Hace apenas un par de décadas resultaba tan laborioso encontrar en los libros y las bibliotecas lo que sospechábamos existía o creíamos recordar; ahora nos inunda una alud de bienes que no hemos buscado con el debido afán. El esfuerzo de elegir va siendo superado por el de rechazar e intentar asomar la cabeza. Unas estrofas del poema de T.S. Eliot, Gerontion, nos plantean cómo la historia ofrece sus secretos:
Ella nos da cuando estamos distraídos
y lo que da nos llega con tan sutiles confusiones
que el ávido queda hambriento.
Da muy tarde aquello en que ya no se cree,
o si aún se cree, en nuestra memoria es sólo
una reconsiderada pasión.
Da muy pronto en débiles manos
lo que pensamos puede ser desechado,
hasta rechazarlo y sentir miedo.
Navegando en el fluir incesante de estas distracciones, confusiones, rechazos y temores, encontré por entre un masivo listado de inciertas ofertas un ensayo que estuve a punto de relegar, pero tuve la suerte de adentrarme en sus líneas hasta sentir un abrazo inesperado, fraternal. Se titula De la lentitud y su autora es Blanca Alberta Rodríguez; una profesora mexicana que enseña en Puebla, de quien nunca antes escuché hablar y ahora soy su aplicado alumno.
La primera reflexión de Blanca me produjo ese leve aturdimiento que acompaña el final de toda inmersión. Blanca nos cuenta que Cayo Octavio, luego César Augusto, solía repetir en griego un imperial slogan que nos ha llegado en latín: festina lente, “apresúrate lentamente”,
Según nos cuenta Suetonio en su Vida de los Césares, Octavio creía que un jefe perfecto jamás debía guiarse por la precipitación ni por la temeridad, “pues es mejor el general seguro que el osado”, y estaba convencido de que “se hace con la suficiente rapidez lo que se hace lo suficientemente bien”.
Después de ofrecernos esta fórmula que rigió el ritmo de un imperio naciente y descomunalmente exitoso, Blanca inicia una revisión profunda de esa particular “lentitud” partiendo del diccionario de María Moliner, un libro ideal para encontrar el origen y posibilidades de una palabra. Gabriel García Márquez nos explica que María realizó “la proeza de escribir, sola en su casa, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana”. Su Diccionario de uso del español, con sus casi 3.000 páginas y tres kilos, es dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua y mucho más sugerente e inspirador.
María Moliner nos cuenta que lento proviene de lentus. Permítanme comenzar por la tercera acepción que su diccionario nos ofrece de este adjetivo latino, pues es la más común y conocida: “lo que va despacio, que invierte mucho tiempo en ir de un sitio a otro o en hacer la cosa de que se trata”. Esta opción viene acompañada de una lista variopinta de posibilidades, como colocando en una balanza lo positivo y lo negativo del adjetivo: gradual y manso, paulatino y moroso, pausado y lerdo, sosegado y flojo, calmado y cansino, espacioso y despacioso, parsimonioso y pesado.
“Más que planificar, solemos planear. Me refiero a un vuelo rasante y cada vez más rápido, más arrebatador, sobre nuestras posibilidades y necesidades, placeres y sufrimientos”
Pasemos ahora a la primera y la segunda acepción. Ambas me resultaron una sorpresa que me ha impactado, al punto que llevo varias mañanas regando con ternura las pocas plantas que tengo en el apartamento. Ya verán el porqué.
La primera acepción de lentus señala la calidad flexible, glutinosa y blanda de las plantas. La segunda añade emoción al espectro de alternativas, pues lentus también puede referirse a la calidad de húmedo, “como esa sensación que percibimos en las noches serenas”.
Blanca percibe que puede haber algo revelador en esa serenidad y vuelve al diccionario de Moliner, donde encuentra el sustantivo serenum: “humedad del ambiente durante la noche”, y el adjetivo serenus: “tranquilo”. Partiendo de esta apacible serenidad, encontramos una serie de sinónimos emparentados con la lentitud: aplomado, dueño de sí, impasible, reposado, y también calma, equilibrio, imperturbabilidad, inalterabilidad, presencia de ánimo y sangre fría.
En el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Coromines i Vigneaux, otro héroe filólogo, lexicógrafo y etimólogo que nos invita a sumergirnos en las fuentes de nuestro idioma, encontramos una interesante ampliación de los significados de lentus: “flexible, tenaz, viscoso, duradero, lento”. ¿Cómo algo puede ser flexible y a la vez tenaz, o tenaz y viscoso, o viscoso y duradero, y además lento?
“Suponemos que nuestras raíces no son tan perseverantes y localizadas como las de las plantas, y podemos cambiar de tierra y hasta de cielo”
Blanca nos explica que estas cinco cualidades conviven en la naturaleza. Comienza contándonos que un domingo en la mañana vio una tímida hoja brotando en la tierra de su jardín y entonces pensó con alegría: ¡Pronto va a crecer!”, pero, un instante después, comprendió que ese adverbio no funciona cuando nos referimos a las plantas. Voy a citar los párrafos donde explica su encantamiento, el texto que cambió para siempre mi relación con las tenaces trinitarias que sobrevivían en mi balcón y ahora lucen contentas, con ganas de florecer:
Me siento infinitamente conmovida y fascinada por las plantas, por sus suaves e imperceptibles movimientos, como si actuaran desde la invisibilidad, hasta que en un momento, cuya hora desconocemos, con un quedo murmullo de seda deslizada sobre una espalda desnuda, emerge, acontece una revelación. Se abren con todo su esplendor y es solo entonces que las advertimos, porque nos llaman con su elegante y humilde silencio. Piden ser miradas y puedo quedarme no sé cuánto tiempo contemplándolas. Hay en ellas una danza inmóvil que me embriaga.
