Cuando Zafar, de 10 años, leyó parte del primer borrador de la novela en la que trabajaba su padre, fue implacable: “Le falta fuerza”, le dijo: “Algunas personas podrían aburrirse”. Aquello fue un corrientazo, una inyección de energía para Salman Rushdie.
“Érase una vez, en el país de Alifbay, una ciudad triste, la más triste de las ciudades, una ciudad tan míseramente triste que hasta había olvidado su nombre”.
Por aquellos días Salman no era Salman: era Joseph Anton, el nombre clave que escogió para su nueva vida de escritor perseguido por el fundamentalismo islámico tras la publicación de “Los versos satánicos”. En esas condiciones era poco y complicado el tiempo que podía pasar con Zafar, su primer hijo. Todo, en realidad, era complicado: bajo amenaza permanente, escoltado, clandestino, apestado, cualquier movimiento, cualquier decisión suponía la puesta en marcha de un complejo aparato de vigilancia y seguridad. Pero además, el mundo editorial se enfrentaba a un riesgo con él: editar sus libros implicaba ponerse en la mira de los extremistas. Y mientras avanzaba en la corrección de “Harún y el Mar de las Historias” e incluso al terminarla, nada garantizaba su publicación. Solo tras demoradas gestiones -y con el fabuloso Bill Buford en papel protagónico-, tras dejar bien claro que no le cambiaría nada, el libro salió a la calle el 27 de septiembre de 1990. Su dedicatoria a Zafar dice:
“Mientras yo vago lejos de la vista, lee y llévame junto a ti”.
Harún es el joven hijo del mejor contador de historias de ese país imaginario que tanto se parece a algunos de verdad: Rashid Khalifa, quien para sus admiradores era “Rashid, el Océano de la Fantasía” y el “Sha del Blablablá”, para sus envidiosos rivales.
En aquella ciudad triste, Rashid era el único capaz de producir felicidad a sus habitantes gracias a su prodigiosa habilidad de juglar.
“Harún solía comparar a su padre con un malabarista, porque en realidad sus cuentos estaban hechos de retazos de historias diferentes que él manejaba a su antojo y mantenía en constante movimiento, como el que juega con muchas pelotas a la vez, sin equivocarse nunca”.
Maravillado, Harún quería saber de dónde venían esos cuentos porque todo tiene que salir de alguna parte, ¿no? Y cada vez que le preguntaba, Rashid le respondía:
“Del gran Mar de las Historias. Yo bebo las cálidas Aguas de las Historias y me siento lleno de inspiración”.
Semejante cosa, por supuesto, le parecía una nueva fabulación de su padre, una respuesta evasiva, porque ese Mar de las Historias no existía, claro que no. ¿O sí?
Por diversas circunstancias que debes ir a leer porque no te las voy a contar aquí, la buena fortuna de esta familia se empaña de tal manera que el Sha del Blablablá se encuentra a punto de perder su don de cuentacuentos y aquí es donde empieza la gran aventura que le permite a Harún constatar que Rashid no miente, que el Mar de las Historias está ahí y que justo en ese momento está amenazado por el Archienemigo de todos los Cuentos y hasta del Lenguaje, el Príncipe del Silencio, el Adversario del Habla, quien gobernaba en la región de la Noche Permanente.
“Harún y el Mar de las Historias” es un relato que rebosa magia y fantasía que, obviamente, bajo su apariencia de cuento juvenil es muchas cosas más de acuerdo a la interpretación de cada lector, aunque es indiscutiblemente un hermoso alegato a favor de la libertad de expresión, una celebración de la literatura, de la imaginación y una clara advertencia sobre el profundo daño que causan los extremistas, esos que tratan de imponer a los otros sus estrechas maneras de ver la vida.
“Al principio, Khattam-Shud, el Maestro del Culto, predicaba el odio solo contra los cuentos, la fantasía y los sueños; pero ahora se ha hecho más severo y se opone a cualquier Palabra”.
La novela, con todo y este elemento, no es un panfleto ni tiene la forma de un aburrido sermón destinado a sembrar el miedo. Todo lo contrario. Su tono, su ritmo, es una fiesta, es la desmesura del realismo mágico, es la esencia misma de la obra de Rushdie: delirante, con ecos que recuerdan el espíritu de “Alicia en el país de las maravillas”, donde las cosas y los personajes más insólitos ocurren y entran en escena con total naturalidad, donde hay humor, ironía y una amorosa visión de las relaciones entre padre e hijo y entre los mismos personajes que afianzan el compromiso de la amistad forjada en el heroico empeño de lanzarse a la aventura de salvarnos del silencio.
Es un libro hermoso, estimulante -como todo lo publicado por Rushdie- y que logra conectarte de inmediato con la esquina de tu niñez, con esa luz de fantasía que persiste más allá de los años y las canas.