Al inicio de su famoso Manual, Epicteto nos confronta con una categórica afirmación, que se halla en la base del pensamiento estoico sobre la vida. Dice: Hay, en lo que existe, cosas que dependen de nosotros y otras que no.
Esa división radical dará lugar en el pensamiento clásico a la distinción entre teoría y práctica (esta última abarca praxis y poiesis, o si se quiere, la moral y el arte), que Taylor ha recogido en el binomio mimesis / poiesis. En definitiva, lo que nosotros no hacemos, pero procuramos conocer y contemplar; y aquello que de alguna manera ponemos en lo real, cuyo diseño por tanto depende de nosotros.
La enseñanza de Epicteto puede ser tomada al menos a un doble nivel, que debemos examinar por lo importante de sus consecuencias. Primero, y más inmediato, hemos de saber distinguir entre lo que está a nuestro alcance y lo que no lo está, cualquiera que sea la razón que lo determine.
Es, sin lugar a dudas, un principio de buen juicio en el actuar haber discernido previamente lo que podemos hacer de aquello que, como fuere, supone para nosotros una limitación o nos sobrepasa. Casi podríamos decir que está en el núcleo de ese llegar al uso de razón por los niños. La criatura humana es racional desde los comienzos; pero toma conciencia en forma progresiva de sus límites y de las determinaciones de su entorno. Anotemos de paso que muy pronto descubre algo que será característico de la amistad: poder por medio de los amigos -las personas benevolentes que nos acompañan en la vida- lo que no podemos por nosotros mismos.
Resulta obvio, por otra parte, que aquello que depende de nosotros y lo que no, a este primer nivel, es de una condición cambiante: aumenta o disminuye. Una herramienta me otorga poder sobre cosas antes remotas; la enfermedad puede quitarme hasta las capacidades más cotidianas. Es constante, sin embargo, la separación y, con ello, la necesidad de un discernimiento juicioso de las posibilidades reales de la acción.
Epicteto nos recuerda pues algo que en cierta manera se decanta en la experiencia de la vida de cada cual, a tal punto que forma como la base ordinaria de nuestro actuar. Todos sabemos distinguir, aunque a veces perdemos el sentido de la diferencia -¡Oh mi señor don Quijote!- y creemos a nuestro alcance cosas que de ningún modo lo están. El embrujo de la lotería (el premio gordo) toca esa fibra: alcanzaremos la riqueza por un golpe de fortuna.
En lo cotidiano, sin embargo, no es así y la admonición del estoico no se dirige tanto a enseñarnos a discernir como a hacernos caer en cuenta de nuestras actitudes, que podemos modificar. Si vas a salir a la calle y sabes que encontrarás gente agresiva o poco amable, alguna persona tóxica, disponte de una vez a no darle mayor importancia y permanece sereno. Has de preservar tu paz íntima.
Hay, sin embargo, un segundo nivel, diría que más importante por sus consecuencias. Si el descontrol en nuestras actitudes eleva los niveles de cortisol, la confusión en el nivel más profundo modifica la figura misma de la vida y, con ello, la cultura. En este nivel se trata de la relación entre la naturaleza de las cosas y el ejercicio de la libertad. Pero quizá el mejor modo de aproximarnos a la cuestión sea distinguir entre limitación y límite.
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Ante nuestros deseos, la imposibilidad de alcanzar algo aparece como una limitación, externa al deseo mismo. Si se prefiere, lo que nos limita determina esa imposibilidad. Recordamos los versos del poeta que renuncia a la amada no alcanzada y se describe “como el que ve partir grandes navíos con rumbo hacia imposibles y ansiados continentes (…) como el marino que renuncia al puerto / y el buque errante que renuncia al faro / y como el ciego junto al libro abierto / y el niño pobre ante el juguete caro”.
La limitación nos detiene. Frustra el deseo que, vuelto sobre sí mismo, puede devenir en resentimiento.
La meta será entonces derribar aquella barrera, si pudiéramos; o habremos de quedarnos con el regusto amargo de quien cavila por qué no le ha tocado la suerte que envidia en la persona privilegiada.
Desde luego, no resulta difícil comprender que en una situación, personal o social, en la cual prospere el resentimiento ante la limitación y, al propio tiempo, aumente de alguna manera el vigor para actuar, estallará la rebelión. Bien se ha señalado que las revoluciones no las hacen las clases oprimidas sino, por lo contrario, aquellas que, en pleno ascenso -como la burguesía de la Revolución Francesa-, ven coartado el movimiento de sus aspiraciones por las prerrogativas de los que detentan el poder político o económico.
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En un sentido menos conflictivo -al contrario, favorable-, podemos considerar el avance prodigioso de la técnica como fruto de la continua lucha del ser humano por vencer las limitaciones impuestas por el medio natural en el cual se desenvuelve su vida. Así Chesterton dirá que, en el único sentido tolerable (por el abuso de la palabra), “progreso significa simplemente el control gradual de la materia por la mente”.
