Milan Kundera nos enfrentó a “La insoportable levedad del ser”; yo intentaré hablar del agradable sosiego que puede ofrecernos una cierta lentitud. Lo de “cierta” no intenta diferenciarla de las lentitudes inciertas, las cuales también tienen derecho a ser provechosas; me refiero a una lentitud personal, particular, íntima, que toma su tiempo precisar, alcanzar, disfrutar. No es fácil encontrar la velocidad o la parsimonia que se adecua a nuestras pulsaciones. Kundera plantea en su novela que constantemente debemos elegir entre el peso y la levedad. En ambos casos vienen bien las pausas y una cierta (insisto en el adjetivo) lentitud para equilibrar los juicios y las pasiones. Si vivir es una danza y bailamos entre los brazos de nuestra propia existencia, más nos vale encontrar el ritmo adecuado.
Para definir nuestro lugar en el mundo -entender, apreciar y agenciar la pista de baile- la lectura es un instrumento fundamental. Estas reflexiones a favor de las lecturas lentas surgen de mi preocupación por la desmedida, casi histérica, oferta de cursos de lectura rápida. Buscando en las redes este tipo de cursos encontré 113.000 entradas, en cambio sobre “lectura lenta” solo aparecen 6.200, y una aplastante mayoría hablan de una falla que puede remediarse. Después de mucho buscar me topé con una maravillosa excepción, una reseña sobre un libro de Amos Oz, La historia comienza: Ensayos sobre literatura.
Oz nos advierte que al escribir un relato el comienzo resulta difícil, pues “todo principio es siempre una especie de contrato entre el escritor y el lector”. Estamos adentrándonos en una relación que puede cambiar el curso de nuestras vidas, en la cual el escritor se ha esforzado hasta los límites de su creatividad. Oz nos ofrece el ejemplo del estricto, severo y suspicaz Fiódor Dostoievski, quien en la primera línea de una de sus novelas más cortas, Noches blancas, incluye el zalamero “querido lector” (otras traducciones proponen “amable lector”). Oz supone que este arranque, ofreciendo o buscando cariño, puede ser un síntoma de agotamiento, o quizás “esta frase de inicio sea deliberada y premeditadamente penosa” para mostrarnos el estado lamentable de su personaje, quien escribe en primera persona.
“Leer no es una manera de saciarse y olvidar, sino de saborear y recordar las líneas cada vez con más apetito”
La fuerza dramática, evidente o subyacente, que deben tener los inicios de los cuentos y las novelas es el tema de su delicioso libro. Oz nos asoma a la oferta y la tensión que palpita en las primeras líneas de La nariz de Gogol, Un médico rural de Franz Kafka, El violín de Rothschild de Antón Chéjov, y de otros siete textos, desplegando una amplia oferta de contratos visibles e invisibles, reiterativos o sutiles, francos o tan taimados como un señuelo, filosóficos y hasta teológicos, a veces ásperos, incluso intimidantes y casi todos pactados a espaldas del protagonista. Al final cierra su libro con un epílogo titulado Placer sin prisas, donde plantea la plaga que tanto me preocupa:
Los anuncios de los periódicos tientan a algunas personas a hacer toda clase de cursos de lectura rápida: por una módica suma, nos prometen que nos enseñarán a ahorrar un valioso tiempo, a leer cinco páginas por minuto, a recorrer la página en horizontal, a saltarnos los detalles y a llegar rápidamente a la última línea. Las sugerencias que he ofrecido en este volumen, diez breves ojeadas a los contratos iniciales de diez novelas o relatos, pueden servir de introducción a un curso de lectura lenta: los placeres de la lectura, como otros goces, deben consumirse a pequeños sorbos.
Pareciera que ser rápido es bueno mientras ser lento viene a ser una incapacidad. No siempre. Pensemos en dos actividades fundamentales relacionadas con la comida y el sexo. El adjetivo rápido viene del latín rapĭdus, “el que actúa arrebatando”, y del arrebato al robo hay poca distancia. La rapidez es indispensable en competencias atléticas como los 100 metros planos, pero no reina con el mismo absolutismo en deportes como el fútbol, donde la precipitación puede ser catastrófica. Mi tío Ildemaro solía decir:
–Cuando manejo, prefiero el vértigo de la seguridad al de la velocidad.
Ir demasiado rápido puede ser más grave que ser algo lento, un adjetivo que proviene del latín lentus, “flexible”, “despacio”. La palabra despacio no solamente significa ir lentamente, sin prisa, también tiene que ver con “dejar un espacio entre una cosa y otra”. Quien en una relación amorosa exige “ir con calma” usualmente está pidiendo que no invadan la totalidad de su espacio.
Abundan los cursos para avanzar por la vida a mayor velocidad. Ya he señalado que los relativos a la lectura son de una abundancia sospechosa, incluso agresiva. Me asomo a una de las ofertas y encuentro cuatro claves introductorias:
–Nunca, nunca, nunca regreses la vista. Aprende a confiar en tus ojos y en ti mismo.
–No leas en voz alta, tampoco susurres. Es más, no muevas los labios.
–Persigue las palabras con un lápiz para guiar tu lectura. El objetivo es que tus ojos alcancen las palabras que vas señalando.
–Relájate, necesitas comodidad, aunque no demasiada.
