Consideremos la siguiente trama: un hombre retoma la lectura de una novela sobre el sillón de terciopelo verde a espaldas de la puerta de su estudio. Se abandonaba al rol de testigo/lector de una historia que desembocará en el asesinato de un hombre a manos del amante -presumimos- de su esposa. Curiosamente, mientras más se adentra a la conclusión de la novela, más presente se le hace su entorno: la textura del sillón, el viento que ve bailar bajo los robles a través de la ventana. Con todo, la novela lo absorbe. Lee con atención cómo el amante sujeta en su pecho el puñal con el que plantea consumar el acto pasional, avanzando puerta por puerta hasta llegar a la habitación de su próxima víctima. Al concluir, el cuento da un giro: el hombre que el personaje de la novela se propone asesinar es el mismo que está sentado sobre un sillón de terciopelo verde leyendo dicha novela.
Así concluye Continuidad de los parques, una creación literaria de Julio Cortázar que representa un ejemplo de narrativa autorreferencial. El asesinato del hombre en el sillón de terciopelo es una alegoría de los alcances de su involucramiento en la novela en calidad de lector, poniendo de relieve su rol activo en la ficción. Se trata de una metaficción en la medida en que problematiza cómo la narrativa interpela al lector para provocar su coparticipación en la producción de significados.
La metaficción, si bien es un recurso que data de mucho antes, es una característica recurrente en las manifestaciones artísticas posmodernas. Las narrativas autoconscientes en particular buscan poner el foco sobre la relación ontológica entre ficción y realidad, transgrediendo el juego tradicional en el que la ficción prescribe la imaginación de los lectores1. Romper las convenciones modernas era rebelarse contra la premisa de que el storytelling es la representación de una realidad extratextual. La corriente posmoderna se consideraba “una literatura liberada de los arneses culturales de la narración mimética y libre para lanzarse a la reflexividad y las meditaciones autoconscientes acerca de su naturaleza”2. De esta manera, el texto finalmente podía sostenerse a sí mismo, reclamar una existencia propia distanciada de una realidad exterior o incluso de la intencionalidad del autor.
Pero, ¿pueden generarse consecuencias inusitadas de las narraciones que se problematizan a sí mismas y, con ellas, a la ficción en general? Un ensayo titulado E Unibus Pluram del año 1993 representa una disertación muy clara al respecto. Su autor, David Foster Wallace, expone y cuestiona la actitud cínica que la cultura pop, especialmente la televisión, estaba explotando a través de la metaficción.
Wallace es el connotado escritor norteamericano que desde muy joven recibió la aclamación de la crítica por novelas como The Broom of the System (1987) e Infinite Jest (1996), su magnum opus de poco más de 1.000 míseras páginas. Profundamente influenciado por las ideas de Ludwig Wittgenstein, su obra literaria busca trascender las etiquetas tanto del modernismo como del posmodernismo. Gran parte de su literatura reflexiona sobre la comunicación y su propia condición de escritor, razón por la cual argumentó abiertamente contra la idea posmoderna de «muerte del autor». Pero, sin duda, uno de sus mayores legados es su declarada guerra contra la ironía posmoderna que califica como “agente de una desesperación enorme y de una parálisis de la cultura”3, lo que lo puso en el lado opuesto del debate a escritores como Bret Easton Ellis, autor de American Psycho.
Pese a que es un ensayo de la década de los noventa y está referido principalmente a la cultura pop norteamericana, la vigencia de E Unibus Pluram se debe a que sigue estando viva la preocupación por la autenticidad en una cultura de masas que hace uso del cinismo y la ironía como principales recursos, especialmente en la era de la posverdad.
En este ensayo, Wallace insiste en que la relación de la televisión como medio de masas con los televidentes era sumamente problemática, pero su disertación se distancia de las críticas insulsas que caían en el lugar común de señalar con dedo acusatorio el nivel de decadencia cultural como consecuencia del uso de fórmulas repetitivas o la embriaguez del entretenimiento y las apariencias. La “civilización del espectáculo” no es el blanco principal del autor, si bien es tangencial a lo que critica.
En tal sentido, el ensayo es mucho más original: su idea es que el potencial destructivo de la televisión reside principalmente en la explotación de la ironía posmoderna mediante la metaficción, con efectos sobre la cultura, la narrativa literaria y, a la larga, el sentimiento de alienación de la humanidad.
