“Better Call Saul” termina. En realidad, ya ha terminado, a no ser que el espectador asiduo ofrezca resistencia y prolongue el visionado de cada uno de los capítulos de la sexta temporada. O bien, quede atrapado en un bucle temporal que le permita transitar por un (multi) universo que comprende al menos 14 años de historia personal (la del espectador en cuestión) y la propia vida de ese espacio narrativo que habita en Nuevo México entre varias líneas de tiempo y personajes. De Breaking Bad (2008-2013) a Better Call Saul (2015-2022) -ah, no olvidar El Camino: Una película de Breaking Bad (2019)-, no es poco lo que ha quedado enterrado bajo el sol del desierto. Tampoco lo que ha quedado al descubierto, abrasado por el sol, pero también dejando a cada personaje al denudo.
Seguramente, nuestro espectador fiel, pensará que aún no se ha visto todo. Vince Gilligan (creador junto a Peter Gould de la ya totémica serie), sin embargo, ha dicho “ya no más”. Como su espectador, sabe que puede volver. Que puede abrir nuevos derroteros. Que puede abordar desde otro lugar aquello que Nuevo México ofrece, pero todo ello queda en una probabilidad. Hay que pasar página. Probarse en nuevos territorios. Quizá mudarse más al Norte o bien a otros tiempos. Literalmente, Gilligan no quiere ser el autor de un único tiro.
Si se mira un poco hacia atrás, queda claro que no lo es. Gilligan firmó guiones de The X-Files (fue allí donde vio, entre otras cosas, la verdad. Su verdad: el registro que le llevó a Bryan Cranston como protagonista de su estelar seriado) y también esa joya más allá de Marvel y DC Comics llamada Hancock (2008); film de superhéroes mitológicos que generó más de 600 millones de dólares. Cierto, también Battle Creek, un viaje de 13 episodios que no tuvo altos vuelos, probablemente por el cambio de timón y el tamaño de sus criaturas previas.
Lo que esté por venir, después de todo lo anterior, ya se verá. Lo que ha quedado es un registro por partida doble de la mejor televisión que se ha realizado en las últimas dos décadas. Breaking Bad conquistó el Emmy al Mejor Drama (2013); mientras que Better Call Saul lo pide a gritos. Este año puede ser suyo. Tendrá que disputarlo con otros siete oponentes: Euphoria, Ozark, Severance, StrangerThings, Squid Game, Succession, y Yellowjackets. Entre todos ellos, Ozark debería ser su único muro. Aun así, Succession y Yellowjackets parecen ser sus verdaderos obstáculos.
Premios a un lado, Better Call Saul merece un galardón: el de Mejor Actor en un drama para Bob Odenkirk. Como a John Hamm, a Odenkirk, el premio en dicha categoría le ha sido esquivo. Hamm debió aguardar hasta el final para ser considerado por sus compañeros de oficio como el mejor intérprete tras dar vida durante siete temporadas al atormentado, ególatra y exitoso Don Draper de Mad Men.
Durante poco más de una década, Odenkirk se ha entregado en cuerpo y alma a Jimmy Hill/Saul Goodman (“Buen hombre”) esa suerte de Dr. Jekyll y Mr. Hyde que asoma otras caras más allá de sus temperamentos, como la de ese ‘otro yo’ suyo convertido en timador de poco relieve, -Slippin Jimmy-, pero que más pronto que tarde sumará al abogado que apuesta por una gran carrera que le ayude a salir de la sombre de su hermano Chuck (Michael McKean). Un hermano exitoso, aquejado de sus propios fantasmas y fobias.
Si Better Call Saul significó para la dupla creadora una huida hacia adelante (paradójico, tomando en cuenta que la historia es en realidad una precuela). Jimmy Hill ha sido su mejor escapista. Un hombre que huye, que escapa de un lío tras otro, de una muerte tras otra. Un hombre con una capacidad argumentativa que el mejor abogado -de ¿The Good Wife, The Practice, L.A. Law?-, querría para sí. Un hombre con siete vidas o muchas más que busca permanentemente la luz, mientras deambula por su lado oscuro.
