En algunos sectores específicos del gigantesco cosmos de la diáspora se ha hecho convención una impresión para apuntalar la decisión de emigrar, superar el problemático contexto actual y asentar un estado de ánimo que permita afrontar el porvenir en otro lugar: aquel según el cual, la Venezuela que hemos conocido siempre, aquella que acaso podríamos añorar en alguna circunstancia concreta, es una entelequia sin conexión con la realidad; un país al cual ha dejado el tren, y que “ya no existe”.
Que aquel pasado que algunos han extrañado, y hasta idealizado, sobre la vida cotidiana en el país, no tiene ningún correlato en el presente, y que no tiene sentido invocarlo o echarlo en falta, porque este país es ya otro y no nos pertenece. Un lugar que ya ni vale la pena visitar. No es esta, por supuesto, ni la primera ni la única razón que podría tomar alguien para decidir emigrar a estas alturas, y son muchas las personas que han emigrado que jamás dirían eso, pero vale la pena detenerse sobre este argumento, socorrido también, por cierto, por algunos de los que se quedan.
¿Qué tanto ha cambiado Venezuela como para afirmar que “ya no existe”?, ¿qué tan irreversible es la circunstancia? El planteamiento es interesante analizarlo, no necesariamente para rebatirlo. Es mucho lo que se puede rebanar dentro de la frase, tan certera y tan falaz a la vez. Venezuela, como todo cuerpo vivo, ciertamente ha cambiado mucho en estos años, particularmente, quizás, desde 2004 para acá. La polarización política y la conflictividad que ha fomentado la feligresía chavista le creó un nuevo marco de relaciones a la nación.
La cotidianidad del siglo XX nacional estaba asentada sobre la hegemonía de la televisión, la radio y la sociedad del entretenimiento. Eso hacía posible que las tensiones sociales quedaran atenuadas y pospuestas, y el humor general de la población, en un ambiente de abundancia y desigualdades, era bastante óptimo. Aquellos eran los años de la apuesta hípica, el sueño millonario y las loterías.
Existía una seguridad tal sobre la existencia de la democracia como derecho adquirido que la relación de muchos ciudadanos con el poder era, de natural, desentendida, desobediente, a veces hasta irrespetuosa. En la segunda mitad del siglo XX el venezolano le perdió el temor al poder político por primera vez en su historia. Las libertades públicas eran una certeza: el papel de los medios, la apreciación de los periodistas, las denuncias de los parlamentarios, la fiscalización de las fuerzas vivas. El prestigio de las Fuerzas Armadas como un cuerpo institucional y apolítico.
En un entorno mucho menos violento y armado, existía antes un escrúpulo por lo público con una sensibilidad superior sobre la corrupción como dolencia. Era muy común encontrarse gente “apolítica”, algo sifrinizada, y también muchas personas politizadas, con rango militante y membresía, con una identidad similar a la de un equipo de béisbol. Las prevenciones con el hampa eran muy inferiores: ni hablar públicamente de dinero, ni exhibir propiedades, ni amanecer de parranda en las calles, o ufanarse de logros económicos, era potencialmente problemático para nadie.
La última novedad en materia de trastornos cotidianos que le han alterado el rostro al país la incluye el propio volumen de la diáspora, todo un hito en la historia nacional, que acabó de raíz con el tráfico metropolitano, y el fin de la sociedad de la abundancia, producto de la conflictividad que ha promovido el chavismo con toda su regresión cultural al remolque.
Pero, aunque todo esto sea verdad, para cualquier ciudadano que haya decidido quedarse en el país escuchar que alguien sea capaz de afirmar que la Venezuela que dejó al emigrar “no existe” tiene que sonarle a una enormidad y un despropósito. Una parte del segmento de personas que toma la decisión de quedarse, incluso en el contexto actual, lo ha hecho, de alguna manera, tocado por la motivación de luchar para preservar lo que ya existía frente a las propias amenazas chavistas, por ofrecerle a la nación tejido nuevo con qué protegerse de la necrosis que fomenta hoy el poder político.
Espacios académicos, juegos deportivos, citas recreacionales, premios profesionales, concursos, marcas comerciales seculares, espacios urbanos, restaurantes, convenciones gastronómicas, ídolos populares. Hay mucha gente en el país que trabaja duro para preservar lo que existía, aquello que como ciudadanos siempre nos ha convocado. Ha sido una lucha agónica en un marco empobrecido, que nos ha aislado de muchos debates internacionales y focos de pensamiento. Pero la misión se ha cumplido.
Todavía hay en el país banca privada, y cámaras empresariales, y ligas privadas de deporte profesional. El béisbol sigue siendo todo un espacio de convergencia social que puede determinar el fin de cualquier desavenencia política. Algunas universidades privadas, en especial la UCAB y la Metropolitana, han despuntado como laboratorios multidisciplinarios de ideas y proyectos sobre los perfiles de la sociedad democrática que algún día habremos de recuperar. Lo mismo podemos afirmar del IESA. Todavía se emprende, y mucho, en este país, y no todo son capitales sucios emanados de la corrupción chavista, no señor.
