Dos particularidades eran impensables hasta entonces: ser condenado a muerte por tu condición o tu naturaleza de nacimiento, y la industrialización de la matanza a gran escala de seres humanos. Morir por convicciones políticas o por defectos físicos era historia conocida. Lo inédito era tener que morir a juro solo por ser, por existir. Voy pensando mientras escribo este primer párrafo, que esta columna mía, “La quinta pata”, parece más bien un diario de vida en involución. Un parte de guerra vergonzoso y quincenal.
Pero es que a veces me cuesta saltarme a la torera ciertos eventos. “¿Por qué Hitler no terminó su trabajo?”. Se preguntan sin pudor desde la tv y el streaming. ¡Pero es que la tarea de Adolf no era poca: promover, proteger y salvaguardar a la raza superior: La aria! Para ello, el recién estrenado gobierno nazi, ya desde 1939, promueve un plan de acción: la eutanasia. Es decir, toda persona que sufriera de retraso mental, alguna discapacidad física o alguna enfermedad psiquiátrica debía desaparecer (ser aniquilada) para honrar aquel programa inicial que se llamó T4.
Con este referente transcurre la primera media hora de la estupendísima película alemana “Never look away” o “Nunca apartes la mirada” del autor y director Florian Henckel von Donnersmarck, mismo realizador de aquella joya, “La vida de los otros”. Así que la faena de Hitler se inicia como un ensayo para sistematizar primero la esterilización y luego la muerte de incapacitados y enfermos mentales. Adultos y niños (a los niños los asesinaban con una dosis letal de alguna droga o les dejaban simplemente morir por inanición. No así los adultos a quienes sacrificaban en cámaras de gas diseñadas para tal fin).
Obviamente, era precisa la colaboración de muchos médicos que estuvieran dispuestos a categorizar quiénes debían ser asesinados para proteger de la degeneración a la raza aria.
“Desde el punto de vista de Hitler, todos los grupos, razas o pueblos (usaba esos términos indistintamente) poseían rasgos inherentes e inmutables que se transmitían de generación en generación. Ningún individuo podía superar las cualidades innatas de la raza. Toda la historia humana podía explicarse en términos de la lucha de razas”. Nos dice la Enciclopedia del Holocausto.
Así que después de varios ensayos como el Programa T4, la tarea fundamental que se propuso Hitler y compañía, fue acabar con el problema número uno: el asunto judío. Es decir, la población judía de Europa. Después de años de matanzas móviles, fusilamientos en masa, expropiaciones, guettos y enfermedades, en 1941 y a orillas del lago de Wannsee, se celebró una plácida reunión de trabajo que tenía un único punto en el orden del día: discutir y formalizar la implementación de la llamada “Solución final de la cuestión judía”, la deportación y asesinato de toda la población judía de Europa.
La reunión fue convocada por el jefe de la Oficina de Seguridad del Reich, Reinhard Heydrich, y acudieron oficiales y funcionarios de alto rango del Partido Nazi, las SS, la cancillería y de diferentes ministerios del gobierno alemán y las administraciones de los territorios ocupados en el Este de Europa.
“En Wannsee, Heydrich informó de esta decisión, se ponía al mando e invitó a los participantes a resolver diferencias competenciales con el fin de sistematizar y extender el genocidio hasta el último rincón de Europa. Se dirimen aspectos jurídicos -cómo tratar a judíos y Mischlinge (los mestizos) de primer y segundo grado, así como a los ‘matrimonios mixtos’, cómo confiscar sus bienes- y se formularon propuestas concretas de ‘soluciones’ al problema, es decir, la eficiencia de los distintos métodos de asesinato”. (Ochenta años de Wannsee: cuando los nazis planificaron el exterminio de los judíos. Alejandro Baer, El País).
Toda una planificación metódica que daba cuenta de la tecnología disponible, el cálculo de costos (Las balas para tanta gente salían demasiado costosas), y la logística de evacuación y transporte. En suma, que la “Solución final” es abordada como una empresa cualquiera, como una industria para producir, no armas, no salchichas, no electrodomésticos, sino la muerte, la muerte industrial. Un bien implementado y rentable sistema de asesinato en masa -las cámaras de gas, y el Zyklon B.