Retrocedamos un poco en el tiempo: en la década de los setenta, the land of the free era culturalmente el escenario de la reacción conservadora a los movimientos por los derechos civiles, los clamores contra la guerra de Vietnam y, en general, la contracultura alienante de los sesenta. Se vivían las expectativas que la llegada del hombre a la Luna había generado con respecto a las posibilidades de la civilización. Para entonces, el reemplazo de la radio por la televisión como medio de masas por antonomasia ya se vislumbraba inevitable: años después canciones como Radio Ga Ga de Queen, de 1984, se inspiraron en la constatación de este hecho y la añoranza de la radio frente a lo audiovisual.
Esto convertía a los setenta en lo que Waldrep (2013) califica como “un laboratorio para experimentar con la creación de uno mismo” (p. 2). Quizá ello explique por qué para Wallace las narrativas presentes en la televisión de esta década estaban principalmente dirigidas al exterior, señalando una idea de «normalidad» americana, versiones embellecidas de la realidad, probablemente en búsqueda de retratar aquello a lo que el ciudadano promedio debía aspirar.
En cambio, el transcurso de la década de los noventa ve trastocada esta relación en el contexto de un supuesto triunfalismo del mercado frente a la economía planificada y el impulso de un nuevo individualismo. La televisión para entonces se había constituido en un instrumento definitorio de la atmósfera cultural que ponía en uso la autorreferencialidad para burlarse de sí misma, abandonando la referencia hacia el exterior que se destacó anteriormente. Cualquier crítica o reflexión sobre la cultura diseminada por la televisión perdía sentido cuando este medio se anticipaba y abusaba de la ironía para reírse de su propia capacidad para banalizar. Esta situación engendraba en el ethos americano una dualidad que Wallace describía como la fascinación y el desprecio simultáneos hacia los mecanismos de la televisión como fuerza cultural.
En esta instancia, se describen programas televisivos enteros que basaron su éxito y rentabilidad en el hecho de exponer todo aquello que de la televisión es criticable, reforzando, a la vez, su predominancia como acontecimiento cultural. Esta autorreferencialidad estaba al servicio de las narrativas -anuncios publicitarios, sitcoms, reality shows, series, etc.- que exhibían sus fórmulas con un tono cínico e irreverente antes de que alguien más fuera capaz de hacerlo. Esto tenía el efecto de rendir irrelevante cualquier crítica externa: cuando algo está abiertamente orgulloso de su propio cinismo, señalarla difícilmente tenga alguna incidencia en contrarrestarlo.
La metanarrativa televisiva, al ser apropiada por un medio que constituía para entonces el eje cultural y económico del capitalismo tardío para las masas, se pone al servicio primordialmente del consumo. El uso de la ironía posmoderna permitía a la televisión mantenerse vigente como producto de consumo al hacer que el televidente americano promedio -un Joe Briefcase, como lo denomina Wallace- se sintiera alienado de la multitud y, al mismo tiempo, como parte de ella, pero en calidad de televidente.
De hecho, E Unibus Pluram, cuya traducción al español es «de uno, muchos», es una inversión de la consigna norteamericana E Pluribus Unum, que significa «de muchos, uno». Con ese título, Wallace señala esa contradicción que se evidencia cuando, por un lado, formamos parte de una inconmensurable masa de espectadores o consumidores de contenidos, pero, por otro lado, aumentan las distancias entre nosotros porque es más fácil recurrir al escapismo del entretenimiento que enfrentar los costos emocionales y psicológicos que implica relacionarnos con otros.
No es que este sentido crítico de la ironía hubiese pasado desapercibido antes de Wallace. En un texto titulado Sócrates, ironía y tradición, Giann Di Giuseppe señalaba con referencia a Sócrates el “uso de la ironía como un mecanismo de negatividad pura que trabaja dialécticamente en oposición a la positividad del interlocutor, pero sin llegar a una síntesis”4. En efecto, en siglos previos ya filósofos como Kierkegaard habían identificado y señalado la «negatividad» de la ironía socrática, mediante la cual el filósofo griego fingía ignorancia para poner en duda las creencias arraigadas en sus interlocutores, pero sin pretender la propuesta de contenidos positivos como sustitutos.
En los diálogos de Platón, Sócrates usa la ironía como una máscara para iniciar una dialéctica que concluiría en que sus interlocutores caigan en cuenta de las contradicciones en las que incurren al defender sus valores tradicionales. La «negatividad absoluta infinita» de la ironía reside en que este movimiento dialéctico desemboca en aporías, en lugares sin resolución, ya que su intención reside en “preguntar no con interés de respuesta, sino para succionar a través de la pregunta el contenido aparente, dejando en su lugar un vacío”5. Aun así, la ironía asistía a Sócrates en su propósito de dar parto al espíritu. Kierkegaard estaba fascinado de que, aun con este procedimiento negativo, Sócrates lograra que otras personas reconsideraran aspectos de sus creencias y sus vidas. De esta manera, si bien la ironía no logra reconstruir allí donde destruye, al menos “eleva al individuo por encima de su existencia inmediata”6.
