La muerte de Javier Marías me llevó a saldar la deuda que tenía con él y comenzar a leer sus novelas. Ya lo conocía a través de sus incisivos y cáusticos artículos en El País y por su estatura en la república de las letras. Comencé con Mañana en la batalla piensa en mí (1994) galardonada con el Premio Rómulo Gallegos 1995. No quiero referirme a la excelencia de su escritura sino a meditar a partir de un texto que me atrapó e hizo retomar la filosofía trágica de Clément Rosset (1939- 2018), con la cual tengo viejas simpatías. Marías escribe:
Lo acontecido es por eso mucho menos grave siempre que los temores y las hipótesis, las conjeturas y las figuraciones y los malos sueños, que en realidad no incorporamos a nuestro conocimiento sino que descartamos tras padecerlos o considerarlos momentáneamente y por eso siguen horrorizando a diferencia de los sucesos, que se hacen más leves por su propia naturaleza, es decir, justamente por ser hechos: puesto que esto ha ocurrido y lo sé y es irreversible (2006, p. 182).
Nuestro novelista traza una distinción entre el acontecimiento, lo real y el pensamiento, la capa de nuestros deseos, hipótesis, expectativas que sobrenadan lo real y que por ser indeterminadas y sin objeto, nunca se superan, siempre nos están rondando y se convierten en presencias fantasmales. Lo real en cambio en su contundencia no produce esta fuga del pensar sin asideros.
Esta distinción es la que hace Rosset en Lo real. Tratado de la idiotez (Pre-Textos, 2004). Para el filósofo francés se trata de afirmar lo real frente a toda construcción ideal que quiera ser significativa y darle sentido a lo existente. Precisamente, lo real se caracteriza fundamentalmente por ser insignificante: “Llamaremos insignificancia de lo real a esta propiedad inherente a toda realidad, la de ser siempre indistintamente fortuita y determinada, la de ser siempre al mismo tiempo anyhow y somehow: de cierta manera y de cualquier manera” (2004, p. 24). Esto quiere decir que la realidad se muestra siempre como azarosa y puede aparecer u ocurrir cualquier cosa, pero, al mismo tiempo, lo que existe está determinado, es lo que es y no cualquier otra cosa. Se nos ofrece cualquier camino, pero también se nos obliga a tomar uno. Eso sin embargo, no privilegia u obliga a uno particular, cualquiera tiene sentido y, obviamente, entonces ninguno lo tiene. Rosset señala la diferencia con un laberinto. Ahí el sentido está oculto, hay que tener una clave para destacarlo, en cambio en la realidad como insignificante no hay ningún sentido oculto, ni hilo de Ariadna que nos rescate de la apariencia del caos. Lo aparente, al contrario, es la idea de un sentido y lo evidente es lo real radicalmente azaroso, caótico, indeterminado.
La realidad, no nos dice nada, por tanto no hay nada que oír. Emite un mono-tono, un sentido insignificante porque es el único sentido: “el sentido no escapa nunca a la monotonía de ser un sentido cualquiera, necesariamente no necesario” (2004, p. 44). En vano filósofos y teólogos trataran de escuchar en ese murmullo insignificante un sentido oculto, velado. No lo hay, solo se manifiesta lo que es.
La realidad es idiota. Esto significa la absoluta particularidad de lo real, individual y única. Eso evidentemente hace imposible interpretarla “es eso y nada más que eso, está ahí y nada más que ahí” (2004, p. 60). Esa existencia en su idiotez se muestra, como señala nuestro autor de manera rugosa y opaca sin producir una imagen de sí misma, lo que Rosset llama el doble. Pero los filósofos necesitan crear un doble, o lamentar que no existe y extrañarlo para darle sentido o sin sentido a la realidad. Así son las ideas de Platón que duplica la realidad para explicarla, los noúmenos kantianos que es el otro reino paralelo a los fenómenos o el deseo en Lacan que nunca se realiza porque su objeto nunca lo tenemos.
Esto hace que el pensamiento de Rosset sea realmente una antifilosofía, si entendemos que esta pretende siempre ir más allá de lo real para mostrar el sentido oculto, esencial y trascendental que ordena lo real o extrañar en todo caso su ausencia. Forma parte así de una raza filosófica escasa y marginal que intenta una celebración de lo real como lo único que hay y que el único principio es no tener principio sino los del azar, el caos y el desorden, pero que afirma al mismo tiempo su contundencia en una existencia prístina. Pensadores como los sofistas, Lucrecio, Montaigne, Baltasar Gracián, Pascal, Hume, Nietzsche son estos filósofos terroristas que minan la ilusión de certidumbre, orden y sentido que construye la “gran filosofía” para proponer, al contrario una filosofía terrorista, una lógica de lo peor que nos permita asumir la existencia en su desnudez.
