Antes de entrar de lleno en el fecundo placer de acariciar y leer libros, pasemos de las serenísimas plantas, protagonistas triunfantes del capítulo anterior, al reino que pertenecemos, aunque intentemos olvidarlo.
Comencemos, para ir paulatinamente, con animales que parecieran estar emparentados con el reino vegetal, como la medusa Turritopsis nutricula, la cual, después de madurar sexualmente, regresa a la infancia una y otra vez, al punto de tener una fama bien ganada de inmortal. La mitología nos presenta una monstruosa medusa que algo tendrá que ver con la lentitud, pues era capaz de convertirte en piedra si osabas mirarla fijamente. Las que he conocido en el Caribe te queman con solo rozarlas. Una vez venía nadando frente a las playas de Morrocoy, cuando una medusa, tan blanca como un vestido de novia perdido en el mar, me besó brevemente en los labios. No pude hablar por un par de días.
En expectativa de vida, a la medusa le sigue la almeja de Islandia, también poco amiga de las prisas y capaz de alcanzar el medio milenio cuando los científicos no la someten a macabros experimentos para arrebatarle sus secretos. Y así llegamos a la enorme tortuga de las islas Galápagos, de apariencia definitivamente animal. La más famosa pertenecía a Charles Darwin y se llamaba Harriet. Sobrevivió a su dueño. Nació en 1830 y murió el 25 de junio de 2006.
Estos tres ejemplos de longevidad también lo son de una cierta lentitud, a veces aparente, como lo planteó Esopo en su fábula sobre la paciente tortuga que vence a una liebre, y también el filósofo Zenón con su paradoja donde el propio Aquiles, “el de los pies alados”, jamás alcanza a su perseverante contrincante.
“Ahora cada quien intente recordar un episodio de su propia vida, una aventura personal con un perro, gato o mariposa, que pueda ayudarnos a comprender la evolución de nuestros procesos cognitivos”
La edad de la lectura ciertamente no llega a la inmortalidad de la medusa. Algunos creen que se trata de una invención once veces más vieja que una almeja islandesa, pues ubican su nacimiento alrededor del 3500 a.C. (hace unos 5.500 años), cuando en Mesopotamia se utilizó el sistema cuneiforme sobre una tableta de arcilla húmeda.
Prefiero no estar de acuerdo. Es más fecundo que la escritura provenga del deseo de leer a que la lectura haya nacido de la necesidad de escribir.
Creo que el origen de la lectura debe ser más arcaico, más enraizado. Alguien podría suponer que estamos componiendo metáforas al hablar de “leer” las nubes y sus presagios de lluvia, o las crestas del mar propicias a la pesca, o señales de enfermedad en nuestra piel más íntima, pero creo que son lecturas tan legítimas y objetivas como el descubrir ideas y dramas en una secuencia de letras. La frase “puedo leerlo en tu rostro”, suele tener un porcentaje razonable de acierto y no proviene de la lectura de un texto sino de un pasajero gesto.
La emoción de leer, quiero creer, no solo precede a la escritura, también a la historia. Dicho de otra manera, ¿cómo podemos escribir una historia de la lectura si la historia no puede existir sin ella?
La etimología del verbo leer nos asoma a prehistóricas e inextinguibles posibilidades. Según el diccionario de Joan Corominas, viene del latín legere, que significaba en primer lugar recoger, luego elegir y, finalmente, leer. Esta secuencia me parece tan lógica como apasionante. Primero fuimos recolectores, luego electores y, cada vez más, vamos asumiendo nuestra condición de incesantes e inevitables lectores. ¿O será más bien que la secuencia parte de la lectura, pasa por la elección y es entonces cuando somos capaces de recoger? Quien recolecta necesita elegir y, para poder elegir, se requiere graficar e interpretar señales que puedas incluso compartir con otros; de allí vendrían las “recolecturas” de una comunidad.
“¿Cómo podemos escribir una historia de la lectura si la historia no puede existir sin ella?”
Quizás la recolección y la elección, y ciertamente la lectura, son dones y retos que nos diferencian de las plantas con su rígido y único plan de vida, haciendo nuestra lentitud más compleja, más relativa, más frágil, más cambiante en sus ritmos, más fascinante.
Antes de entrar plenamente en los asuntos de los seres humanos, recordemos que ese afán nuestro de recolectar lo compartimos con otros animales. El pez damisela mantiene jardines en los arrecifes para cultivar algas rojas, su manjar favorito. Las hormigas “lasius niger”, pastorean unos insectos verdes que se alimentan de la savia de las plantas y eliminan un líquido azucarado por el ano llamado ligamaza. Las hormigas les chupan este líquido delicioso y a cambio les ofrecen protección contra los depredadores. Existen también crueles variantes que parecen imitarnos. Unas hormigas de Madagascar mantienen grandes rebaños, pero no por su ligamaza sino por su carne.
Lo que intento comenzar a explorar es que, así como las plantas tienen mucho que decirnos sobre la lentitud, los animales también pueden ayudarnos a asumir la amplia y profunda comprensión del mundo que nos ofrece el saber leer, elegir y recoger.
Pitágoras sostenía la existencia de un alma idéntica en los hombres, los animales y las plantas, capaz de transmigrar de un cuerpo al otro. Empédocles proclamaba haber sido en otros tiempos “un niño, una niña, la rama de un árbol y un pez silente en el fondo del mar”. Anaxágoras proponía que en esas almas no había diferencias de calidad sino distintas cantidades de inteligencia y razón, Sócrates es quizás el primero en establecer una diferencia definitiva al oponer la inteligencia al instinto y propone una fórmula que podría resultar peligrosa si la asumimos como punto de partida y no de llegada: “Conócete a ti mismo”.