De forma similar, la actitud posmoderna rebelde expresada en la ironía y la metaficción se proponía en sus inicios interpelar el estatus ontológico de la narrativa y poner en duda la aspiración de la narrativa modernista de acceder a una realidad producto del individualismo subjetivista. Sin embargo, cuando este artificio se institucionalizó y anquilosó en la industria de la cultura pop a través de la televisión -con efectos posteriores en la literatura norteamericana-, se neutralizó la función crítica y esclarecedora de la metaficción. En otras palabras, la ironía ya no sirve a la crítica, sino que más bien la subyuga.
La lectura del ensayo no nos lleva a concluir, sin embargo, que la metaficción ha agotado sus posibilidades. El mismo Wallace incorporaba dentro de su narrativa recursos como la no linealidad, la autorreferencialidad y la parodia, lo que le valía erróneamente el calificativo de posmoderno. Así, podría parecer que nos encontramos frente a una contradicción o, peor aún, podría incluso argüirse que la crítica irónica a la ironía no es más que otra vuelta de tuerca dentro de una espiral de autorreferencialidad, una serie infinita de reflejos dentro de un laberinto de espejos vacío.
No obstante, lo fundamental para entender las ideas de Wallace reside en que, sin apostar por la nostalgia a la literatura moderna, reniega de la incorporación de la ironía y otros recursos literarios propios de la posmodernidad por puro estilismo o al servicio del nihilismo. Desde su perspectiva, romper las reglas en el arte debe tener algún sentido superior a la mera autocomplacencia. Al respecto, esto dijo Wallace en una entrevista en Italia en el 2006:
Muchos de los escritores que admiro, no sé si yo soy uno de ellos, están interesados en utilizar técnicas posmodernas, estéticas posmodernas, pero utilizándolas para debatir o representar verdades humanas muy antiguas, tradicionales, que tienen que ver con la espiritualidad y la emoción y la comunidad, e ideas que la vanguardia consideraría muy anticuadas. Es una especie de fusión. Utiliza técnicas formales posmodernas para objetivos muy tradicionales. Si existe un grupo así, ese es al que quiero pertenecer7.
Wallace quiere apostar por trascender la función de la ironía que se limita a poner en duda o dejar en evidencia, de modo que la crítica avance de la ridiculización a la redención. Para ello, si la ironía posmoderna resulta de la evocación de la rebeldía institucionalizada, la solución propuesta es la antirrebeldía: Wallace conmina a los antirrebeldes a recuperar la ingenuidad, a suspender el escepticismo y creer en la honestidad del autor, aun si es una obra de ficción. Su misión es abogar por la candidez en lugar del cinismo porque está observando los efectos negativos que está teniendo en la cultura y en nuestras relaciones.
De esta forma, si bien nuestro autor no indica exactamente en qué consiste este mundo postirónico al que aspira, sí nos indica que abandonar el cinismo y apropiarnos de nuestra vulnerabilidad -incluso si eso implica enfrentarse a las acusaciones de sentimentalismo-haría posible generar formas genuinas de comunicarnos que no estén mediadas exclusivamente por la dialéctica negativa de la ironía. Esta apuesta por nuevas formas de sinceridad a través de la resignificación de la metaficción tendría como propósito salvarnos del desamparo y del sentimiento de soledad que impide enfrentarnos a la6 contingencia desde una actitud creativa.
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(1)Kendall Walton, Mimesis as Make-Believe: On the Foundations of the Representational Arts (Harvard University Press, 1990), 80.
(2)David Foster Wallace, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (Literatura Mondadori, 2011), 46.
(3)Algo supuestamente…, 63.
(4)Giann Di Giuseppe,“Sócrates, ironía y tradición”, Caracas Crítica, https://bit.ly/3R2lgVb.
(5)Soren Kierkegaard, Sobre el concepto de ironía (Madrid: Trotta, 2000), 103.
(6)Sobre el concepto…, 113
(7)Manufacturing Intellect.“David Foster Wallace visita Italia”. YouTube, 27 de diciembre de 2018. Video, 8:35. https://youtu.be/UI2UnmEWfrw