No estoy de acuerdo con ninguno de estos trucos. La lectura me ha enseñado a no confiar demasiado en mis ojos ni en mi mismo, pues siempre habrá más de lo que veo y de lo que creo ser. Y frente a ese insistente “nunca regreses la vista”, quisiera advertir que equivale a perdernos lo mejor de la lectura. Cuando Antonio Machado nos recuerda que “al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”, no nos está proponiendo que dejemos de ver lo andado, sino que lo hagamos con atención para adquirir conciencia de nuestra senda y del maravilloso drama de existir.
“La lectura es más bien una navegación que emprenden un capitán llamado escritor y un pasajero llamado lector en el fluir del texto”
También creo que ningún consejo útil para quien escribe puede resultar un inconveniente para quien lee, pues toda lectura es una forma, a veces no tan pasiva, de escribir. Y, ¿quién puede escribir lo que siente y sentir lo que escribe sin regresar a sus líneas y leerlas en voz alta? Leer no es una manera de saciarse y olvidar, sino de saborear y recordar las líneas cada vez con más apetito, y el mayor placer es hallar algo que quieres releer, relamer, y luego levantar los ojos y susurrarlo como un secreto, y sentirlo en los labios, o gritarlo y cantarlo hasta que vibre en nuestro cuerpo mientras le vamos encontrando un lugar seguro en nuestra memoria.
Por otro lado, eso de perseguir las palabras, de alcanzarlas, de señalarlas con un palo que nos guía, me suena a cacería. La lectura es más bien una navegación que emprenden un capitán llamado escritor y un pasajero llamado lector en el fluir del texto. El filósofo Michel Foucault lo expresó de una manera muy bella en su discurso inaugural cuando en 1970 en el College de France se hizo cargo de la cátedra de “Historia de los sistemas de pensamiento”. El orden del discurso fue su lección inaugural:
Más que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio. Quisiera sentir que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo, me habría bastado entonces con encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida.
Quedé marcado para siempre por esta introducción de Foucault y con las conexiones que luego nos ofrece entre el verbo, el poder, la realidad y la ficción. Quizás lo que Foucault aspira lograr ocurre cada vez que se da un encuentro, un pacto, un romance, entre un escritor y un lector (todo escritor ha leído y todo lector ha escrito, hay solo diferencias de proporción). Siempre nos precede un torrente de voces que fluye desde hace siglos y parece disminuir su fuerza para permitirnos un poco de intimidad mientras leemos.
Marco Terencio Varrón en su libro De lingua latina, escrito en tiempos de Julio Cesar, nos propone algo semejante a ese fluir de Foucault: “Narro cuando pongo a otra persona al corriente; de aquí proviene ‘narración’”. Si “poner al corriente” es el origen de la palabra narración, no somos perseguidos ni perseguidores sino peces en un mismo río.
Una advertencia antes de pasar al siguiente capítulo. El texto que estoy ahora escribiendo es parte de un texto que aún no existe. Recuerden que estamos hablando de lentitud y, para dar el ejemplo, no tengo ninguna prisa. Iré compartiendo estas reflexiones a medida que vayan surgiendo y no quiero apresurarlas ni voy a atormentarme si dejan de ser puntuales o sencillamente desaparecen antes de llegar a algo que podamos, decorosamente, considerar un final. Quizá seré extremo en algunas propuestas, pues tengo mis manías y estoy viejo para cambiarlas. Para dar un ejemplo, voy a recomendar una costumbre que se opone a esa prédica de limitar nuestra comodidad: jamás leas sentado; hazlo siempre acostado, con los hombros y la cabeza levemente levantados; así aumentarás considerablemente tus posibilidades de quedarte dormido mientras lees. Esta posibilidad, sacrílega para los apóstoles de la lectura rápida, no creo que pueda hacernos daño y los posibles beneficios son inmensos, sobre todo al inicio de esa ensoñación donde comienza a fundirse lo leído y lo soñado, una combinación que hará la lectura más provechosa y deliciosamente invasiva. Hay quien llega a soñar que está leyendo otro libro que guarda una ligera semejanza con el que reposa en su pecho, o se convierten en un personaje de la misma saga y realiza hazañas espectaculares que van de lo terrible a lo sublime, o cree ser el autor y propone cambios y giros insólitos, o simplemente descansa plácidamente mientras lo leído se asienta en las profundidades del inconsciente y, al mismo tiempo, renueva agradecido su voraz energía de lector.
“¿Quién puede escribir lo que siente y sentir lo que escribe sin regresar a sus líneas y leerlas en voz alta?”
Lo que nos lleva a una penosa costumbre que debemos combatir: Nunca leas con esa intención que suelen llamar “conciliar el sueño”. La lectura como barbitúrico está contraindicada pues puede tener efectos adversos. Hay casos de confusión entre el remedio y la enfermedad, y quien sirve de conciliador termina llevando la peor parte. Algunos pacientes terminan asegurando que la lectura les produce insomnio y se toman una dosis absurda de melatonina cuando sienten deseos irreprimibles de leer.
Cierro con una advertencia que inicio imitando al severo Dostoievski:
Querido o amable lector, si llegas a profundizar en las posibilidades de este curso (ahora no me refiero al curso de mis entregas sino al río, a la corriente de Varrón, a las iniciaciones de Oz, al “más allá” de Foucault) con una pasión y una lentitud que trasciende y rebasa todas mis expectativas, puede que llegues a leer un solo libro en tu vida, y no tiene que ser la Biblia ni el Corán. Entiendo que sería triste una biblioteca de un único y solitario libro, el cual, por razones obvias, no podrá estar parado sino tan acostado como te he propuesto que lo leas.
Felices sueños.
Lecturas recomendadas:
El orden del discurso
Michel Foucault
La historia comienza: Ensayos sobre literatura
Amos Oz