Tuvo suerte, sin embargo. Sucedió en Chacao, donde el día anterior había sido asesinado un estudiante de 31 años, por protestar. Gabriel Osorio no estaba protestando sino haciendo su trabajo para la agencia Orinoquiaphoto de la cual fue fundador y en la que, a la fecha, se habían incorporado más de cincuenta profesionales de diferentes partes del país. Una agencia free lance para reportar los sucesos de Venezuela, pero también los acontecimientos de su cultura y noticias curiosas. Esto es importante anotarlo, el hecho de que Gabriel Osorio, el segundo de tres hermanos caraqueños nacidos en una familia clase media, fuese líder de un emprendimiento colectivo cuando unos individuos de la Guardia Nacional le dieron de patadas hasta hartarse. Debe anotarse porque, después de ese encuentro con la Guardia Nacional, a Gabriel Osorio se le han quitado bastante las ganas de emprender nada. Vive actualmente junto a su pareja en una ciudad californiana en medio de la nada, Riverside. Ese estado de la Unión es enorme, últimamente le han cabido todos los desastres de la naturaleza por culpa del cambio climático.
Otra cosa que debo anotar, antes de transcribir el testimonio de Gabriel para recordarle al lector lo que sufrió, es que Rafael Uzcátegui, de Provea, y cuatro defensores más de los Derechos Humanos en Venezuela estuvieron en Madrid a finales de noviembre pasado y se reunieron con un nutrido grupo de venezolanos que se dio cita en Casa de América. También se reunieron con autoridades españolas. Cuando uno les plantea a este importante grupo, después de escuchar sus informes y opiniones en torno al arsenal de crímenes que comete el Estado venezolano contra sus ciudadanos todos los días, qué pueden hacer los periodistas venezolanos en el extranjero ante esa situación, Uzcátegui responde: no contribuyan a normalizar la crisis venezolana. El tema debe permanecer en las redes, en los medios. No lo dejen languidecer.
Pues bien, aquí va el testimonio de Gabriel Osorio.
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Me vine a Estados Unidos en 2018, donde tengo amigos. Soy el último que me vine de mi familia. En 2017 me reencontré con quien sería mi esposa, Elena Cardona, egresada de Letras, de la Central. Nos fuimos a Estados Unidos gracias a una beca que ella se ganó para estudiar en la Universidad de California: estudios de postgrado. Fue una salida por la puerta grande, después de buscar tantas salidas… No, yo no me gradué en ninguna universidad, entré en el periodismo en el 2000 como colaborador de [la revista dominical de El Nacional] Todo en Domingo. Luego me contrataron en la revista Primicia.
El 15 de febrero de 2014 a las 9:00pm, más o menos, estaba en Chacao por mi propia cuenta, cubriendo los enfrentamientos entre la Policía y los estudiantes. En esa época era uno de los directores de Orinoquiaphoto: habíamos logrado conformar una red importante. Cuando no teníamos solicitudes [de algún medio o agencia internacional o nacional que les contratara], íbamos, de todos modos, a cubrir los sucesos. Lo que quiero decir es que yo estaba allí no por una asignación sino como un ciudadano que quiere documentar los hechos, pero bien identificado con el carnet de la FIP [Federación Internacional de Periodistas] y del Sindicato. Estaba en la calle que pasa por la PTJ, subiendo desde la Francisco de Miranda hacia el Centro Comercial San Ignacio; antes de llegar a la PTJ, hay una calle que atraviesa de este a oeste. Yo estaba en esa calle, no en el sitio preciso del enfrentamiento: buscaba imágenes no de denuncia sino curiosas. Me encontraba sentado en la entrada de un edificio, del lado sur, esperando que pasara una nube de humo de gas: tenía la máscara puesta y un casco. De repente veo a un Guardia Nacional que viene pasando, me mira, me levanto, pongo las manos arriba y digo «soy de la prensa» pero, al decírselo, sentí que fue como si le pidiera «anda, dispárame». Cargó la escopeta y comenzó a disparar.
Empecé a correr, iba huyendo y escondiéndome detrás de los carros estacionados y cada vez que me asomaba el hombre me disparaba con la escopeta de perdigones… hasta que se me acabaron los carros, y en ese momento me di cuenta de que tenía que cruzar la calle para meterme de carrera hacia el otro lado, pero en lo que crucé uno de los disparos me dio en la pierna y me caí al piso. Fue como una patada. Seguía con la máscara puesta. En lo que me voy a parar me doy cuenta de que estoy rodeando: van llegando. Eran entre siete y doce guardias nacionales. Me agarraron tres por un brazo, tres por el otro brazo.
Se me acerca el que es como más antiguo del grupo, el que está comandando ese pelotón y me dice:
-Dame la cámara.
-No, es mi instrumento de trabajo, soy de la prensa.
-Que me des la cámara o te la quito.
-No te la voy a dar.
Entonces saca una pistola 9 milímetros, me la pone en el pecho y me dice:
-Última vez que te lo digo.
