Escribo esta columna por adelantado, hoy viernes 23 de septiembre, porque este domingo 25, cuando salga la primera estrella en el cielo, comenzará el año nuevo hebreo -dos días en la diáspora- y estaré dedicada a las faenas propias de esa fecha. Diez días después, el 4 de octubre, conmemoraremos el día más importante de todo el calendario hebreo, Yom Kippur o día del perdón.
Escojo este tema para mi quinta pata de hoy por varias razones. Quizá, la más personal, alejarme por unas horas de la difícil situación nuestra, y por qué no, del mundo todo. Laberintos que no parecen tener salida fácil y a veces, dependiendo del ánimo de cada mirada, imposible.
Segundo, porque precisamente por esa nube gris que se pasea oronda por sobre nuestras cabezas hay un cielo -tiene que haber un cielo, tiene que haber el bien, me repito, tiene que haber un Dios- que nos releve por unas horas aunque sea, del dolor cotidiano. Tercero, porque de vez en cuando hace falta sumergirse en la fe -la mía, la tuya, la nuestra, y regodearnos, admirarnos, arroparnos por un rato aunque sea con sus significados alentadores, esperanzadores.
Y cuarta, a lo mejor la que más me mueve, porque apenas asomar por Twitter el tema del año nuevo y el perdón hebreos, mis tuiter cuates se mostraron interesados en conocer pequeñas cosas de otra fe, pequeños asideros a la esperanza o a la belleza, quién sabe si ambas son lo mismo. Así que cuando me lean, ya habrá transcurrido tanto el año nuevo, cuando recibimos con esperanza la posibilidad de un nuevo comienzo, el renacer de una nueva oportunidad de vida y nos congratulamos con la emblemática frase “que tengas un año bueno y dulce”, y también habrá quedado sellada la suerte y el veredicto de vida de cada quien durante los diez cruciales y subsiguientes días a Rosh Hashaná (y que median entre el año nuevo y el día del Perdón, Yom Kippur).
Lo que a mí, mujer sobre todo de palabras, me llama la atención entre otras cosas es que la felicitación de año nuevo hebreo difiere de tantas otras. Decimos Shaná Tová u metuká que traducido literalmente significa año bueno y dulce. Pero, ¿por qué para iniciar un nuevo ciclo nos deseamos “un año bueno y dulce” y no un “feliz año”? Porque dicen los sabios que no es lo mismo esperar un feliz año dado la volatilidad, la fragilidad y lo efímero de la felicidad, que augurar un año bueno de la misma manera en la que hizo Dios cuando creó el mundo, paso a paso, elemento por elemento. A cada creación SUYA coronaba satisfecho según dice el Antiguo Testamento: Y “vio que era bueno” (sic).
En pocas palabras, deduzco, (porque no soy experta en nada y mucho menos en religión ni misticismo) si un año es bueno y dulce, la inasible felicidad debe estar contenida, aunque sea a ratos en él. Un año feliz es bueno, me digo. Pero un año bueno y dulce, es mejor. En cambio, durante los diez días después del año nuevo, esos 10 días cruciales que median entre el año nuevo y el día del perdón, Yom Kippur, la congratulación, el deseo es distinto. ¿Por qué digo cruciales cuando hablo de ese paréntesis de 10 días entre el año nuevo y el perdón?
Los conocemos como los “días temibles”, del hebreo “Yamim Noraím”, porque durante esos días, ese paréntesis entre el comienzo de un año y el día del perdón, todos nuestros acontecimientos, acciones, aciertos y desaciertos son estudiados por el Todopoderoso y entonces, solo entonces, cada ser humano es por fin inscrito y sellado en el libro de la vida. Por ello el deseo común de felicitación este día -y que se diferencia de la congratulación de año nuevo- se traduce en “que tengas un buen año y que te anoten bien (en el libro de la vida) “Shaná tová tikatebu”.
“La revista Atlantic Monthly publicó hace un tiempo un fascinante artículo titulado ‘Ser feliz no lo es todo en la vida’. La autora, Emily Esfahani Smith, señala que los investigadores están poco a poco comenzando a advertir en contra de la mera persecución de la felicidad, ya que han descubierto que pese a que una vida significativa y una vida feliz coinciden en ciertas cosas, son en realidad muy diferentes una de otra. Los sicólogos descubrieron que tener una vida feliz está asociado con ser un tomador, mientras que tener una vida significativa está asociado con ser un dador.
