En la aldea
21 diciembre 2024

“La otra guerra”, la extraña historia del cementerio argentino en las Malvinas contada por Leila Guerriero

La dictadura se rindió el 14 de junio de 1982 y el 20 los británicos dieron por terminada la guerra; y aquí es donde comienza esta historia de “La otra guerra”: “Miles de soldados regresaron a sus casas, pero, salvo excepciones, el Estado no notificó oficialmente la muerte de quienes no volvieron”.

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Oscar Medina | 07 octubre 2022

Este es un libro pequeño que contiene un gran reportaje. Si alguna vez leíste a Leila Guerriero ya sabes que te vas a encontrar con una narración trabajada con oficio de artesana exquisita y resultado final de maestra absoluta en su oficio. Periodista, firma frecuente en El País (España), Rolling Stone Argentina, La Nación, Gatopardo, SoHo, El Malpensante y autora, además, de varios títulos periodísticos como “Los suicidas del fin del mundo”, “Frutos extraños” y “Plano americano”.

Su crónica “El rastro en los huesos” fue premiada en 2010 por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Allí escribió sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense y sus esfuerzos para identificar los restos de las víctimas de la dictadura militar. Posiblemente, La otra guerra (Cuadernos Anagrama, 2021) nació de esa relación.

Desde 1976 el país estaba sometido a una dictadura militar que, además de secuestrar y asesinar a miles de ciudadanos, había suprimido el derecho a huelga y prohibido la actividad gremial. En 1982 el teniente coronel Leopoldo Galtieri gobernaba Argentina y, pese a las restricciones, el 30 de marzo el movimiento obrero organizó una marcha hasta Plaza de Mayo en la que participaron 50 mil personas. El 2 de abril, en ese mismo lugar donde un par de días antes puteaban al asesino Galtieri, una multitud aclamaba a la Marina y celebraba la sorpresiva jugada del teniente coronel: tropas argentinas habían desembarcado en las Malvinas, un archipiélago cuya soberanía se disputaban con Inglaterra. Y así arrancó un conflicto armado que duró apenas 74 días y produjo la muerte de 649 soldados y oficiales argentinos, y 255 militares ingleses.

La dictadura se rindió el 14 de junio y el 20 los británicos dieron por terminada la guerra.  Y aquí es donde comienza esta historia.

Miles de soldados regresaron a sus casas, pero, salvo excepciones, el Estado no notificó oficialmente la muerte de quienes no volvieron. Día tras día, semana tras semana, cientos de familiares recorrieron los cuarteles buscando al muerto vivo, al despedido al pie de un autobús semanas antes”, cuenta Leila.

En el bando de los vencedores tomaron una decisión, podría decirse, no exenta de nobleza. El oficial británico Geoffrey Cardozo fue enviado a las islas a ayudar a su tropa y se encontró con que los cuerpos de los argentinos todavía estaban tirados en el campo de batalla. En noviembre de 1982 el gobierno británico consultó a la junta militar argentina sobre cómo proceder al respecto y la indicación fue que los enterraran y luego verían cómo y cuándo regresarlos. Muy bien, pero para los ingleses se trataba de una “repatriación”, mientras que los argentinos consideraban que se moverían de un lugar a otro de su territorio, de modo que era inadmisible hablar de repatriación.

Cardozo recibió la orden de concretar el cementerio y, pese a no ser un experto en asuntos forenses y trabajar en condiciones precarias, reunió 232 cuerpos de los cuales quedaron 122 sin identificar. A esos también los trasladó al cementerio, los envolvió a cada uno en tres bolsas, dejó registro de dónde habían sido encontrados, añadió elementos que pudieran ayudar a identificarlos en el futuro, e hizo un informe minucioso de todo que fue remitido a su gobierno, de ahí a la Cruz Roja Internacional y de allí a la junta militar.

“Desnuda, además, un asunto delicado: algunos de estos muertos, víctimas de la guerra, también fueron victimarios de civiles en el horror de la dictadura”

En 1983 terminó la dictadura, pero los gobiernos de la democracia tampoco hicieron gran cosa por informar a los familiares sobre el paradero de sus muertos. En el año 2008, por mera casualidad, Cardozo se enteró de que su informe jamás se dio a conocer a los ciudadanos argentinos.

Guerriero reconstruye aquí los sinuosos caminos que tuvieron que recorrer los protagonistas de esta historia para divulgar la información y todo lo que cuenta es tan insólito y en ocasiones tan absurdo como el hecho mismo de que fue la intervención del músico Roger Waters lo que logró que, en marzo de 2012, la entonces presidenta Cristina Kirchner le solicitara a la Cruz Roja Internacional que intercediera ante el gobierno británico para facilitar la identificación de los cadáveres sepultados por Geoffrey Cardozo (aunque el acuerdo final y formal fue firmado por Mauricio Macri).

Las cosas que llevaban. Cigarrillos. Peines. Crucifijos de plástico. Un pañuelo de tela escocesa con una puntilla alrededor. Relojes. Anillos. Estampitas. Cuchillos. Golosinas. Aguja. Hilo.

Cosas que volvían a las familias: encomiendas sin abrir, cartas póstumas, rumores.

Nunca noticias ciertas. Nunca un cuerpo”. 

La cronista va de un lado a otro, toca todas las puertas posibles. Habla con las primeras personas que motorizaron el esfuerzo de contactar a las familias, explica el papel del Equipo Argentino de Antropología Forense, las posiciones adversas de grupos infiltrados por militares, habla con los familiares que querían saber dónde estaban los restos de sus muertos y con otros que, manipulados, desconfiados y hasta convencidos de rumores sin sentido, se negaban.

Desnuda, además, un asunto delicado: algunos de estos muertos, víctimas de la guerra, también fueron victimarios de civiles en el horror de la dictadura…

Pero, sobre todo, lo que muestra “La otra guerra” es la perspectiva de muchas familias en su doble condición de víctimas: primero, de un conflicto bélico a interés de la dictadura que les arrebató a hijos, hermanos, padres; y luego, de un Estado cruel. O torpe. O indolente. O preso de sus contradicciones. O todo eso junto y más. 

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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