Sin duda, la naturaleza nos ofrece un modelo de vida. En ella se expresa algo que resulta casi un misterio para mí: la voluntad del verde condensada en una semilla que es capaz de soportar todo el peso y la oscuridad de la tierra. La semilla es un ejemplo de perseverancia. Diminuta, frágil, ella sabe abrirse paso y por entre las hendiduras y los intersticios avanza vertical. En eterna obediencia asciende hacia la luz; se alumbra desde el vientre de la tierra, empuja, se empuja, no deja de empujar, lenta pero implacablemente, pese a todo y contra todo. Ingrávida, sin olvidar su origen va hacia el aire, hacia el árbol, su estación última. Crece hacia arriba y hacia abajo, entre lo terreno y lo aéreo.
A su manera, las plantas fundan un modo de hacer, de actuar, de sentir y de ser en el mundo; nos plantean una forma de vida que nos puede ayudar a hacer frente a la vertiginosidad de una época que prefiere lo novedoso y lo fugaz a lo duradero, la acción a la meditación, la técnica al pensamiento.
¿Entonces por qué escapa frecuentemente este milagro del florecer a nuestra atención? Acaso porque su tiempo es otro, aquello que no es ni tardío ni rápido, sino lo justo, lo que es cuando debe ser. Y si esto sucede con las cosas de la naturaleza, ¿por qué no habría también sucedernos a nosotros?
Agradezco cuando un autor pasa de las citas y los diccionarios a emociones propias que podemos compartir. Todos conocemos esta realidad; la hemos visto cientos de miles de veces sin percatarnos de la constancia con que la flexibilidad, la tenacidad, la viscosidad y una duradera lentitud, se conjugan en la naturaleza.
A través de las experiencias de Blanca recuerdo las mías, comenzando por la más remota. Tengo siete años. Comienzo a trepar un pino oloroso, amable, aunque algo pegajoso. Escalo por sus ramas hasta que los vaivenes del viento se hacen evidentes y, aún más arriba, intimidantes. Tengo miedo. Me aferro al tronco con un abrazo que pretende ser fraternal. Hay hormigas, pero me ignoran. Se desata un aguacero y pasa mucho tiempo hasta que cesa el ventarrón y la lluvia. Entonces logro bajar.
“Agradezco cuando un autor pasa de las citas y los diccionarios a emociones propias que podemos compartir”
Esa ha sido mi mayor compenetración con un árbol. Otra experiencia más reciente tiene que ver con hierbas de menta. ¡La vital menta, tan alejada de los lamentos! Es flexible, ávida de humedad y de sol, a veces invasiva, de una tenacidad casi visible en vivo y en directo. Nos hace tanta falta conectar con estos ejemplos de vigor, aunque sean memorias infantiles o casi seniles, y apropiarnos de su paciencia, perseverancia, y serenidad.
La lentitud puede ser bella y justa. Blanca propone dejar de considerarla una mera desaceleración del movimiento y comenzar a percibirla como un núcleo que congrega diferentes caras de lo ético, y, como bien sabemos al contemplar una y otra vez el espectáculo de la naturaleza, también de lo estético.
Siento que no es tan difícil imaginar, incluso disfrutar, la posibilidad de ser también nosotros plantas con raíces en la tierra que pueden florecer y dar frutos. Muchas veces vi pequeños cambios en mis hijos que me hacían pensar: “pronto dejarán de ser niños”, y aunque no era consciente de que “pronto” no era el adverbio adecuado, sí intuía que para percibir su crecimiento debía dejar de observarlos con esa clásica y posesiva obsesión paternal. Esto explica que advertimos los cambios más y mejor en los distantes e intermitentes nietos, protagonistas ideales de esa festina lente que nos propone apresurarnos lentamente.
Suponemos (es tan difícil autodefinirnos) que nuestras raíces no son tan perseverantes y localizadas como las de las plantas, y podemos cambiar de tierra y hasta de cielo. Nuestra capacidad animal de trasladarnos establece una gran diferencia. A las plantas las define una imposición inscrita en las cuatro primeras letras de su nombre: un “PLAN” único e ineludible. Para nuestra especie el plan es el medio y no el fin. Más que planificar, solemos planear. Me refiero a un vuelo rasante y cada vez más rápido, más arrebatador, sobre nuestras posibilidades y necesidades, placeres y sufrimientos.
Puede que la lentitud sea un asunto de perspectiva. Hace pocos días, mi esposa me susurró al enterarnos de la muerte de una entrañable amiga:
–Qué larga es la vida cuando la vivimos, qué breve cuando la recordamos.
Lecturas sugeridas:
Gerontion, de T.S.Eliot. Una manera de leer este poema es intentar tu propia traducción al español. La que aquí ofrezco, no la aconsejo como única referencia.
Cada vez que una palabra te resulte enigmática, insondable, reveladora, inquietante o difícil de entender, inicia un paseo por estos dos diccionarios. Son como aquellas hojillas de afeitar dobles e impecables: “lo que a uno se le pasa, el otro lo repasa”.
Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, de Joan Coromines i Vigneaux.
Diccionario de uso del español, de María Moliner.