“Bestia Afilada. Alzar la cara hacia donde se supone cielo abierto defrauda al primer toque de ojo. Desde allá le caen las luces de los autos, pasan las luces de los autos pájaros disparados como en la montaña rusa de los parques de diversiones. Ciudad de circulación celeste, marcada por el neón, invención veloz del concreto pretensado. Y pasan mil faros. Mil faros más”.
Asfalto-Infierno de Adriano González León
Es bien sabido que a los niños les encanta explorar el mundo, correr por doquier con sus piernas en pleno desarrollo. Cualquier pediatra recomendaría que los niños corran y hagan ejercicio. Entonces, ¿debería ser algo que facilitaran los padres y las comunidades? A pesar de ello, es más que evidente que la infraestructura de nuestras ciudades no da lugar a ese esparcimiento infantil; después de todo, entre las primeras cosas que nos piden nuestros padres es que tengamos cuidado al cruzar por una calle.
A partir de este pequeño ejemplo es fácil apreciar que las grandes metrópolis urbanas no fueron construidas teniendo a las personas en mente -sean adultas o infantes-. En el ecosistema urbano, el concreto se superpone sobre la maleza, y las máquinas de aleaciones de acero predominan sobre los frágiles cuerpos de carne y hueso. Las ciudades se mueven a un paso acelerado, con un flujo constante sobre sus autopistas y elevados; pero habría que cuestionar si ulteriormente se están llevando y conectando personas, o somos meramente un rezago.
Un autor no tan conocido en lo que concierne al estudio de la modernidad es el sociólogo alemán Georg Simmel, a pesar de ser de los primeros en su campo en preocuparse por la vida en la metrópolis. En uno de sus trabajos más relevantes al respecto, Simmel trata el tópico de la constitución de la individualidad en la modernidad, contemplándola como el resultado de procesos históricos y de las nuevas estructuras sociales que reconfiguran los roles que pueden asumir los individuos, a partir de la fractura con las viejas costumbres e instituciones que subsumían al individuo. La vida moderna dio cabida a que las personas se concibieran como singulares y libres, algo estrechamente ligado con la especialización del trabajo. De acuerdo a Simmel, el fundamento psicológico de la individualidad en la metrópolis es:
La intensificación de la vida emocional producto del constante y rápido cambio de estímulos internos y externos. El hombre es una criatura cuya existencia depende de la diferencia; es decir, que su mente sea estipulada por la diferencia entre las impresiones recientes y las pasadas (Simmel, 2012).
La anterior cita es bastante llamativa, aunque el trabajo de Simmel haya tendido a preocuparse más por la espacialidad, el sociólogo ya advertía que la vida en las urbes no solo se constituía mediante la fragmentación de la subjetividad, sino el cambio vertiginoso -generalmente en aumento- de velocidad. El hombre moderno parece entonces exponerse constantemente a estímulos que aparecen y desaparecen con igual estrépito y violencia, siendo bombardeado por imágenes siempre impredecibles y en constante movimiento.
El incremento exponencial en la velocidad con el que los agentes se desplazan y son bombardeados por incontables estímulos que parecen ir de la mano con los procesos del capitalismo, por cuanto el flujo del capital que atraviesa cualquier operación cotidiana, empuja a los agentes económicos a moverse a su descontrolado paso. Al fin y al cabo, el capital solo se realiza en tanto que el plusvalor circula y se revaloriza. Al respecto, Paul Virilio en Speed and politics nos habla de una «circulación habitable», donde las multitudes que constituyen el metabolismo social son convertidas en trayectorias móviles (Virilio, 2006, p. 31); los gobiernos en la modernidad procuran regimentar el movimiento de estas masas al servicio de la constante acumulación del capital e intensificación del valor, siendo una de las mayores preocupaciones de los distintos partidos el asunto del transporte de esa fuerza de trabajo, mientras que las revueltas y protestas se realizan siempre en la calle, donde el movimiento de los engranajes se interrumpen y los propios revolucionarios se convierten en motores productores de velocidad (p.29).
Asimismo, dicha acumulación solo puede sostenerse mediante un estado de excepcionalidad, una organización militarizada que estructura las operaciones, circuitos y cadenas de insumos que prioricen el movimiento estratégico en medio de bloques sólidos, funcionales y amovibles; “la gran máquina inmóvil”, dice Virilio, se transforma en “la máquina móvil” cuando el liberalismo económico demanda dejar atrás los conflictos territoriales al término de la Primera Guerra Mundial (pp. 63-64). Tanto las autopistas como los portales web están distribuidos de tal forma que permiten coordinar el tráfico de vehículos, usuarios y datos en torno a centros financieros o servidores centrales. Si bien la seguridad y vigilancia parece dar paso a la conectividad, se trata de un mero espectáculo, pues las ciudades constituyen modos de representación e interfaces complejas donde los símbolos virtuales adquieren una propia agencia que no es más que una permutación del sujeto autónomo del dinero y la paranoia estatal. Las ciudades son vastos búnkeres-campos que se cierran sobre sí, controlando el flujo de información ya no de forma diagramática, sino virtual.
Pareciera que la revolución industrial y la urbanización fueron, ante todo, una revolución de la velocidad, una revolución dromológica. La modernidad se ve asentada sobre el concreto armado, las redes de información y tráfico destinadas a incrementar la velocidad de los procesos sin sopesar los recurrentes «accidentes» que implica correr a grandes velocidades. El hombre moderno es el hombre de la logística, el hombre-máquina que emerge de la desinhibida hibridación entre la tecnología y la vida social. James Graham Ballard es un autor que no puede dejarse de lado, ya que su pulso fue capaz de ilustrar lo mórbido de las edificaciones terminales de los centros urbanos, las industrias y las autopistas, “el paso elevado de hormigón y el sistema de autopistas en el que estaba abandonado habían empezado a adquirir un tamaño cada vez más amenazador” (Ballard, 2014, p. 49). A su vez, la aceleración y mecanización de la productividad no puede realizarse sin un movimiento parejo en la esfera del consumo; la alienación empuja a los individuos a una deuda de insatisfacción, una constante prórroga que solo exige más inversión mecanizada, degenerando en una afectividad [intensidad] aséptica (Fisher, 1999, p.19).