-No te la voy a dar porque estoy trabajando.
Volteó la pistola y me dio con la cacha en la cabeza. Caí al suelo, pero abrazando la cámara. Cuando traté de incorporarme comienzan a patearme, buscando costillas y genitales. Y la cara, también buscaban la cara. Estaba en el piso boca arriba, ellos dándome puntapiés y con las culatas de los fusiles, yo arrastrándome hacia un carro estacionado cerca; me arrimé al carro, de forma tal que no pudieran rodearme totalmente, sino solamente por un ladito… Bueno, se organizaron en fila, o sea, empezaron como a hacer cola y durante un buen rato, por turnos, me patearon. Intentaron romperme la máscara, pero no pudieron; sin embargo, en el forcejeo el humo de las bombas entró, y el escozor se mezcló con el sabor de la sangre en la boca. La sangre de la herida en la cabeza. La gente les gritaba a los guardias desde los edificios que me dejaran. «Suéltenlo, cobardes, hijos de puta…». Me quedé ahí en posición fetal. Hasta que los tipos lo dejaron o se cansaron de dar patadas. Salí de debajo del carro, todo el tiempo con la cámara abrazada, y me fui hacia una calle ciega, la Sucre, donde hay una panadería que hace esquina… Corrí unos metros, se me fueron los tiempos y me desmayé. Lo siguiente que recuerdo es que me llevaban cargado, iba arrastrando los brazos. Unos estudiantes me auxiliaban.
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Esta misma narración la hizo ante las autoridades correspondientes y ante quienes se ocuparon de su defensa; luego de todos estos años, tal vez no haya sido muy feliz hacérsela repetir por WhatsApp, tras las terapias y las pesadillas y todo eso.
Los muchachos que lo auxiliaron lo llevaron hasta un edificio al final de la calle ciega, paradójicamente llamado Venezuela. Le dieron algo de beber y algún menjurje para atenuar los efectos del gas inhalado. Le limpiaron la herida en la cabeza. Llamaron a una ambulancia que tardó algo pero que, a fin de cuentas, lo trasladó a Salud Chacao. Le dieron cinco puntos en la cabeza, aunque no está muy seguro del número de puntos. Le anunciaron que tenía una costilla fracturada y otras dos con fisuras.
Aparte, le dañaron dos lentes de la cámara y algunos materiales. Su equipo era Nikon, los dos lentes que cargaba con su cámara los valoró en unos 4 mil dólares. Quedaron destrozados. Pero la cámara, Dios santo, no la soltó. Dice Gabriel que, además de todo esto, está el daño sicológico. Agrega que ese episodio le cambió la vida. Piensa que lo más duro de todo fue (aun cuando no lo haya dicho con estas palabras) verse desnudo ante su propia vulnerabilidad.
-Tú me conoces, soy un tipo grande, me sé defender, quizá pude haberle dado un camarazo o un coñazo a un tipo de esos, pero entonces no hubiese sido yo; todos los fotógrafos venezolanos habríamos sido unos delincuentes. Por eso me quedé así, y pensé que mejor era protegerme para salir corriendo en cuanto pudiera.
Hizo las denuncias. Espacio Público se hizo cargo, el activista por los Derechos Humanos de los periodistas Carlos Correa lo llamó primero que nadie y le dijo «caramba, Gabriel, otra vez…» (en efecto, ya le había visto de cerca el rostro al chavismo, mucho antes: en 2002 había sido agredido por una turba durante una manifestación frente al Tribunal Supremo de Justicia, cuando algún miembro de algún colectivo lo señaló y gritó «este es de la CIA»). A través de Espacio Público le asignaron un abogado y hubo una denuncia formal con todos los puntos.
Lo llevaron con el médico forense y el mismo médico le dijo que lo suyo no iba a prosperar.
-Ya tú vas a ver que no prospera.
Pero él se empeñó, contra todos los augurios. Meses después recorría la zona del suceso preguntándoles a los vecinos, de casa en casa, si por casualidad guardaban algún video u otra evidencia de la brutalidad cometida.
-Llevé todo al Ministerio Público -recuerda- y ellos dijeron que no había elementos suficientes para identificar a los guardias nacionales. Se sabía que eran funcionarios pero no era posible identificar ni siquiera el grupo. Incluso fui a la Guardia Nacional en El Paraíso y me pusieron un libro con fotos y tal pero… No sé, aquel montón de carpetas de doscientos folios cada una… Como si me dijeran «ajá, búscalos, pues». Esa era la actitud. De modo que la cosa quedó así. La del fiscal era poco más o menos la misma. Como si supiera que eso jamás llegaría a ninguna parte.
-¿Sentías el apoyo de alguien, de alguna entidad gubernamental?
-El único apoyo que yo sentía era el del abogado que estaba conmigo.
