Marc Augé sobre los espacios simbólicos, o como él los llama, lugares antropológicos, nos dice que “… tienen por lo menos tres rasgos comunes. Se consideran (o los consideran) identificatorios, relaciónales e históricos” (2000, p. 58), consideramos aquí que además de estos tres rasgos, el espacio existe en tres condiciones, la física, la temporal y la imaginaria. En el presente artículo abordaremos solo la última de estas, la imaginaria. Esta dimensión es de gran interés pues en ella habitan los elementos más propios de las sensibilidades de los sujetos.
Lo imaginario como sustancia pura no es accesible a la experiencia del investigador, pues solo podemos reproducirlo a través de los elementos que se representan, las acciones y en la palabra. Esta imposibilidad de acceso es la que nos lleva a plantearla como la dimensión imposible, puesto que el sujeto solo puede apreciar un esbozo de lo que habita el imaginario de los otros. Lo que habita en lo imaginario está íntimamente relacionado con las emociones y las sensibilidades, por tanto, lo que se plasma desde este es absolutamente íntimo, sin que esto amerite un desprendimiento del entramado cultural en el que se inscribe el sujeto.
En La poética del espacio de Gastón Bachelard (2000), podemos ver al espacio como imaginario puro, la dimensión imposible se abre a través de la poética, de la narración sensible, Bachelard hace algo que podríamos reconocer como una suerte de autoetnología, partiendo de íntimas subjetivaciones del espacio social. Puesto que creemos que toda aproximación a una reflexión de la dimensión imaginaria propia es una forma de autorreflexión, de autobiografía, la proximidad entre un imaginario con otro pasa por la proximidad de dos estados del alma.
La obra de Bachelard (2000) es primeramente personal, pues es apreciable como sus sentidos sobre el espacio habitado imbuyen el discurso, y esto no es un reproche, Bachelard hace poesía de la filosofía para comprender una poesía dentro de la función del habitar. Esta aproximación de Bachelard (2000) señala que solo podemos plantearnos el estudio de algo tan íntimo como lo que habita la imaginación partiendo desde una observación interna, subjetiva, lo cual es una de las premisas de la fenomenología, como podemos ver en Ernst Cassirer (2017):
Lo auténticamente “inmediato” no debemos buscarlo afuera en las cosas sino en nosotros mismos. Lo único que parece poder conducirnos al umbral de eso inmediato no es la naturaleza como totalidad de los objetos en el espacio y el tiempo, sino nuestro propio yo; no el mundo de los objetos, sino el mundo de nuestra existencia, de nuestra realidad vivencial (p. 28).
De esta manera propone Bachelard recorrer los espacios imaginados, habitados sensiblemente. La imaginación es el hogar de lo abstracto, de lo informe, de lo más próximo, el imaginario es lo que lo externo a nosotros nos ha hecho ser; la suma de las conjunciones de las fuerzas del afuera diría Gilles Deleuze (1986), el imaginario es la constante puja entre lo particular y lo múltiple, entre la memoria y el ahora. Todo lo sensible pasa por la imaginación. Valga decir que estamos empleando, sin distinción, imaginario con imaginado, haciendo referencia a lo que viene de la imagen, de las formas que se nutren de lo sensible.
La poesía al igual que los elementos antes mencionados pertenece a la dimensión imaginaria, “la imagen poética es un resaltar súbito del psiquismo” (Bachelard, 2000, p. 7). Es parte de esa dimensión imposible. La imagen poética es compleja, pues evoca un pasado ausente mediante ideas de esencias y sensaciones. En ella los elementos del afuera se interiorizan y se evocan como un reflejo del alma. Esto no niega la existencia de lo externo en el alma del escritor, solo es una aseveración para señalar el acto individual de la poesía. Puede verse un vínculo con la memoria individual y social, pero es tan íntima la construcción de la imagen poética que refleja más puramente el alma -entendiendo a esta última como la suma de la condición sensible del ser- del escritor.