En oposición y al margen de esta filosofía, se han encontrado, de vez en cuando, pensadores que se proponen exactamente la tarea opuesta. Filósofos trágicos, cuyo objetivo era disolver el orden aparente para encontrar el caos enterrado por Anaxágoras; por otro lado, disipar la idea de cualquier felicidad virtual para afirmar la desgracia, e incluso, en la medida del genio filosófico de que disponga, la peor de las desgracias. Terrorismo filosófico, que equipara el ejercicio del pensamiento a una lógica de lo peor: partimos del orden aparente y la felicidad virtual para terminar, pasando por el corolario necesario de la imposibilidad de toda felicidad, en el desorden, al azar, al silencio, y, en última instancia, a la negación de todo pensamiento (Logique du pire. p 10. Traducción propia).
Esta filosofía trágica, terrorista, es el punto de partida de una aceptación plena de lo real que nos invita a su celebración, aun en la conciencia de su carácter efímero y azaroso. Disueltas todas las máscaras de la filosofía, conscientes de la desnudez de lo real, nos atrapa la última y más inamovible de las certezas de lo real: la muerte. No se trata, señala Rosset, de la muerte en general, ni siquiera de la muerte personal que podemos encarar de forma más o menos digna. La muerte consiste en la conciencia de la muerte de todo, de su disolución. Sabemos que nuestros seres queridos, nuestras cosas, las cosas que disfrutamos: la novela que leí, la música de Beethoven, el cuadro en el museo… todo va a desaparecer. Esta idea no la podemos eliminar, y logra hacer de una forma muy difícil y problemática -sino imposible- el disfrute de la vida.
Sin embargo, a pesar de ello -o más bien, dentro de ello- podemos hacer una apuesta estética ya que no racional: “Hay que continuar, voy a seguir” cita Rosset a un personaje del Innombrable de Samuel Beckett. Para seguir contamos con un recurso que nuestro autor equipara a la gracia sin las connotaciones de esperarla o recibirla de una entidad superior que no existe. Se trata de la alegría: “Entendemos por alegría, solo y estrictamente, el amor a lo real: es decir, ni el amor a la vida, ni el amor a una persona, ni el amor a sí mismo, ni el amor a Dios”. Es una alegría sin objeto particular, sin complemento, sino “el hecho de que existe lo real, de que haya algo antes que nada”. La alegría es la festividad, silenciosa, callada, que no puede ser articulada y compartida. “Lo real no es lo que se conserva, sino lo que está presente en cada momento, la ofrenda del ser sobre el fondo del eventual no ser, que solo tiene valor en el momento en que es” (2004, p. 106).
***
Mi amigo Giann Di Giuseppe en La modernidad: ¿proyecto inconcluso o irrealizable? lúcido artículo publicado aquí en La Gran Aldea, cita a Bruno Latour al señalar que la modernidad se basa en una Constitución conformada por el hombre y la naturaleza. La modernidad comienza definiendo al hombre y también a lo no-hombre, es decir, la naturaleza.
Efectivamente, en la modernidad, especialmente a partir del siglo XVIII, hay una redefinición de la naturaleza. Definición que a pesar de los cambios que ha registrado seguimos asumiendo imprescindible para definirnos nosotros mismos. Rosset va a hacer en La anti naturaleza (Taurus, 1974) una crítica radical al concepto de naturaleza, mostrándolo como el último y tal vez más poderoso intento de darle significado y sentido a la realidad.
La naturaleza funda su reino entre la inercia de la materia, dominada por el azar y por otra parte limita con el artificio de las producciones humanas. En ella se muestran de forma enfática lo contrario que hemos señalado de lo real. Se piensa como un sistema determinado, no azaroso sino necesario, que provee sentido tanto a la existencia como al pensamiento donde se refleja, que propone leyes verdaderas y universales, a las que las leyes humanas trataran de imitar, que provee al organismo más simple y al universo entero una historia y una finalidad.
La idea fundamental del naturalismo es un desplazamiento del papel del azar en la génesis de las existencias: la afirmación de que nada se puede producir sin alguna razón y que, en consecuencia, las existencias, independientes de las causas introducidas por el azar o el artificio de los hombres, resultan de otro orden de causas, que es el orden de las causas naturales (1974, p. 18).
Pero como todo principio metafísico, la naturaleza no se muestra, está oculta y es objeto, como señalábamos, del deseo, de una búsqueda permanente que nunca es satisfecha: “si se interroga a la naturaleza en sí misma, nada aparece, pero si se interroga al espíritu, a la libertad, a la naturaleza humana, aparece subrepticiamente, en un ángulo difícilmente localizable del horizonte intelectual” (1974, p. 19).