Platón separa aún más los reinos introduciendo la trilogía de la razón, el instinto y el deseo. La razón caracteriza al hombre, el instinto a los animales y el puro deseo a las plantas. La separación no es total, pues estamos hablando de proporciones, de preeminencia. Un hombre que es puro deseo se irá haciendo vegetativo. Platón nos está planteando una evolución a la inversa que parte del hombre, pues el reino animal y vegetal surge de su degradación.
“Es más apasionante que la escritura provenga del deseo de leer a que la lectura haya nacido de la necesidad de escribir”
San Agustín le reconocía a los animales la capacidad de sentir, de imaginar y recordar, incluso de soñar, pero sin la intervención del alma humana, sin un sentido moral y sin ejercitar la razón. Me pregunto cómo podemos imaginar, recordar y soñar, sin alma. Me pregunto también si no será divertido leer dejando a un lado la moral y la razón.
San Francisco de Asís creía que los animales son los primeros en reconocer y representar la armonía de la creación. Bajo esta premisa, los hombres necesitamos alcanzar una pureza moral que nos permita comunicarnos con todas las criaturas, dejando a un lado la vulgaridad y el peso de habituales costumbres y engreimientos que endurecen nuestra sensibilidad.
Michel de Montaigne transita este mismo camino, pero, más que celebrar el alma animal, quiere fulminar esa orgullosa quimera de que existe una razón puramente humana, capaz no solo de despreciar a los animales y a la naturaleza, sino de llegar a incendiarias guerras religiosas.
Y así llegamos a René Descartes, quien pretendió establecer una frontera definitiva e infranqueable entre los hombres y los animales, carentes de inteligencia y también de instintos, al punto de estar sumidos en automatismos mecánicos. Me gustaría preguntarle: ¿Si “pienso, luego existo”, cómo puede existir aquello que no piensa?
Jean de La Fontaine, tiene unos veinte años cuando muere Descartes, ya convertido en el adalid triunfante de un metódico Dios. La reacción contra Descartes de La Fontaine será literalmente fabulosa, pues en alguna de las maravillosas fábulas que escribió, expone con gracia la idea cartesiana de lo que es un animal, exagerando su crudeza y crueldad:
Una maquina que actúa sin elegir y por resortes,
sin más alma o deseo que cosas sin vida,
como relojes avanzando ciegamente,
a pasos siempre iguales, ciego y sin propósito.
Y luego pone en boca del propio Descartes:
Sobre todos los animales, criaturas del señor,
solo yo puedo pensar y saber bien cuanto pienso.
El resto, muy por debajo de mí,
no conecta con el pensamiento…
Quizás las primeras lecturas de nuestros ancestros estuvieron en gran parte dedicadas a dominar a los animales, entendiendo el significado de sus huellas, miradas, gruñidos, costumbres, y, de paso, también a las plantas. Digamos que nos tomó tiempo encontrar nuestro lugar y aún estamos un poco perdidos. Todavía hay quien habla con sus mascotas y hasta le cuenta sus males. No es casual que en nuestros primeros libros haya un lobo feroz, tres cochinitos y un tío conejo. Recuerdo mi paso por la fauna de las Fábulas de Esopo y la selva del Kim de Kipling, hasta llegar, decenas de años después, al Flush de Virginia Woolf, una pequeña novela, presentada como una biografía, que trata sobre la relación entre un Cocker Spaniel y una poetiza genial, Elizabeth Barrett Browning. Alguien dijo que el libro “no está escrito por una amante de los perros sino por alguien que quería ser un perro”.
Ahora vuelvo a La Fontaine y me maravilla su cosmos de cigarras y hormigas, cuervos y zorros, ranas y mulos, ovejas y leones, golondrinas y abejas. Pero también hay ladrones y poetas, maestros y leñadores, niños y “un hombre de cierta edad y sus dos amantes”; todos conviviendo bajo las mismas reglas y en el mismo universo que ya nos había planteado Esopo.
Si en los animales encontramos las primeras lecciones morales y el placer de la aventura, no pretendamos que leer libros nos hará distintos a ellos. El hacer nuestras lecturas profundamente humanas requiere no solo asociarlas a la escritura y los descubrimientos de la civilización, también debemos mantener el contacto con los instintos de nuestros orígenes más remotos.
Y ahora cada quien intente recordar un episodio de su propia vida, una aventura personal con un perro, gato o mariposa, que pueda ayudarnos a comprender la evolución de nuestros procesos cognitivos, desde los más instintivos y epidérmicos hasta los más espirituales y sublimes, incluyendo lo deliciosamente inútil, y entonces inicié, con la mansedumbre de un manatí flotando en la corriente de un río, una sabrosa lectura animal e intelectual.
Aprovecho para recordar que intelecto viene de intelectus, y si bien es electus como participio significa “escogido”, como sustantivo se refería a un sofá o a una cama. Tenemos pues para escoger entre el lectusdiscubitorius, para disfrutar de la comida y la charla, y el lectuslucubratorius, para leer hasta quedarnos dormidos.
Termino insistiendo, una vez más, en que si bien el libro es un buen instrumento para leer, no es indispensable. Hay otros medios. Aristóteles concebía el entendimiento como la capacidad de leer penetrando en nuestro interior hasta llegar a un sustrato que permanece siempre único e idéntico a sí mismo. Es evidente que en este proceso van quedando atrás las escrituras. Somos ese texto vivo, mutante y confuso, que debemos comprender y asumir hasta pertenecer a todos los reinos.
Lecturas sugeridas:
Fábulas de Esopo
Fábulas de Jean de La Fontaine
Flush de Virginia Woolf
Kim de Rudyard Kipling
La secuencia que va de Pitágoras a La Fontaine, la escribí gracias al ensayo Dos lecciones sobre el animal y el hombre, de Gilbert Simondon.