Es así como elementos del afuera cuando se encuentran con el ser entran en una relación mucho más profunda cuando se accede a la dimensión imaginaria, pues entran directamente en contacto con las emociones, con las sensibilidades. De tal manera ocurre con el espacio, tal y como podemos verlo con Bachelard (2000).
Esta relación íntima entre el espacio y el ser nos revela una conexión cuyo símil planteado por Bachelard es lingüístico, el ser a modo de sustantivo y el espacio a modo de adjetivo. El espacio como dimensión imaginaria se pasea entre construcción colectiva a construcción sensible del individuo. De la memoria a la semántica, por tanto, compartimos con Bachelard que el espacio habla del sujeto, lo pone en situación. De modo que, consideramos que “… el mundo no está en el orden del sustantivo sino en el orden del adjetivo” (Bachelard, 2000, p. 132).
Pensamos a partir de Bachelard (2000) que el espacio está asociado a un imaginario que se desdobla en una diversidad de sensibilidades, como la memoria y la estética, y todas hablan del sujeto y a su vez le permiten la formación de identidades en torno a ellas. Pensar el espacio como adjetivo nos da a pensar en él como una de las fuerzas del afuera que conjuga al ser, al sujeto. Tal y como Cáceres (2022) no plantea “la modalidad del habitáculo hace nacer el ethos particular de los habitantes; cierto tipo de casa genera un tipo específico de persona, una objetividad que construye una subjetividad” (párr. 7).
Así como aquellos pequeños espacios hablan de una singularidad de aspectos del humano, estos lo caracterizan, lo designan “se convierte en un ser nuevo en nuestra lengua, nos expresa convirtiéndonos en lo que expresa, o dicho de otro modo, es a la vez un devenir de expresión y un devenir de nuestro ser. Aquí, la expresión crea ser” (Bachelard, 2000, p. 12).
Lo físico, lo temporal y lo imaginario, son tres dimensiones inseparables del espacio, y vemos cómo la memoria es el punto que conecta a la historia con la imaginación. Es la percepción sensible del pasado. Y un elemento para comprender el sentido biográfico de lo humano. Las cosas hablan de nosotros, y por tanto forman parte de nosotros. La casa de la infancia como aquella casa de ensueño no pueden ser comprendidas sino es por este ensueño de la memoria, ya que “para el conocimiento de la intimidad es más urgente que la determinación de las fechas la localización de nuestra intimidad en los espacios” (Bachelard, 2000, p. 32). Hay una selectividad de sensibilidades que permiten hacer del espacio una quimera entre realidad y ficción pues “… las memorias estarían conformadas por imágenes de cosas ausentes. Así, los recuerdos, al ser imágenes o igualmente representaciones, convierten entonces a la memoria en un ámbito semiótico por excelencia” (Altez, 2019, p. 134).
La memoria es una historia para el ser, más allá de los aspectos biográficos, se trata de los aspectos íntimos (Bachelard, 2000). Los espacios de nuestro pasado…
Incluso cuando dichos espacios están borrados del presente sin remedio, extraños ya a todas las promesas del porvenir, incluso cuando ya no se tiene granero ni desván, quedará siempre el cariño que le tuvimos al granero, la vida que vivimos en la guardilla (Bachelard, 2000, p. 32).
Estos siguen componiendo en nuestro presente una memoria sensible, y una relación de identidad con el espacio, Bachelard plantea que toda relación que tenemos con el espacio es la relación aprendida en nuestra interacción con el espacio de nuestra infancia. “En suma, la casa natal ha inscrito en nosotros la jerarquía de las diversas funciones de habitar. Somos el diagrama de las funciones de habitar esa casa y todas las demás casas no son más que variaciones de un tema fundamental” (2000, p. 36).
Ese espacio que siempre reconforta en nuestra memoria, “antaño la guardilla podía parecemos (sic) demasiado estrecha, fría en invierno, caliente en verano. Pero ahora en el recuerdo vuelto a encontrar por el ensueño, y no sabemos por qué sincretismo, es pequeña y grande, cálida y fresca, siempre consoladora” (Bachelard, 2000, p. 32) y es que nuestra relación con el espacio del pasado es más fantasía que realidad, pues ahora que es pasado habita como memoria sensible en esa dimensión imposible, y debemos recordar que “… la imaginación aumenta los valores de la realidad” (Bachelard, 2000, p. 27).