Aquejado por sus necesidades elementales -alimento, vestido, refugio de las inclemencias del tiempo- e impulsado por sus deseos -en todo caso, el deseo radical de ser feliz-, el ser humano desarrolla la técnica, por la cual humaniza el medio ambiente o, si se prefiere, lo dispone para satisfacer las necesidades y servir a los proyectos humanos. El animal que siente frío, explicará Ortega, se acerca a una fuente de calor. Así también la persona al inicio. Pero luego, dando un rodeo mental por la comprensión de las cosas y sus propiedades, procura y logra producir calor allí donde se encuentra y le interesa permanecer.
Sin embargo, este noble empeño humano por dominar la naturaleza, a lo cual corresponde la poiesis, la técnica, puede desviarse y traer consigo no pocos males. Unos, los daños señalados al medio ambiente; otros, peores, la confusión en la propia vida humana.
Para verlo, examinemos ahora la noción y la realidad del límite.
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A primera vista, ‘limitación’ y ‘límite’ parecen referidos a lo mismo: lo que termina y determina algo, sea cosa, animal o movimiento. Pero, tal como hemos encontrado al examinarla, lo propio de la limitación es ser una barrera o una traba, física o social, que coarta el deseo y, por supuesto, el movimiento hacia su término.
Ahora bien, si la limitación aparece como una dificultad externa al sujeto, el límite le es constitutivo.
¿Qué significa esto? Es algo que conocemos bien, aunque a menudo lo perdamos de vista en nuestra sociedad líquida (Bauman) y por las distorsiones que propugnan nuevas ideologías.
Sabemos bien que los seres de nuestro universo, salvo su fundamento trascendente, son todos limitados. Con referencia a la Naturaleza y a nosotros mismos, podríamos decir que son concretos.
Por eso los clásicos vieron en lo infinito imperfección: lo in-de-finido carece de límites (como la palabra misma indica) y ello o no es o sería tan solo la informe materia primera. Será un gran paso adelante en la comprensión de la realidad ver el fundamento trascendente, el Absoluto, como propiamente infinito en la plenitud de su ser.
Allí se alcanza, sin embargo, un extremo del pensamiento, que ha de proceder entonces en un triple movimiento: de afirmación (esto es), de negación (pero no es como lo limitado y concreto), de trascendencia (es el Ser sin límites). Este triple movimiento del pensar lo lleva ante el misterio. Como los ojos del ave nocturna ante el sol, dirá Aristóteles, se ve deslumbrado por el exceso de claridad.
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Los artistas han sabido bien del valor del límite. Porque se trata siempre, en su propósito y empeño, de realizar algo, de darle ser. Y ello significa, en términos generales, de aplicación analógica, darle forma a una materia. En tal sentido, el arte está en fijar los límites.
En tal sentido, digo, porque luego se puede ver lo más sorprendente: la articulación de lo concreto y lo trascendente da un alcance como sacramental a la realidad. Mas sigamos ahora con el valor del límite.
La poesía tiene su lengua. El sentido no está inscrito en el aire, al modo de un universal desencarnado. Se halla fundido con la sonoridad de unas palabras. Igual ocurre en la música donde cada nota de una melodía tiene su definición propia.
Y como en el arte, las acciones de los hombres tienen lugar en lo concreto. De otra manera, serán veleidad, apenas un ‘querría haber hecho’… Al actuar, elegimos: hacemos esto y no aquello. Nos (auto) determinamos, y con ello nos limitamos. Ese límite propio, íntimo, define la acción.
Entre las acciones humanas, justamente la que supone un mayor ejercicio de libertad, el amor, es máximamente definida. El amor es concreto, no sistemático (García Suárez). Amamos a esta persona. Celebramos su cumpleaños -el recuerdo de su venida a la vida-, no el “no-cumpleaños” del cuento y, con ello, realzamos su presencia entre nosotros.
El amor tomará cuerpo en la palabra que lo declara, así como en esa que hace sonreír y alivia. En una caricia, en el cuidado atento que recibimos al estar enfermos. Siempre, con esta persona concreta, por muchas que sean -lo hemos visto en Teresa de Calcuta-, no con un público abstracto o no definido, como tantos posibles seguidores en Instagram.
Lo bueno entonces no es lo que, a secas, yo pueda querer (con una libertad virtualmente ilimitada) sino esto que es. No el tipo, sino el individuo realizado que, como veremos, trasciende.
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El deseo humano se extiende a lo ilimitado. Ese querer ser felices, que alienta en nuestros corazones, alcanza virtualmente a todo lo bueno. Por ello, con el necesario movimiento hacia la propia realización, puede surgir aquí esa distorsión que supone ver en todo límite una limitación.
Corre en nuestro tiempo una suerte de evolucionismo difuso, no científico, que parece borrar toda frontera entre las especies vivientes, como si fuera un límite provisional, que el paso del tiempo y el cambio de las condiciones ambientales modificaría de continuo.
