El filósofo Sócrates aparece sentado en una cama, se despide de sus allegados y discípulos que lloran amargamente el cumplimiento de su infame condena, un hombre (el carcelero) escasamente vestido, con ropajes de color rojizo, por cierto, le proporciona la vasija con cicuta, con la que se sellará su letal destino. La imagen inmortalizada por el pintor francés Jacques-Louis David, no es más que el momento en que se ejecuta la sentencia dictada contra el ilustre intelectual, luego de un juicio oral y público en un proceso penal en el que fue acusado de corromper a los jóvenes inculcando la falta de creencia en los dioses.
Por siglos, académicos, abogados, filósofos, ebrios y sobrios han analizado el juicio a Sócrates. Todos hemos escuchado sobre la acusación de Ánito, Meleto y Licón, quienes argumentaron contra este por haber cometido los supuestos delitos, los argumentos de Sócrates en su defensa, los interrogatorios, la votación de los 501 jueces para determinar primero su supuesta responsabilidad y luego para decidir sobre la condena. Todo, absolutamente todo lo ocurrido en ese proceso, ha sido objeto de cuidadosa revisión en todo el orbe, gracias a que todo el enjuiciamiento fue público. Desde antes de 399 a.C., año en que se llevó a cabo este proceso, los griegos como sociedad de avanzada tenían consciencia de las ventajas que ofrece la publicidad de los juicios. La publicidad ha sido acogida por el mundo libre como un principio rector del proceso, garantía de transparencia y rectitud, a partir del control que ejercen los ciudadanos que observan, valoran y evalúan el comportamiento de los involucrados; se forman criterio sobre fuerza convictiva de las pruebas presentadas a favor y en contra de los acusados, y la justicia o injusticia de la sentencia. Es por ello que la publicidad quedó recogida como un principio ineludible en el artículo 15 del Código Orgánico Procesal Penal.
Mientras esto ocurre desde hace siglos en cualquier parte del mundo civilizado e institucional, en la Venezuela de la ‘revolución bonita’, que ya se arregló, se llevó a cabo un juicio secreto, en privado, subrepticio, oscuro, furtivo, encubierto y malintencionado. En este sainete procesal, 17 venezolanos fueron sometidos al banquillo para complacer al Tirano, y se les acusa de un repertorio de delitos (algunos de los más graves del ordenamiento jurídico, por cierto), con ocasión de un turbio incidente ocurrido justamente el mismo 4 de agosto (fecha de la culminación del juicio), pero de 2018. Ese día, según la versión oficialista recogida en la acusación de los fiscales defensores de la tortura, un supuesto dron que volaba sobre la Avenida Bolívar, fue el instrumento que se intentó utilizar como arma cargada de explosivos para atentar contra la plana mayor del régimen que celebraba el día de la Guardia Nacional.
Todos recordamos ese día, por la inusitada ruptura de la parada de los guardias nacionales, quienes ante la explosión de lo que parecía un fosforito navideño, corrieron despavoridos a esconderse, conducta muy contraria por cierto a su envalentonado comportamiento durante las protestas ciudadanas en 2017, cuando asesinaron estudiantes, golpearon a adultos mayores y destruyeron viviendas y vehículos. A partir de ahí, el secretismo fue el signo de esta “investigación”. Nadie ha visto el dron o sus restos, nadie sabe quién tenía el control remoto, si es que alguien lo tenía, cual o cuanto era el explosivo, si es que existía este y como sería detonado. En fin, no se sabe absolutamente nada de este incidente, con excepción del “sálvese quien pueda” de los guardias. Esto es muy sospechoso, sobre todo cuando estamos en presencia de un “fiscal” que a la usanza de los malos programas televisivos en los que se imparte supuesta justicia, es aficionado a las apariciones públicas usando su dedo acusador, atribuyéndose el esclarecimiento de delitos imaginarios. Cabe decir, que toda investigación penal empieza por el sitio el suceso, se inspecciona, se ausculta, se colectan las evidencias, pues acá no hubo nada de eso, hay un supuesto delito, pero sobre el sitio del suceso no hay abordaje alguno.