“‘La felicidad sin significado está caracterizada por una vida relativamente superficial e incluso egoísta, en la que todo está bien, las necesidades y los deseos son satisfechos sin dificultad y las complicaciones son evitadas’, escribe la autora.
La gente feliz obtiene su alegría de recibir, mientras que la gente que tiene una vida significativa obtiene su alegría de dar a otros. Smith cita en el reportaje a Kathleen Vohs, una de las autoras de un nuevo estudio publicado en el Semanario de Sicología Positiva: ‘La gente feliz obtiene su alegría de recibir de los demás, mientras que la gente que tiene una vida significativa obtiene su alegría de darle a los demás’. En otras palabras, el sentido trasciende al ego, mientras que la felicidad implica darle al ego lo que quiere.
De acuerdo a Roy Baumeister, jefe de investigación del estudio: ‘Lo que separa a los humanos de los animales no es la búsqueda de la felicidad, lo cual ocurre en todo el mundo natural, sino que es la búsqueda de sentido, la cual solo existe en los humanos’. Mucho antes de estos estudios, los judíos ya entendían esas verdades intuitivamente” (Autor/Fuente: aishlatino.com).
Para quienes me preguntan por las costumbres durante esas fechas, comemos todo muy dulce y redondo simulando el ciclo de la vida y de cada año, la miel no puede faltar como buen presagio de los 12 meses dulces que vendrán. Y luego durante los diez días que siguen al fin de año, enmendamos, corregimos, pedimos perdón personalmente, reponemos y saldamos las cuentas con quienes, queriéndolo o no, hemos errado.
El gran día del perdón vamos a la sinagoga a meldar y a escuchar el shofar -el cuerno de carnero que canta como trompeta (con sus formas, sus notas largas o cortas, sus pausas y repeticiones) desde los tiempos ancestrales- y dicen los que saben que cuando el rezo va a terminar, cuando salen ya pronto las estrellas que indican que finaliza este día del calendario, las plegarias se intensifican, se hacen poderosas, se elevan la voces de los fieles para que sus ruegos quepan aún por las rendijas del firmamento antes de que los cielos que se han abierto en año nuevo, se vuelvan a cerrar a la plegarias de ese día del perdón.
En Rosh Hashaná, el sonido del cuerno del carnero nos llama a la atención colectiva. El sonido del shofar nos hace escuchar los gritos de todos los que piden por su seguridad, por su bienestar y el de sus seres queridos. De mi infancia recuerdo a mi padre cobijándonos a nosotras, a mi madre y a nosotras, sus tres hijas, con su “talit” o manto con el que se cubren los hombres judíos para todos los rituales de la fe; mientras, el sonido del shofar cada vez más contundente y los rezos de viva voz, de voces llenas de ímpetu colmaban el eco de la antigua y amorosa Sinagoga de Maripérez. Allí los cinco. Agazapados bajo el talit de mi padre, pidiendo salud y vida. Salud y bien.
Cualquiera diría que soy una mujer de fe: pero soy más bien una mujer de tradiciones. No quiero perder de vista aquello que heredé al nacer, ni el modo en que cumplimos nuestros rituales por generaciones. Tal vez sea eso precisamente lo que me hace albergar mi fe, camuflada en costumbre. En reverencia a mis antepasados.
El año nuevo o “cabeza del año” (Rosh Hashaná), dicen los sabios, conmemora el día de la creación de Adán y Eva. El primer hombre y la primera mujer sobre la faz de la tierra. A partir de aquel momento, dicen los talmudistas, comenzó la relación indivisible del Todopoderoso con la humanidad. Y viceversa. Desde entonces, cada Rosh Hashaná, cada “cabeza del año”, todos los habitantes del mundo pasan ante Dios como un rebaño de ovejas y se decreta el futuro de cada quien para los próximos 12 meses.
Yo, que sigo cumpliendo a cabalidad con mis ritos antiguos, tal vez confío, creo, después de miles de años y hasta hoy, en el vínculo indivisible de nosotros y Él. Un año bueno y dulce para todos. Sea.