En su interrogación del proyecto de la modernidad, Giann Di Giuseppe (2022) nos trae a Bruno Latour para arrojar luces sobre la constitución paradójica de esta concepción temporal. En la modernidad el hombre rechaza su pasado híbrido compuesto por lo no-humano o instintivo y la agencia racional de la que desprende el socius. En su incisión, el sujeto moderno se confronta a las paradojas duales de abismarse por una naturaleza que intenta contener en un pequeño laboratorio, y ser el pilar de un Leviatán que trasciende a sus súbditos. Al final, lo moderno como proyecto humanístico se accidentó con la contradicción de dar paso a lo inhumano, lo inorgánico y maquínico.
La ciudad brutalista
La dureza de las estructuras que comandan nuestra vida en los centros urbanos hace evocar de inmediato al movimiento arquitectónico del brutalismo, que tiene sus orígenes en el propio modernismo británico, alzándose como rechazo a la nostalgia que embargaba a las sociedades en los tiempos de la posguerra. Austero y sin pretensiones de imbuir el progreso de la belleza artística, el brutalismo expone al concreto armado y el hormigón a la vista de todo transeúnte o habitante, anteponiendo la funcionalidad de lo inhumano. Al respecto, Michael Truscello (2020) estudia la retórica e imaginario que rodea la estética brutalista en lo infraestructural, aludiendo a una micropolítica tanto vial como energética e hidráulica, con las complejas redes de autopistas, represas y tuberías de gasolina o gases diseñadas para mover una agenda del progreso ordenado y metódico que esconde un discurso nacionalista. Considerando las implicaciones medioambientales de las industrias pesadas, no es una exageración hablar de un régimen necropolítico.
Al hablar de industrias pesadas, donde destaca el sector petrolero, no podría concluirse esta discusión sin hacer mención a Venezuela, y en particular de su capital, Caracas. Esta ciudad destaca por sus varias construcciones de estética brutalista, siendo el Teatro Teresa Carreño uno de los ejemplos más icónicos a nivel cultural. No obstante, otras de sus construcciones como el Helicoide, son más representativos de la promesa de modernización que, en su hambre de futuro, da paso a horrores revestidos de técnica y orden. Esta obra se ideó a principios del siglo XX como parte de esa visión vanguardista de acercar a Caracas a las grandes metrópolis, con su diseño de espiral inspirado en la relación entre geometría, movilidad automovilística y consumo de Frank Lloyd Wright. Este proyecto se posicionaría en los años de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez como una «acrópolis» que se postraba sobre el cerro como una figura civilizadora y ordenadora en medio del crecimiento irracional de la ciudad.
Posterior a la dimisión de Pérez Jiménez, el proyecto inacabado no encontró asidero de inmediato entre los partidos del puntofijismo al vincular la obra con los horrores del autoritarismo. Irónicamente, el Helicoide pasaría a ser un centro operativo policial y represivo en los años ‘80, luego de ser una obra abandonada refugio de marginales. Este ha sido empleado por la administración militarista del PSUV como una eficiente herramienta de vigilancia y control de masas; creo que Michel Foucault tendría mucho para comentar al respecto.
Lo anterior ilustra no solo la casi poética relación entre la estética brutalista, la velocidad y la crudeza lógica de la modernidad -que incluye a los distintos experimentos fallidos de tintes socialistas-, sino que nos invita a pensar sobre la modernidad en naciones como Venezuela. Suele hablarse de una «modernidad» que apenas fue, como bien lo recalca Edson Cáceres (2022) en su trabajo sobre la vivienda venezolana, dado las irrupciones de las dictaduras, debacles económicas y la degeneración del modelo socialista. En este sentido, pareciera que Venezuela permanece petrificada entre la nostalgia de una modernidad que no fue, y las consecuencias del accidente de la hipermodernidad. No obstante, es posible que la Venezuela que conocemos sea otra de las consecuencias de la modernidad como proyecto, con una capital que concentra gran parte del poder financiero, pero que hoy en día es tan poco accesible por el deterioro de la infraestructura financiera y transportista.
Quizá como lo advertía Mark Fisher, las infraestructuras de concreto en proceso de colapsar bajo la agitación podrían desvelar los cimientos que permitan al proyecto de la modernidad actualizarse o sublevarse, pero habría que repensar si debajo del cemento podría emerger algo que es humano en lo esencial, o que en cambio exceda las contradicciones entre lo orgánico y lo inorgánico.
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Referencias:
-Ballard, J.G. (2014). Concrete Island. London: Fourth Estate.
-Cáceres, E. (2022). La vivienda: ethos venezolano. La Gran Aldea. https://lagranaldea.com/2022/11/20/la-vivienda-ethos-venezolano/
-Di Giuseppe, G. (2022). La modernidad: ¿proyecto inconcluso o irrealizable? La Gran Aldea. https://lagranaldea.com/2022/11/20/la-modernidad-proyecto-inconcluso-o-irrealizable/
-Fisher, Mark (1999) Flatline constructs : Gothic materialism and cybernetic theory-fiction. PhD thesis, University of Warwick.
-Simmel, G. (2012). The metropolis and mental life. In The urban sociology reader (pp. 37-45). Routledge.
-Virilio, P. (2006). Speed and politics: An essay on dromology. Semiotext(e).