Luego de más de un año tras la suspensión del último intento de diálogo entre el chavismo y la oposición, y de muchos meses de aproximaciones hacia la reanudación que no llevaron a nada, son cada vez más los rumores y declaraciones extraoficiales a la prensa sobre un inminente regreso a la mesa de México. En tiempos en los que, por agotamiento o mero oportunismo, el Zeitgeist de la política venezolana se aleja cada vez más de la oposición activa y desafiante para acercarse a la adaptación al statu quo, estas informaciones han sido recibidas con beneplácito notable por muchos de los venezolanos que se mantienen interesados en la materia, y no solamente por aquellos que siempre se han decantado por el diálogo sin condiciones, como si fuera un bien en sí mismo. Permítaseme entonces, aunque tal vez sea una opinión impopular, brindar una lectura más pesimista sobre el posible reencuentro de jerarcas chavistas y dirigentes opositores en Ciudad de México.
El entusiasmo por este escenario parte de una premisa que, no me canso de repetir, considero muy errada pero que ha crecido en aceptación, acaso porque reconcilia ilusoriamente la necesidad de “hacer algo” con la indisposición a asumir los riesgos e incomodidades inherentes a la resistencia a un gobierno como el venezolano. La premisa sostiene que el problema de raíz de Venezuela es la polarización. No hay un acuerdo que permita al país salir del foso político, económico y social porque el chavismo y la disidencia no se toleran mutuamente y cada uno busca la total claudicación o aniquilación del contrario. A este juego suma cero se habría metido Estados Unidos, del lado opositor, con una política de “presión máxima” sobre el chavismo, vía sanciones y aislamiento diplomático para obligarlo a ponerse de rodillas, complicando así aún más la posibilidad de un entendimiento.
Prosigue el análisis favorable incondicionalmente al diálogo señalando, con algo de acierto, que las condiciones han cambiado y que las partes involucradas se han vuelto más favorables a la conversación. La oposición reconoció sus limitaciones, su incapacidad para propiciar un quiebre en la coalición gobernante y la necesidad de convivir con ella así sea de manera temporal, pese a los sacrificios que implique en materia de justicia. Por eso desistió de su estrategia antisistema y volvió a la “vía electoral”. Asimismo, Washington notó que su política de sanciones y aislamiento no cumplió con el objetivo y que el llamado “gobierno interino” encabezado por Juan Guaidó no ejerce ni ejercerá ningún poder dentro de Venezuela, por lo que tiene que entenderse directamente con quienes sí gobiernan. Además, está urgido de un aumento en la oferta global de petróleo para bajar el precio del combustible en casa, luego del veto al crudo ruso como castigo al Kremlin por su invasión a Ucrania. De ahí que sostuviera negociaciones con el régimen venezolano, sin participación opositora, que llevaron a un reciente canje de prisioneros.
Ya vimos los gestos de la oposición y de sus aliados estadounidenses. ¿Y los del chavismo? Pues esa es la pata por la que cojea este análisis. No hay tales gestos. Desde la elite gobernante en todo 2022 no ha habido ni una señal de disposición a reformas favorables a la restauración de la democracia y el Estado de Derecho en Venezuela. Al contrario, todos los indicios apuntan a que la continuidad de su hegemonía sigue siendo la prioridad. Los ejemplos abundan: una “renovación” del Tribunal Supremo de Justicia que más bien reafirmó su fidelidad a Miraflores, la detención de activistas sindicales en tiempos de alta inconformidad laboral, y el cierre forzoso de medios de comunicación independientes.
A falta de gestos positivos consumados, se ha dicho que la señal de que el chavismo esta vez sí hará concesiones es algo intangible: su interés en la obtención de mayores recursos financieros vía el levantamiento de sanciones. Pero si esas sanciones incomodan al chavismo sin representar un peligro existencial, ¿por qué a cambio de su fin haría concesiones tan trascendentales?, ¿cuál sería el punto de aumentar los ingresos del Estado si se va a sembrar las semillas de una transición que eventualmente le impedirá a la elite chavista seguir captando esos ingresos para su uso arbitrario, cuando no pueda ganar elecciones justas?
He aquí la falla del análisis que justifica el diálogo como si fuera una cuestión deontológica. El gran problema de Venezuela no es la polarización, sino el autoritarismo de una elite gobernante que ha demostrado estar dispuesta a sacrificar el bienestar colectivo y a lidiar con presión considerable a cambio de seguir en el poder por tiempo indefinido. Oportunidades para el poder compartido ha habido, y todas han sido rechazadas por el chavismo. ¿Que algunas gobernaciones y alcaldías caen en manos de la oposición? Pues se les quita atribuciones y recursos. ¿Que la disidencia se hace con una mayoría calificada en la Asamblea Nacional? Pues se le confisca al Parlamento todas sus funciones.
Entonces, con este trasfondo mucho más turbio de lo que algunos quieren admitir, ¿qué pasaría si se reanuda el diálogo en México? A mi juicio, el chavismo se aprovechará de la debilidad de la oposición y de las nuevas inquietudes energéticas de Estados Unidos, así como de su frustración por ver que lo intentado en años recientes no ha dado frutos; se aprovechará de todo esto, digo, para exigir el levantamiento de sanciones, sin que a cambio haya reformas democráticas reales. Como mucho, ofrecería cambios cosméticos relacionados con las próximas elecciones presidenciales, más o menos del mismo tenor que los hechos en preparación para los comicios regionales y locales del año pasado, que al final estuvieron tan viciados como de costumbre. Y tal vez, en vista del agotamiento plenamente aludido, tanto la oposición como Washington se darán por satisfechos y lo presentarán como un gran logro.
Ruego estar equivocado. Que haya un factor oculto que apunte a que el chavismo sí va a dialogar en pro del país. Pero mientras no salga a relucir, mantengo mi escepticismo y mi pesimismo. Lo más probable es que, en la elite gobernante, la indisposición a compartir el poder, y ni hablar de cederlo, se mantenga hasta que la presión interna y externa sea tal que ella no pueda disfrutar de los beneficios del poder. Solo entonces acordará una transición negociada en la que chavismo y oposición comparten el poder mientras reinstitucionalizan Venezuela. Lo demás sería continuar el presente esquema en el que el chavismo sigue gobernando en atención a sus caprichos y los otros políticos recogen ciertas cuotas diminutas de poder y recursos a cambio de no oponerse. Pareciera que algunos, aunque digan ser opositores, se conforman con eso.