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Sí, la historia de la acción delictiva de la Guardia Nacional contra Gabriel Osorio está suficientemente documentada. Lo que no está documentado es el daño permanente que se le hace a la víctima en estos casos y que aún aguarda por resarcimiento. Cuenta Gabriel que después de todo esto tenía miedo de salir de su casa, hasta de ir tan solo a la panadería. Lo acosaba la idea de que lo estaban persiguiendo. Llegaba a su casa, veía una chaqueta colgando en el perchero y se alarmaba.
-Uno se pregunta «tanto luchar y al final, ¿para esto?» Una herida en la cabeza, dolores en la costilla cuando hace frío, las marcas de los disparos en las piernas; esas heridas por perdigones fueron como si me hubiesen pegado tabacos de brujo en la piel. Estuve haciendo terapia mucho tiempo… de hecho, a partir de eso empecé a practicar Aikido. Me mantiene sano y tranquilo. Es un arte defensivo que se relaciona con la energía positiva. Ahorita estoy en Estados Unidos, trabajando para recibir mi cinturón negro. También trabajo con niños especiales, dando clases de defensa personal y de cómo superar situaciones de peligro. No he abandonado la fotografía pero ahora es mucho más difícil. Estoy en una ciudad en medio del desierto.
Su trabajo era muy valorado en Venezuela. Expuso en el Museo de Bellas Artes un trabajo que hizo con los indígenas Warao, que fue publicado por la multinacional del petróleo Total. Además tuvo la iniciativa de abrir una galería dedicada a la fotografía en el centro cultural Hacienda La Trinidad.
-Después de aquello le perdí el gusto a emprender cosas -dice Gabriel-, entré en una depresión profunda. Me ponía a llorar a cada rato; además, se supone que yo era un fotógrafo experimentado, tenía alumnos, les daba consejos… y me pasó a mí, no hice lo que les aconsejaba a ellos que hicieran: que no estuvieran nunca solos en casos como el de Chacao. Fue duro. Sé que a otros periodistas les ha pasado cosas peores.
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No fue sino hasta 2017 que Gabriel volvió a salir con su cámara a la calle. Recoge un informe de Human Rights Watch que en marzo de ese mismo año la Sala 3 de la Corte de Apelaciones de Caracas confirmó el sobreseimiento de una investigación por trato cruel y lesiones perpetradas en contra del fotorreportero Gabriel Osorio. Osorio recibió impactos de perdigones y golpes en el cuerpo supuestamente por parte de funcionarios no identificados de la GNB. El Ministerio Publico pidió el sobreseimiento de la causa «por no lograr identificar a los responsables».
Si el individuo que le dio el cachazo en la cabeza se hubiese quedado, como quiso y no pudo, con la Nikon de Gabriel, se habría encontrado con una de las fotos que Gabriel buscaba aquel día y sí había conseguido, una de esas «fotos curiosas»: en lo que parece ser la Avenida Francisco de Miranda, de noche, un BMW descapotable de un rojo pulido se desplaza a toda marcha mientras la gente trata de apartarse (manifestantes o no, no queda claro) para no ser atropellada: dos novios que sin duda vienen de casarse, él de frac y ella de traje blanco, van a su aire montados sobre el espaldar del asiento trasero, el carro convertido en carroza nupcial. Eso es lo que guardaba su tarjeta de memoria más algunas imágenes difusas (el humo las cubre) de la trifulca en alguna calle colateral. Por eso casi lo matan, a Gabriel. La foto del BMW y su rutilante e irresponsable pareja retrata a los dos países que entonces había y que sigue habiendo: el de los que atropellan y el de los que tratan de cambiar las cosas.
No tendría por qué sentirse en duda consigo mismo, Gabriel. Los Guardias Nacionales se cansaron de darle patadas y él no soltó su cámara. Creo que ya hubiese sido la salvación eterna para el menos ruin de los guardias el haber tenido esa capacidad de resguardar el símbolo de su trabajo.
Una acotación final: en la cita de los defensores de los DDHH en Madrid, aunque nutrida, no contó con la asistencia de periodistas venezolanos radicados en la capital del Reino. En esa cita estuvo gente tan destacada como Feliciano Reyna, Ligia Bolívar, Rocío San Miguel, Verónica Zubillaga y el ya mencionado Rafael Uzcátegui. Los periodistas venezolanos que estamos fuera del territorio nacional debemos ser puente con nuestros colegas del exterior, para contribuir a difundir la realidad con hechos ciertos y cifras constatables, o tan constatables como sea posible. La política interna española lo enturbia todo. Por eso, es doblemente necesario que haya profesionales que sirvan de interlocutores o voceros en esta materia. Es lamentable que no hayan asistido. Ojalá haya sido porque no se enteraron (aun cuando no enterarse suele ser un crimen para un periodista), o porque estaban sumamente ocupados y no porque no les interese esto. O sea, el país.
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*Las fotografías fueron tomadas el mismo día de la agresión de la Guardia Nacional contra Gabriel Osorio (el 15 de febrero de 2014).
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*Las fotografías son cortesía de Gabriel Osorio, y fueron dadas por el autor Sebastián de la Nuez al editor de La Gran Aldea.
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@sdelanuez
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