La memoria es lo más próximo al alma, -en el sentido antes dado- vuelve subjetivo cualquier objeto, pues “… los valores desplazan los hechos. En cuanto se ama una imagen, ya no puede ser la copia de un hecho” (Bachelard, 2000, p. 100). Entendiendo el valor íntimo de las palabras escritas por Bachelard en la poética del espacio ilustramos lo anterior cuando plantea que “nuestra casa, captada en su potencia de onirismo, es un nido en el mundo” (2000, p. 103) ese valor tan próximo a la casa de la infancia es a la vez reflejo de su sensibilidad.
La memoria como elemento de la imaginación es sumamente provechosa, pero también debemos ver la transfiguración semiótica de otros elementos del espacio en la imaginación. Pues toda la poética del espacio habla de estas transfiguraciones. El rincón como lugar de la soledad, el nido como espacio de la infancia o la casa como espacio seguro son muestra de ello.
La experiencia del habitar es una experiencia compleja. Tan diversa y múltiple como puede ser posible. Los avatares de lo cotidiano muchas veces no permiten una intimidad con el hogar, y muchas otras el lugar habitado está lejos de ser “hogar”. La obra de Bachelard nos muestra una relación íntima con el hogar, tan profunda que vuelve a este un adjetivo del ser. Pensamiento que compartimos hasta tal punto de pensar que la función del habitar es la tarea fundamental del ser humano. Aún en las condiciones más adversas es posible construir un imaginario del habitar, aún en ausencia de “hogar”.
Se habita aún en ausencia de hogar, el resguardo, la necesidad de un adentro, de un espacio propio es trascendental, no limitado a las paredes de una vivienda, ni de un espacio permanente, como podemos ver en las sociedades nómadas. Siempre, y ahora yendo más allá de las palabras de Bachelard, el ser humano es un ser en el mundo, lo que significa que su relación consigo mismo está mediada por su relación con lo demás.
Entender que el ser no es un ser puro, sino que, como lo plantea Martin Heidegger (1986), es un ser en el mundo, nos da luz para entender que el problema de la imaginación trasciende al individuo y se puede plantear como un elemento transversalizado por las situaciones. En este sentido, la relación del ser y el espacio es la relación de dos elementos que interactúan y se transforman. Pero más importante, es por esto que el espacio puede ser adjetivo del ser, porque el ser es arrojado al espacio, es dado a este.
El espacio habitado es complejo y simple; complejo porque implica un mundo simbólico propio, y simple porque a grandes rasgos representa el espacio de resguardo. Nunca tuvo tanto sentido el término espacio vital que cuando lo pensamos como el espacio de la vida, para la vida, sin embargo, como elemento semiótico: “A su valor de protección que puede ser positivo, se adhieren también valores imaginados, y dichos valores son muy pronto valores dominantes” (Bachelard, 2000, p. 22). El espacio de resguardo es también espacio de muchas cosas, el potencial significante del hogar extendido -entiéndase este como la casa y su contexto espacial- es inmenso, volviéndose un mundo complejo de sentidos conjuntos, y entre este universo de sentidos tenemos la complejidad de la puerta.
La puerta es quizá uno de los elementos más significativos del espacio habitado, como umbral del adentro y afuera, como separadora del individuo y del grupo revela una verdad: “… el hombre es el ser entreabierto” (Bachelard, 2000, p. 193). Y creemos que esta verdad trasciende la materialidad del espacio habitado, consideramos que la forma de ser del humano es así, entreabierta. Lo imaginario, por ejemplo, está siempre en un balance entre el adentro y el afuera del ser, como elemento particular y elemento compartido. Podemos, valiendo la redundancia, sentir el sentimiento de otro sin necesariamente comprender. La imaginación puede además trasplantarse, ser transubjetiva, colonizar otros imaginarios. La memoria, la estética, la poética, los sentidos que habitan la dimensión de la imaginación son sensibles para otros y por tanto se comparten, y se entretejen en el entramado social, revelando esta condición de seres entreabiertos.