Pero si los judíos fueron el objetivo número uno, no fueron el único. También los romaníes (gitanos romanos o romaníes, “los encerraron en campos de detención, los deportaron y obligaron a realizar trabajos forzados, además de enviarlos a campos de exterminio. Los Einsatzgruppen -equipos móviles de matanza- también asesinaron a cientos de miles de romaníes en los territorios orientales bajo ocupación alemana. El destino de los romaníes fue muy similar al de los judíos”, nos relata María Sierra, catedrática de historia contemporánea de la Universidad de Sevilla en su libro “Holocausto Gitano”), los eslavos (considerados también raza inferior y cuyos territorios, además, los nazis necesitaban vaciar para que cupiera toda la raza perfecta que se multiplicaría), los polacos (otra “raza inferior” que debía ser exterminada; judíos, católicos y ortodoxos, 1,8 millones de polacos asesinados y 3 millones de judíos polacos), ucranianos, republicanos españoles, católicos, testigos de Jehová, no europeos, lisiados y homosexuales.
(Hago una síntesis apretada sin intención de dictar cátedra: no soy experta en el tema. Apenas refiero mis lecturas desordenadas).
Con respecto a los homosexuales -poco se habla de esto- antes de la llegada de Hitler, el movimiento homosexual, por ejemplo, había alcanzado su apogeo a través de diversos grupos y protestas para que fuera eliminado del código penal el artículo 175 que condenaba las relaciones homosexuales. Pero con la llegada de Hitler todo se precipita al abismo: también el movimiento homosexual “degenerado”. Y es que los nazis sostenían que las razas “superiores” no solo tenían el derecho, sino la obligación de someter e incluso de exterminar a las razas “inferiores”.
Soy hebrea. Estudié en colegio hebreo. Mi padre vino de España a finales de los años ‘40, y mi mamá nació en Caracas. Por tanto, la experiencia del Holocausto que tengo no es de primera mano. Pero sí muy cercana. Primero, porque las hermanas de mi abuelo materno, cuando este ya vivía en Venezuela, huyeron de Francia a Argelia para no ser deportadas por judías. Y desde allí mandaban cartas dando cuenta de cómo estaban, cómo sobrevivían, y todo aquello que se sabía o se rumoreaba sobre los campos de concentración y de exterminio nazis. Esa correspondencia que venía desde Orán, que por cierto guardamos hasta hoy, venía con la esvástica como sello y con censura en fragmentos de algunas hojas. A su vez, el hermano de mi abuelo materno formaba parte de la resistencia francesa -se movía entre Francia y Argelia- y también enviaba cartas e infidencias escritas en clave, que leímos y releemos como si reviviéramos sus voces.
Luego, en el colegio hebreo, las tres cuartas partes de mis compañeros eran hijos de sobrevivientes de la Shoá. Así que crecí viendo brazos tatuados con números y escuchando sobre las atrocidades. Pero lo que me tocó más de cerca ocurrió en los años ‘90, justo después de que Steven Spielberg filmara “La Lista de Schindler”. El cineasta encargó a todas las comunidades judías del mundo -dado que los sobrevivientes envejecían y luego no habría quien contara el Holocausto- que se entrevistara y se filmara a todo sobreviviente. Y yo me ofrecí de voluntaria para esa labor.
Todo lo que escuché, todo lo que vi, la tragedia inimaginable que me narraron con el alma en un hilo, me marcó. Esas imágenes aún hoy son mías: no las viví, no me pertenecen. No estuve tampoco cuando Nerón incendió Roma ni fui testigo de las guerras púnicas. Ni de la Revolución Francesa, pero no soy tan ególatra: la historia existe antes y después de mí.
“El Holocausto no debe ser entendido como la antítesis de la civilización moderna o una desviación del camino del progreso, nos plantea Bauman, sino una de sus posibilidades ocultas. Auschwitz, por tanto, no desapareció de la faz de la tierra con la destrucción del nazismo en 1945. Permanece como una amenaza en un mundo en el que se han multiplicado los medios y tecnologías para el tipo de dominación que los nazis llevaron a su expresión más extrema” (SIC) Alejandro Baer, diario El País, enero de 2022.
Ciertamente, en su libro Modernidad y Holocausto, Zygmunt Bauman desarrolla una tesis que el filósofo Walter Benjamin ya había bosquejado antes del Holocausto casi como si fuera un presentimiento, una premonición: “No hay documento de civilización que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie”. El pliego que emerge de la reunión y el plácido almuerzo a orillas del Wannsee sobre la “solución final” es una pequeñísima muestra de ello.
Y es verdad, como lamentaba un “ilustre pensador” por estos días en entrevista pública, “Hitler no terminó la tarea”. Porque aún hoy existen judíos, homosexuales, romaníes, comunistas, polacos, ucranianos, discapacitados, enfermos mentales y hasta estúpidos -como algunos que dan declaraciones bobas desde el mal aliento de la ignorancia, desde la halitosis de la hipocresía y periodistas que además se lo sonríen.
Tal banalización del mal es un poco volver a asesinar a los muertos.