En el fondo, como su alter ego subraya, Jimmy es un buen hombre. Un hombre que busca reparar aquello que consiga defender. Aquello que ame. Incluso su pasado. Repararse a sí mismo. Reparar es una palabra clave en el vocabulario personal de Jimmy. Así, todo aquello que simboliza su deterioro personal no es más que situaciones y relaciones que no funcionan, o no funcionan todo lo bien que él quisiera.
Jimmy Hill hereda así el encanto del perdedor heróico que tanto hizo por Hollywood. Hill tiene un poco de Charlot, de Lloyd, de Keaton, de Harry Langdon, de Woody Allen, de Nicolas Cage.
Cierto es que el drama en la vida de Jimmy es que esta sea en realidad una comedia negra. Deambulando en su destartalado carro rojo/amarillo -metáfora de su definitivo calado-. Contando las monedas y los vales para pagar un estacionamiento. Despachando desde un trastero en una peluquería. Cobrando 700 dólares por cliente asignado. Persiguiendo clientes tan inequívocamente perdedores como él. Perseguido por clientes que no quieren acabar como él: siendo un perdedor. “Usted es el abogado que te hace parecer culpable”, le alcanza a decir una adorable ama de casa en algún momento de su arco vital.
Jimmy es ese futuro abogado cuyo astuto alter ego, Saul Goodman, se hace anunciar ya no en grandes vallas, sino en absurdos comerciales nocturnos y en bancas del parque donde se sientan otros perdedores. Es ese hombre que de la nada consiguió un dudoso título de defensor, para convivir en un subir y bajar del ascensor con su -trágico-, némesis apolíneo Howard Hamlin (Patrick Fabian), con su alma gemela Kim Wexler (Rhea Seehorn) y esa galería de extraños personajes que incluso los hermanos Coen envidiarían: Nacho Vega (Michael Mando), Gus Fring (Giancarlo Espósito) o Lalo Salamanca (Tony Dalton).
Todo ello compone un espacio sonoro, visual, de rostros que se contagian de ese espíritu, donde el mejor rictus lo aporta Jonathan Banks en tanto Mike Ehrmantraut (personaje clave en su viaje al “inframundo”). Donde el drama da paso al thriller y finalmente a esa comedia negra, hermana del mejor cine negro.
El calor que despide la pantalla ante la saturación de los rojos y amarillos -paleta heredada de Breaking Bad-, no atentan, sino que subrayan ese aliento negro y oscuro repleto de sombras en los espacios interiores. Ni qué decir en las frías noches de Albuquerque. Un concienzudo y meticuloso trabajo de fotografía y diseño de producción que va tejiendo la temperatura de la historia y ese espacio gris con sus blancos y negros de a cada tanto que retratan al hombre -Gene Takavic-, que después de todo lo visto y vivido hornea cinnamons rolls en un centro comercial mientras reza por no ser reconocido.
Better Call Saul es un eco moribundo sobre la desesperación. También, en cierto modo, el eco de un drama sin retorno. La de un talento necesitado de reconocimiento. La de un hombre brillante sin lustre alguno. Un rompecabezas emocional compuesto con maestría por Bob Odenkirk quien ha vuelto a lucirse en un final que desprende el aroma de los clásico; donde el perdedor de siempre, sale airoso, perdiendo una vez más.
Así. El viaje ha terminado. Precuela, presente y futuro ya han acabado. Es hora de dejarle ir. De liberar a Gilligan y dejarle marchar a su isla creativa. De liberar a Gould, el otro padre de la criatura desde el minuto uno. Liberarles, mientras su criatura queda encerrada en su propio bucle. Un bucle para el disfrute del espectador que se resista a abandonarlo.
*Las fotografías y el video fueron facilitados por el autor, Robert Andrés Gómez, al editor de La Gran Aldea.