Pero lo que si quedará en la memoria colectiva del país, son las torturas, los tratos degradantes e inhumanos a los que fueron sometidos los 17 acusados. Recordemos al diputado Juan Requesens siendo mostrado en la televisión nacional desorientado y casi sin ropa, flanqueado por los esbirros que lo detuvieron ilegalmente, por cierto, ya que para ese momento gozaba de la inmunidad parlamentaria que le ofrecía haber sido electo diputado de la legítima Asamblea Nacional. Lastimosamente, este episodio solo era el comienzo de una escalada de auténtico terrorismo de Estado, en que se produjeron decenas de desapariciones forzadas, detenciones ilegales, allanamientos sin orden judicial, torturas, siembra de supuestas evidencias, persecución y todo tipo de desmanes contra los Derechos Humanos. Se lucieron pues, y no podía ser de otra manera, pues la supuesta víctima era nada menos que el cabecilla de la usurpación de poder.
Durante el juicio, trece de los diecisiete acusados, estuvieron cara a cara con sus torturadores, quienes eran nada menos que los únicos órganos de prueba con los que contaba la fiscalía para tratar de demostrar el supuesto delito. En un derroche de valentía, las víctimas señalaron ante la parcializada juez a sus verdugos, y narraron cada uno de los tormentos medievales a los que fueron sometidos por estos agentes. La Juzgadora, lejos de cumplir con sus deberes constitucionales, hizo reiterado caso omiso de los señalamientos, como si no estaban ocurriendo, a pesar de las incidencias presentadas por los defensores para que se recogieran los testimonios y se enviaran al Ministerio Público para cumplir con la formalidad, pues se sabe que estos no investigan estos crímenes.
Aplicación de electricidad, asfixia con bolsas plásticas en la cabeza, ahogamientos en recipientes de agua, extracción de las uñas, amenazas de violación, entre otras barbaridades que dejaron evidentes secuelas en las víctimas, devenidos en acusados, por obra y gracia del fiscal al servicio del oprobio. Mientras estos crímenes de Estado ocurrían, los fiscales encargados de la acusación los avalaban con su presencia en los organismos de inteligencia. Menos aún pensar en denunciar ante Defensoría del Pueblo, “institución” dedicada por años a la férrea defensa de la revolución, sin importar lo que sus agentes hagan contra los ciudadanos. El juicio se hizo en privado para intentar ocultar estos horrores, pero la verdad es terca cuando se trata de la dignidad mancillada de las personas. Ni siquiera los representantes consulares de aquellos que tenían otra nacionalidad además de la venezolana pudieron acceder por mandato de la jueza.
No podemos dejar de mencionar, que, de acuerdo con la confusa acusación, Nicolás Maduro es la víctima de estos hechos, pues se trata según ellos de un magnicidio. Por ello, todos esperábamos el momento en que este prestara su declaración en el juicio y acusara a los presentes, pero también al imperio, a Colombia y a todos los habituales de la agotadora retórica revolucionaria, pero no ocurrió. Estamos frente a un magnicidio sin víctima, en cualquier país serio del mundo, el atentado contra un jefe de Estado sería la investigación más rigurosa de todas, en nuestro caso nada se esclareció, nada se conoce, todo está oculto. Sin embargo, el supuesto atentado que a estas alturas no se demostró, le ha servido a Maduro para estar ausente repetidamente en todos los actos de carácter militar, en los que ahora es sustituido por un monigote inflable con una capa al que llaman “Súper bigote”. Maduro quería esta sentencia para justificar su miedo, ya la tiene.
Al momento de dictar la ya anunciada sentencia, pues el fiscal más de dos semanas antes le había quitado la primicia anunciando que todos serían condenados, la juez excediendo en sus funciones y en búsqueda de una escalada en su carrera, subió el tono para ordenar a los fiscales que pidieran más aprehensiones y extradiciones para todo aquel que pudieran relacionar con el hecho, y de seguidas, aportó una lista de aquellos contra quienes había que arremeter. Insólito este episodio por demás, en el que no solo se condena a los presentes en la sala, sino se condena por adelantado a otros que no están al tanto de lo que ahí ocurría, claro todo el acto era secreto.
Los verdaderos criminales son quienes orquestaron esta farsa procesal, por los momentos se sienten airosos, han complacido a su jefe ahora convertido en superhéroe con capa por la propaganda oficial, pero 17 seres humanos sufren los rigores de la opresión más brutal, son familias descompuestas por el peso de la injusticia. Los hechos por los momentos están en la oscuridad, siguen sin esclarecerse, puede ser que ni siquiera hayan ocurrido, el dron, si es que existió, tiene el secreto.