Los convencionales que tenían la misión de presentar una nueva y prometedora Constitución ante el pueblo de Chile, olvidaron por completo las cualidades del destinatario. Se pusieron a pulir las ideas que traían en la cabeza hasta dejarlas relucientes, los ensueños y los designios estrafalarios de los cuales se sentían como mensajeros o como enviados de una supuesta providencia republicana, sin detenerse a pensar en lo que de veras deseaba la sociedad. Hicieron un manual de vida para ellos, exclusivamente para ellos, que solo podía funcionar en el marco aparentemente perfecto de sus fantasías. Imaginaron un país y se empeñaron en la imposición de una insostenible proyección, sin pensar siquiera con algún detenimiento en un contorno que no tenía la ceguera, ni la idiotez, como una de sus características esenciales. De allí el chasco que se llevaron y la lección que dejan al resto del Continente.
Un solo hecho histórico pudo llamarlos a la prevención, o, para decirlo de una buena vez, al respeto de una colectividad que había demostrado contundente madurez ante un desafío que parecía insuperable. A los convencionales, incautos y prepotentes a la vez, les hubiera bastado con detenerse en los sucesos memorables de 1988, cuando la mayoría de los votantes del país, contra todo pronóstico y moviéndose con admirable cautela, le dio a Augusto Pinochet con la puerta en las narices. Pero al general que todavía se encontraba apoltronado en La Moneda, en la cumbre del poder, confiado en la apuesta de su continuidad y en el soporte de las fuerzas armadas. Pero al hombre fuerte del despiadado golpe contra el presidente Salvador Allende, no a un sujeto disminuido políticamente ni apocado por el peso del almanaque. Un pueblo capaz de moverse con la excepcional pericia que condujo, sin derramamiento de sangre ni poses altisonantes, al declive definitivo de un dictador hasta entonces todopoderoso y temible por miles de razones, debió ser tomado en cuenta antes de tratar de atorarlo con un mamotreto constitucional.
También olvidaron los convencionales cómo la sociedad a la que se dirigían había tomado la ruta de la evolución para fraguase un nuevo destino. Los chilenos de entonces, que son los mismos de ahora, o sus descendientes más perspicaces, no se jugaron el futuro en un solo envite, sino en la trabajosa fábrica del paso a paso, en los consejos de la paciencia y en la espera de la oportunidad propicia. Labraron progresivamente el itinerario hacia la tierra prometida, como discípulos aventajados de una historia reciente que condujo de la aspereza y la insensatez de una izquierda despiadada a la hegemonía de una derecha repelente y horripilante. No querían repetir el viaje en una caravana parecida a la del pasado reciente, sino solo en periplos prevenidos.
Sin embargo, los convencionales decidieron cambiarles la vida en un santiamén porque lo señalaban sus ideas iluminadas. El pueblo que había ofrecido lecciones de sabiduría ahora sería distinto porque ellos lo decretaban, porque había llegado por fin la hora de los oráculos infalibles. Solo faltaba un formalismo electoral y colorín colorado. ¿Se puede pensar en una desconexión más escandalosa entre una clase política y la sensibilidad de las mayorías, en una patada tan inexplicable a la historia contemporánea de una nación, en una ignorancia así de supina sobre los intereses de la colectividad?
Como el rechazo de la Constitución fue fulminante, no le queda más remedio a sus proponentes y a sus promotores que dar marcha atrás y pensar, con la lucidez que hasta ahora les ha faltado, en la redacción de un nuevo texto. ¿Por qué? Debido a que es el deseo de los votantes, que no se manifestaron por la petrificación sino por un avance inteligente y respetuoso que no se burle de ellos. Eso es de Perogrullo. De otra manera estarán los políticos del flamante gobierno labrando su ruta hacia el cementerio, más temprano que tarde. Es imposible que no se observe la mole de un dromedario sin jinete cuando se mete en la sala de la casa con ganas de llevarse todo por delante. Solo cuando se mira de lejos pueden los observadores, aunque en contados predicamentos, permitirse el lujo de la necedad o la excusa de la miopía.
Especialmente si usan lentes desfasados para mirar el paisaje. La lejanía puede invitar a la estupidez, en algunos casos como el del presidente colombiano Gustavo Petro. El pobre no entendió nada porque ve a través de unas estrechas antiguallas a las que se ha acostumbrado desde la juventud. De otra forma no hubiera afirmado, después de la apoteósica decisión electoral que venimos comentando, que en Chile había resucitado Pinochet. Y lo dijo sin siquiera parpadear.