artículo publicado en 2013 en la revista Live Science, (inspirado también en la teoría del color de Faber Birren) el verde fue el color elegido para vestir a los doctores a partir del siglo pasado porque, al ser el color opuesto al rojo, les ayuda a ver mejor en el quirófano. Al parecer, cuando un cirujano pasa mucho tiempo mirando las partes sangrantes del cuerpo que está operando su ojo se vuelve insensible al rojo, pero si durante unos instantes mira el color opuesto logra que su vista se refresque y así pueda volver a diferenciar perfectamente la zona que está interviniendo.
Por cierto y volviendo al color anaranjado para infractores de la ley, antes a los prisioneros se les vestía a rayas, pero lo de las barras negras tenía otro fin: era parte de un sistema de control psicológico conocido como el “Sistema Auburn”, basado en la despersonalización de los prisioneros para hacerlos más obedientes. (Supongo que es la inspiración de los uniformes de las víctimas de los campos de concentración).
Me sigo preguntando: ¿Están detenidos nuestros ladrones de naranja o fue apenas un timbrazo para remitirnos al referente carcelario más conocido? Quién sabe. Lo cierto es que la sala para la primera audiencia de los delincuentes estaba vestida -insólitamente- como para una primera comunión, con lazos tiernos. No puede uno descuidar los detalles. Que todo es símbolo, semiótica, referente, estampa, imaginario. Que la realidad supera la ficción: los mafiosos que reproducen los modos con que los caracteriza el cine no son, en realidad, drogadictos como el Tony Montana de Al Pacino, sino émulos feroces de “empresarios” de reputación turbia y antecedentes penales que practican un liberalismo extremo, como los del desfile a la primera audiencia.
Afirma un artículo publicado en la BBC en 2014, las diversas combinaciones cromáticas y el uso de tintas de seguridad cada vez más sofisticadas en los billetes tienen dos objetivos: que sean más difíciles de copiar y así blindarlos contra los ladrones y tramposos, y permitir que todas las personas, aunque tengan limitaciones, puedan identificarlos fácilmente. Verde es el dólar, por ejemplo. Se reconoce en todo el mundo. Y ese, podría jurarlo, es el verdadero signo de los reos naranja endógeno. Y también de otros tantos funcionarios corruptos que aún se escudan en la Omertá.
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(1)Roberto Saviano, Gomorra.