Si la naturaleza no es demostrable por el pensamiento porque no es definible y por tanto esa imprecisión permite un campo de acción donde destaca su eficacia ideológica de suplantación de la idea de Dios ya inoperante, “la eficacia del concepto de naturaleza es así en función de su imprecisión que contribuye a hacerla invulnerable (…) La suerte general de una creencia consiste no solo en proporcionar razones para creer, sino en ser pobrísima en definiciones de su propia creencia” (1974, p. 25). La naturaleza se viste entonces de paradigma moral. Ella muestra lo que es saludable, lo puro, auténtico, inocente. Frente a ello el artificio humano adquiere tintes de lo perverso, inauténtico, arbitrario y fatuo. La idea de naturaleza permite dos determinaciones fundamentales. En primer lugar la insatisfacción: “garantiza una relación necesaria entre la idea de que «esto desagrada» y la idea de que «esto no debería ser»” (1974, p. 23) y en segundo permite eludir la idea del azar, que supone lo insignificante de toda realidad.
Un ejemplo notable de esta función de la ideología naturalista lo tenemos en el rechazo a la exigencia de derechos y reconocimiento por los que lucha la comunidad LGBTQ, que se sustenta bajo el “argumento” de que en la naturaleza solo existen machos y hembras y que la “función” del sexo es reproductiva. En un pequeño examen, incluso dentro de la experiencia cotidiana, podemos verificar comportamientos homosexuales en animales domésticos y estudios más profesionales detectan su amplitud en muchas especies, así como la existencia de cambios de sexo en muchas otras como en peces y réptiles y muy extendida entre los invertebrados.
¿Si no hay naturaleza no existen leyes “naturales”?, ¿cómo se piensa lo real? Rosset no deja de admitir que hay regularidades naturales, pero ello no supone una vinculación a una idea de naturaleza. Por otra parte, las teorías en las que se expresan y explican esas regularidades no tienen más verdad sino las que le proporciona su evaluación y uso. Sabemos que pueden ser sustituidas (y todas en algún momento lo serán) por otras más eficientes y convenientes.
Es por demás evidente la disolución de los límites entre leyes artificiales y naturales en muchos campos. La ciencia cada vez más puede hacer el trabajo que se suponía exclusivo de la naturaleza e intervenir, replicar o incluso superar la eficacia de procesos naturales. Desde las síntesis de productos químicos, las exploraciones en el mundo de la microfísica, al vasto campo de la genética e intervenciones en los seres vivos, lo artificial y lo natural son muchas veces indistinguibles.
Aún más importante, Rosset propone una sustitución de la idea de naturaleza por la del artificio. Esto no significa que lo artificial tome el lugar de lo natural sino que nos da una perspectiva más adecuada de lo real. Artificio no designa aquí los productos humanos sino una forma no naturalista de afrontar lo real, no “solamente una independencia respecto a todo principio natural, es decir, la imprevisibilidad fundamental de cualquier ser, el azar de cualquier constitución, la facticidad de cualquier hecho. Se trata de describir un mundo sin naturaleza” (1974, p. 62).
De modo que si Latour tiene razón, el pacto constitucional de la modernidad se ve resquebrajado por esta falla tectónica cada vez más evidente en uno de sus miembros. Aunque casi subversiva cuando la planteaba Rosset, esta crisis en el concepto de naturaleza ha ido emergiendo y desplegando un conjunto de problemas acuciantes. Pero las crisis son positivas para el pensar, nos obligan a redefinir los conceptos que teníamos por firmes e indiscutibles. Esto es más que necesario con el concepto de naturaleza cuando tenemos retos, como los ambientales y las relaciones éticas con los animales que son temas imprescindibles de resolver ahora. No nos referimos aquí a la otra parte del pacto, el concepto de hombre, que también, desde hace unas décadas ha tenido su propia crítica y crisis, al punto de hablarse de la muerte del sujeto, el posthumanismo entre otros.
Referencias:
-Di Giuseppe, Giann (20 noviembre 2022) La modernidad: ¿proyecto inconcluso o irrealizable? La Gran Aldea. Recuperado de: https://lagranaldea.com/2022/11/20/la-modernidad-proyecto-inconcluso-o-irrealizable/
-Marías, Javier (2006). Mañana en la batalla piensa en mí. Alfaguara, DEBOLSILLO; Madrid, 002 edición.
-Rosset, Clément (1993). Logique du pire. Press Universitaires de France, Paris, 1993 (primera edición 1971).
—La anti naturaleza. Taurus, Madrid, 1974.
—Lo real. Tratado de la idiotez. Pre-Textos, Valencia. 2004.
-Mora Rodríguez, Fidel (2019). Clément Rosset: la lógica de lo peor, o de lo trágico como invitación a lo real. Tesis de Grado. Toluca. Disponible en http://ri.uaemex.mx/handle/20.500.11799/104428