El derrumbe del ingreso petrolero y la brusca diáspora ciudadana de estos años ha traído consigo una circunstancia que todos podemos palpar, pero que ha sido más bien poco comentada: el achicamiento de la nación. La crisis que ha ocasionado el chavismo desde 2014 ha hecho que Venezuela pierda carne, calorías, hemoglobina, cuerpo vital.
Es notoria la ausencia de espectro, la poca influencia, la manifiesta falta de relieves que presenta Venezuela en el debate subregional y sus manifestaciones culturales. La precarización del debate público, el embrutecimiento fomentado por la narrativa oficialista y la imposición de la censura. El acobardamiento acomodaticio de una parte del país democrático. El aislamiento y empobrecimiento de nuestro entorno.
Luego de haber vivido décadas encandilados con el ingreso petrolero, tenemos en nuestras manos, -gracias a la mediocridad estructural de la gestión chavista y su atormentada promoción de conflictos- lo que, en términos coloquiales, llamaríamos “un paisito”. Aquello que, desde el Olimpo del engaño de la sociedad saudita, llegamos a pensar de naciones hermanas, como Colombia, Ecuador y Perú (todas hoy en una situación incomparablemente más holgada que la nuestra).
Hace muchísimo tiempo que no viene a Venezuela alguna luminaria, alguna inteligencia encumbrada de la academia internacional, algún escritor galardonado picado por la curiosidad. En este país no hay festivales culturales convocantes de ninguna clase. De hecho, salvo los que ya se han quedado a vivir acá y se han hecho venezolanos, hace rato que no se ven extranjeros en las calles.
Saboteada por el hampa y la crisis de los servicios, Venezuela sencillamente no existe como destino turístico. Nadie se toma la molestia de acordarse de Venezuela en una guía global como Lonely Planet. Si no es el último, debe ser este uno de los países latinoamericanos que menos recibe visitantes.
Hasta hace poco, las aeromozas de compañías internacionales de aviación que prestaban sus servicios en el país tenían terminantemente prohibido salir de sus hoteles cuando llegaran a Venezuela, con el objeto de resguardarse del hampa. Sindicatos de algunas de estas compañías han protestado a sus patronos por las condiciones que afrontan al venir a Venezuela. Los aviones extranjeros que llegan a Maiquetía descargan sus pasajeros y duermen en países vecinos, como Colombia y la República Dominicana. Caracas es, de hecho, una de las ciudades con menos hoteles y camas disponibles entre todas las capitales sudamericanas. No es la última, pero está en la cola.
Se han evaporado, o se han reducido notablemente, las tiendas de marca, los conciertos internacionales, los cruceros, las cadenas comerciales, los restaurantes, las librerías, los títulos extranjeros. No se organizan en el país eventos, simposios que nos permitan acceder a los últimos hallazgos de la ciencia, la tecnología y el conocimiento. A nadie se le ocurre venir a estudiar a Caracas. No hay contenidos venezolanos presentes en plataformas digitales como Netflix.
Los defensores y articulistas del chavismo suelen menospreciar esta circunstancia y reírse de estas inquietudes, se supone que por superficiales y mundanas. Lo que verdaderamente importa, suelen afirmar, es la toma de conciencia popular, el acceso gratuito a la salud y la educación, la soberanía alimentaria, el regreso a la siembra, la organización de comunas, la autoconstrucción, las efemérides de los próceres de la patria.
Pues bien: nada de eso existe tampoco en la Venezuela actual. Se amasaron millones de dólares y el país continúa teniendo un vergonzoso servicio de salud; con una precaria seguridad social y una educación pública lastimosa, unos programas sociales extintos y salarios miserables; comunas sobre las cuales se organizó un curioso teatro “participativo” y que manejaron enormes sumas de dinero que no se tradujeron en nada. La única toma de conciencia popular que está a la vista ha sido la decisión de emigrar.
Los índices formales de salud y educación venezolanos -mortalidad infantil por cada 100 mil habitantes, número de médicos, número de maestros, acceso al agua potable, calorías per cápita- fueron bastante aceptables y satisfactorios hasta, al menos, mediados de los años ‘90. Hoy el retroceso en los temas sanitarios y educativos de este tiempo revolucionario es sencillamente una vergüenza.
Desde la acera chavista se habla de independencia nacional, de soberanía, de antimperialismo, de ética militante y amor a la patria: tenemos una nación tres veces más endeudada que en los años ‘90; dependiente, como nunca, del padrinazgo de potencias extranjeras, que tutelan acuerdos para aprovecharse de nuestras materias primas; sin transferencia tecnológica, sin palancas para reemprender una recuperación gracias al hundimiento de la industria petrolera y la destrucción de la industria. Un país carcomido por la necrosis de la corrupción, en el cual ha desaparecido la institución de la contraloría pública y alza vuelo el silencio cómplice del “Venezuela se arregló”.
Los niveles de destrucción que ha promovido la demencia revolucionaria, gracias a Dios, no son absolutos, ni son irreversibles. Sigue existiendo un país democrático de ciertas dimensiones respirando, en este momento replegado, acusando los rigores del agotamiento, pero totalmente dispuesto a hacer realidad el sueño de una transición a la democracia y la zona de la dignidad. Puede que en este nicho descanse el sueño de muchos de quienes no hemos querido capitular.
Quedan sindicatos, empresas, universidades autónomas y privadas; quedan partidos políticos, y algunos medios de comunicación; quedan empresas editoriales, grupos de teatro, béisbol rentado, novedades culturales. Vuelven tímidamente las ferias del libro. Algunas personas en el mundo, algunos de ellos venezolanos, comienzan a acordarse de nuestra existencia y regresan de visita. Quedan algunos escritores y algunos intelectuales. Todavía hay cátedra libre, y encuentros para fortalecer convicciones republicanas. Se mantienen y recomponen muchas de las citas tradicionales de la ciudadanía en el orden recreativo y religioso. Queda un tejido nacional vivo, que será necesario reconstituir y fortalecer.
Mirar hacia atrás, sin embargo, aprender a extraer aprendizajes en torno a lo vivido, debe ser el mandato de toda sociedad que aspire a unos niveles mínimos de coherencia y tenga el progreso como un norte. Las ruinas que están frente a nosotros van más allá de la ceguera fanatizada producto del resentimiento y los complejos personales de ciertos dirigentes políticos.
Este es el resultado de haber renegado del acuerdo institucional, del pacto democrático, del escrúpulo por el pensamiento ajeno, del respeto a la diferencia y la cultura de la convivencia. Cuestionamos hasta el exceso el edificio de la democracia, y entonces se nos vino abajo. Hasta aquí llegamos empeñados en pensar que “necesitamos un tipo con guáramo” que “los políticos son todos iguales” o que “toda negociación es un show”.
Tenemos a nuestros ojos las consecuencias directas de haber estigmatizado el “Estado burgués” y “el pacto de élites”, con su cargamento de conquistas históricas para la población, hoy todas en entredicho: la dimensión apolítica y profesional de las Fuerzas Armadas; la contraloría legislativa; la alternabilidad política, la institución de la crítica y la denuncia, el periodismo libre, el servicio público, el Estado de Derecho. Este es el resultado de haber llevado la confrontación civil y la lucha de clases a los altares del Estado venezolano.