Si bien están asediadas, las universidades autónomas mantienen su funcionamiento y siguen obteniendo calificaciones aceptables en los rankings internacionales que calibran la excelencia académica en la región. En estos espacios está comprobadamente vivo el talante libertario antichavista.
Todavía hay interés en hacer guiños a las tradiciones contemporáneas y este esfuerzo trasciende la polarización. Incluso para alegrarse por citas tan intrascendentes como un Miss Venezuela en el Poliedro de Caracas. Existe aún un debate público en el cual se cuestiona; las redes sociales y los grupos de WhatsApp, los nuevos insumos del licuado actual de la opinión pública, mantienen una robusta vitalidad cívica. Hay una red de periodistas de investigación premiada internacionalmente por su trabajo. El mundo musical vinculado a las orquestas y el espectáculo de la opera mantiene una saludable vitalidad.
Los fondos editoriales han reanudado sus actividades luego del marasmo de la pandemia, y, no sin problemas, crecen las colecciones con títulos críticos, con diagnósticos descarnados, con reflexiones donde se impone la libertad de conciencia. Podría afirmarse lo mismo, mutatis mutandis, de la actividad teatral.
Han cambiado las cosas, ciertamente, porque finalmente todo cambia, y no todo cambio ha sido para mal. Tenemos una sociedad más pobre y más corrompida, pero también menos dispuesta al relajo sin substancia, más consciente y crítica de su liderazgo, con un debate más politizado que el existente en otros parajes.
Las redes sociales, especialmente Twitter, han fortalecido el espíritu activista en muchas personas más allá de los partidos. Los Derechos Humanos como causa tienen un tejido bastante más espeso, y muchos más dolientes que en los despreocupados años ‘80. Hay una buena cantidad de monitores encendidos y asociaciones civiles sobre todo un arco de temas en el país. Ahora están penalizados los maltratos a los animales, y, al menos en Caracas, casi no vemos perros callejeros.
También ha mejorado la valoración de nuestros bienes patrimoniales arquitectónicos, que con frecuencia son defendidos por los ciudadanos gracias al activismo digital, muy a diferencia de lo que antes sucedía; de nuestra gastronomía y de nuestro entorno natural. Falta, pero hay un avance de unas cuantas leguas si lo comparamos con las últimas décadas del siglo pasado. La censura, que además no es total, no ha podido evitar que la población se entere de las cosas.
El fin de la alegría, el enfrentamiento con el chavismo y ocaso de la sociedad del espectáculo han extinguido el vicio público del amarillismo, una verdadera dolencia de la comunicación contemporánea, especie de bacteria que florece en el marco de las libertades públicas, casi siempre para idiotizar a las audiencias y naturalizar sus infortunios con payasadas. A nadie en Venezuela se le ocurriría hoy, como sí sucedía antes, y como sucede en el extrarradio, vender a la noticia como un “show”.
Hoy, por el contrario, se impone el recato, la precisión, el fundamento y la corrección política: algunos capítulos de la Radio Rochela de los años ‘80 y ‘90, con sus torpezas xenófobas y su homofobia, por ejemplo, difícilmente serían aceptadas en el contexto de la sociedad actual. Aparecerían las consabidas disculpas posteriores en comunicados torpemente redactados, como tantas veces ha ocurrido últimamente.
Cambian las cosas, pero todavía existen. Cambian, también, los ciudadanos que emigran: luego del dolor de la partida siguen enhebrando tejido vital en otros lugares, y van asentando sus gustos con la madurez, mutando sus impresiones, valorando con otra óptica lo que antes se detestaba y tomando distancia de aquello que alguna vez se había amado, como todo en la vida, calibrando, por igual, su pasado en Venezuela junto a su presente en otro lugar.
Lo habitual es que formalicen un contrato social más consistente con el país que los acoge y diversifiquen sus afectos y expectativas con nuevas experiencias. Como es natural, su margen de tolerancia ante las contradicciones de la pobreza y los disparates del subdesarrollo es ahora más estrecho. A veces, cuando se descuidan, incluso luego de dar gracias a Dios por no estar aquí, se les desborda la añoranza y nos toman de sorpresa. Muchas veces están más informados de lo que aquí sucede que quienes se quedaron.
Con el paso del tiempo adquieren otra nacionalidad y echan raíces en otros parajes, con lo cual les va retoñando una identidad alterna, una segunda identidad, que es distinta a la venezolana, y a la vez convive con ella. Cuando volvemos a verlos, o cuando nos visitan, comprobamos que ellos también, como Venezuela misma, han cambiado mucho. Ahora compartimos con ellos unas zonas emocionales y no compartimos otras. Son venezolanos, que ahora también son americanos, españoles, canadienses, italianos o colombianos.
Venezuela ha cambiado, y ellos, como los que nos quedamos, formamos parte de ese cambio, pero Venezuela sí existe y no es correcto afirmar lo contrario. Es absolutamente incorrecto que un emigrante le diga a otro que “la Venezuela que añoras ya no existe”. Venezuela es una nación viva que no ha querido perder la esperanza, aún a pesar de su prolongado infortunio.