A ello se puede añadir el incesante progreso tecnológico, que ha hecho posible el predominio de un consumismo donde la obsolescencia inmediata de lo que se produce para vender quita todo sentido de conservación.
Más grave, sin embargo, es esa concepción ‘romántica’ de la libertad para la cual todo límite -de naturaleza o de institución social- es algo de suyo negativo, una limitación ante la cual hay que rebelarse, si hemos de ser auténticos. Ello siembra en la persona la raíz amarga de la oposición a lo concreto. Se olvida entonces cómo cada acto libre es una autodeterminación que, como tal, fija el límite de su propia constitución.
La condición humana se verá así perturbada por una falta de reposo íntimo y una conversión a lo efímero, que (¡Oh paradoja!) es fuente constante de infelicidad.
Nuestra naturaleza racional no es una limitación. Es parte insustituible de lo que somos. Por ella somos capaces de actuar con libertad. Y la condición femenina o masculina de la persona es un límite constitutivo suyo, que da la posibilidad de desarrollar tareas complementarias y, sobre todo, de edificar una familia. Ninguna cirugía o tratamiento hormonal cambia esa naturaleza. Tan solo la desfigura y frustra, de tal manera que cualquier conducta suya en contra de esta definición natural significa, en definitiva, que la persona no se acepta a sí misma.
Ocurre también con el tiempo (y las edades) de la vida, algo intrínsecamente limitado. Descubrir la medida nos permite actuar sabiamente: enséñanos a contar nuestros días -rogará el salmista (Cf 90, 12)- para que adquiramos un corazón sabio. Entre lágrimas de emoción, el afamado tenista se retira de las canchas del juego profesional. Los que asisten a la escena perciben que se trata de algo irrevocable. “Todo tiene su momento -dirá el Qohelet- y todo cuanto se hace debajo del sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado” (3, 1-2).
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Bajo el rechazo del límite yace la pérdida de la articulación entre lo concreto y lo trascendente, que ha dado vida a la cultura de Occidente y, en todo caso, encierra lo más necesario. Esa articulación ha de ser vista en dos instancias: en lo real concreto, sobre todo de la Naturaleza; en la orientación final de las acciones del sujeto. En ambos casos, nos vemos referidos a Dios, Alfa y Omega de la realidad creada.
En lo real, las cosas, que procuramos conocer y usar, son también objeto posible de contemplación: ¿Sobrará tanta belleza?, se pregunta el poeta. En su consistencia propia encierran, con aquello que las define, el prodigio renovado del ser. Lo que son no explica que sean y nos remiten al fundamento trascendente del cual participan. Hay en todas ellas ese no sé qué que quedan balbuciendo (Juan de la Cruz), que nos lleva a Aquel que, al pasar, las ha vestido con su hermosura.
Los actos humanos, aun englobados en un tipo, alcanzan a su vez sentido universal cuando el sujeto se mueve por su verdad más íntima. Sócrates irá sin miedo a la muerte, Antígona desafiará la orden del tirano. Ambos saben que, al actuar y padecer, cumplen una misión: el compromiso humano con la verdad y el bien.
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Condición de un ánimo tranquilo y de la aptitud para trascenderse, la aceptación de sí mismo es parte importante de la aventura de nuestra existencia. Sin ello no podemos más que hacernos daño. Quién soy, qué soy, son preguntas inevitables y de respuesta necesaria para la conducción de nuestras acciones. “He de querer ser el que soy, dice Guardini: querer ser yo realmente y solo yo”. Esto es un principio de la vida con sentido. “En la raíz de todo está el acto por el cual me acepto a mí mismo. Debo estar de acuerdo con ser el que soy. De acuerdo con poseer las características que tengo. De acuerdo con estar en los límites que se me han trazado”. En particular, el límite esencial de mi condición de creatura.
“Es esencial pues -escribe San Juan Pablo II– que el hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Solo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y libertad de las demás personas” (Evangelium vitæ, 96). Grandeza del ser humano, podemos añadir, llamado por su misma naturaleza y condición de creatura espiritual a la unión con Dios, a una vida eterna en la verdad y el amor.
Digamos al final cómo es cierto que, ante toda persona, se yergue tarde o temprano la pregunta del mal y el sufrimiento, que parecen cancelar el sentido. Ello nos llevaría demasiado lejos ahora. El sabio estoico nos aconseja una resignada paciencia. Pero invoquemos al menos la respuesta de un ejemplo decisivo: Maximiliano Kolbe trasciende el horror y la miseria del campo de concentración con el sacrificio de su vida por amor. Diezmaban a los prisioneros: él tomó el lugar de uno que había de ser ejecutado y así preservó su vida. “Fuerte es el amor como la muerte”, dicen los Cantares (Cf 8, 6). “Aguas inmensas no podrían apagar el amor, ni los ríos ahogarlo” (7).