Este “entreabrimiento” hace que la experiencia del individuo siempre se conjugue entre lo individual y lo colectivo, creando experiencias hibridas y múltiples. Dentro de la multiplicidad de experiencias se puede pensar al espacio habitado como sitio complejo donde coexiste lo positivo y lo negativo, lo feliz e infeliz en una suerte de relación dialéctica. No obstante, Bachelard piensa al espacio habitado como espacio feliz porque nos conmueve, porque es vivido más allá de su positividad, en todas sus potencialidades imaginativas y “por otra parte, los espacios de hostilidad están apenas evocados en las páginas” (Bachelard, 2000, p. 22). Deja fuera, o practicante fuera de su libro al espacio de hostilidad y odio, el espacio infeliz.
Pero no podemos desprender la memoria hostil de la amable al pensar en el hogar, ni como ejercicio de abstracción, puesto que el recuerdo hostil forma parte importe de la significación del espacio y de la representación imaginaria de este, en un ejercicio investigativo del espacio habitado es necesario que nuestras interrogantes abarquen al hogar no solo como idealización pura, y es preciso ver más allá de la duermevela del imaginario. De nuevo, no criticamos la metodología empleada por Bachelard, en este caso hacemos una precisión que consideramos necesaria para trasladar esta investigación de una filosofía fenomenológica a una antropológica.
De igual modo dentro de la multiplicidad de imaginarios sobre el habitar, debemos tener presente que la casa de la poética de Bachelard es la casa francesa, clase media alta, que podríamos extrapolar a Occidente a través de símiles, pero claramente la experiencia de la casa para otras culturas será diferente, la relación del arriba y abajo no es igual para el que vive en una casa como para el que vive en un edificio, y también será distinta para el que vive en edificios gigantes en comparación al edificio pequeño; por ejemplo, no es igual hablar de la experiencia masificada del residente del “Ponte City Apartments” de Sudáfrica a la experiencia del residente de un modesto edificio clase media en Caracas.
De igual modo la experiencia del afuera y el adentro no es igual para un francés promedio con respecto a un habitante de las favelas de Karachi en Pakistán, donde la puerta como elemento separador puede no existir, o a la de los habitantes de la Ciudad de los Muertos de El Cairo donde la privacidad del adentro es compartida con el espacio de reposo final de otro ser. Estas comparaciones extremas las traemos para dar cuenta de que la función del habitar es múltiple, compleja e imposible de pensar de forma general. Incluso la manera de relacionarse con el hogar, de pensarlo, y recrearlo en la memoria y la imaginación es infinita. La poética del espacio de Bachelard revela muchos elementos fundamentales de la relación poética entre los seres y el espacio habitado, donde se nos enseña una forma de atravesar la puerta de esa dimensión imposible para intentar comprenderla.
Referencias:
-Altez, Y. (2019). Algunas reflexiones sobre el concepto de memoria colectiva. Revista Memória em Rede, Vol.11, (nº.21). pp. 132-146.
-Augé, M. (2000). Los “no lugares”. Espacios del anonimato. Una Antropología de la Sobremodernidad. Barcelona, España: Editorial Gedisa.
-Bachelard, G. (2000). La Poética del espacio. Argentina: Fondo de Cultura Económica.
-Cassirer, E. (2017). Filosofía de las formas simbólicas, Tomo III. Fenomenología del Pensamiento. México: Fondo de Cultura Económica.
-Cáceres, E. (20 de noviembre de 2022). La vivienda: ethos venezolano. La Gran Aldea. https://lagranaldea.com/2022/11/20/la-vivienda-ethos-venezolano/
-Deleuze, G. (1986). Foucault. Barcelona, España: Ediciones Paidos.
-Heidegger, M. (1986) Ser y Tiempo. México: Fondo de Cultura Económica.