La bofetada más sonora del Cine no ha perdido un ápice de intensidad. En realidad, se ha hecho más sonora. Y no, no hablamos de la bofetada que Will Smith le propinara a Chris Rock. No. Hablamos de Gilda y aquel sonoro golpe que Johnny Farrell le asestó hace tres cuartos de siglo. Gilda (1946) de Charles Vidor significó un terremoto en medio del corazón de Hollywood, la sociedad norteamericana y el mundo de entonces. Un desafío a la moral encorsetada, a las eternas noches de insomnio para el senador (William H.) Hays y un cambio de arquetipos para una industria que dio un salto cuántico en su propia Historia, sin siquiera imaginarlo. No en balde, la letra de la canción que Rita Hayworth interpreta (en voz de Anita Ellis) Put the Blame on Mame reza:
Una noche ella comenzó a calzarse y temblar
Eso provocó el terremoto de San Francisco
Entonces pueden culpar a Mame, muchachos
Échenle la culpa a Mame
No fue lo único de qué culpar a Mame. Nevadas, asesinatos, caos. No poca cosa. El de Gilda no fue un huracán que una bofetada habría podido detener. Por el contrario, esa bofetada sólo consiguió avivar aquello que una canción, una danza y un striptease como pocos -un par de guantes apenas-, despertaron.
Nunca antes un actor pudo interpretar mejor el extrañamiento de aquello que había ocurrido. El rostro y los temblorosos labios de Johnny (un Glenn Ford en toda gloria), atropellado por su estupor, sus celos, su rabia, sus frustraciones fueron el preludio de lo que estaba por venir. Un tsunami emocional que sólo pudo terminar en esa sonora bofetada que sí, hizo llorar a Gilda, pero no silenciarla.
El guion escrito por Jo Eisinger, Marion Parsonnet, E. A. Wellington y Hugo Friedhofer alumbró un tipo de heroína que si bien ya venía gestándose desde los tiempos del silente, estalló como una bomba atómica -años después una bomba, de aquellas de verdad, llevaría su nombre mientras estallaba en el atolón Bikini.
Como Casablanca, el de Gilda fue un guion atropellado. Un texto enloquecido que pudo conducir al peor fracaso artístico y monetario. Con cambios, ajustes y arreglos de última hora. Sin embargo, fue todo lo contrario. Considerado un ejercicio más del violento patriarcado; lo cierto es que Gilda impuso una forma y una fuerza que estaba incluso lejos de la Phyllis Dietrichson de Perdición (Billy Wilder, 1944) que ya es mucho decir. La condena moral hizo añicos y de allí el temor suscitado incluso en la Iglesia católica. Podría decirse que Gilda pasó de objeto a ser sujeto. Tras aquella danza, ver a Gilda no fue lo mismo. Para el espectador quedó claro que aquello no era Gilda sino la representación del deseo. La representación de una mirada, la representación de la femme fatale, que tras la bofetada hacía añicos aquello que se esperaba siguiera siendo. Gilda se transformó en algo más y eso fue imperdonable.
Cierto es que en adelante, Rita Hayworth fue siempre Gilda, pero también fue y sigue siendo mucho más. Solo un ego tan poderoso como el de Orson Welles pudo intentar arrebatarle todo aquello que había significado en aquella otra memorable cinta: La dama de Shanghai (1947). Ese match entre personaje y actriz fue demasiado para muchos. Pelirroja o rubia, lo cierto es que Rita Hayworth llenaba y sigue llenando la pantalla. Sus trabajos siguen siendo vibrantes, y mientras mejor se revisan, devuelven una bofetada tras otra a las miras y análisis estrechaos. Podría decirse que, tras Gilda, la bofetada en el cine adquirió nuevos significados. Pasó de ser el castigo a la fémina pecadora a ser la representación de las frustraciones del verdugo. Una manifestación del miedo, de la vergüenza, del abuso.
De Chinatown a ¿Qué fue de Baby Jane? De En el calor de la noche a El Padrino. De Moonstruck a Whiplash. Cuando J.J. Gittes (Jack Nicholson) golpea una y otra vez a Evelyn Mulwray (Faye Dunaway) en Chinatown (1974) de Roman Polanski; lo hace por frustración y por miedo. Gittes la golpea como si con ello fuese capaz de acallarla. Conseguir que Evelyn negara lo que está por decir. Y es aquello que va a decir, lo que le aterra, le enfurece, le saca de sus cabales porque es inaceptable, su psique no es capaz de tolerar el secreto aberrante, el crimen que subyace en su familia. Sin embargo, lo que dice, una y otra vez Evelyn es “solo” la Verdad. Por mucho que las bofetadas no cesen, por mucho que el dolor vaya a más, Evelyn no calla. La verdad es mucho más fuerte. La verdad la sostiene. La verdad la libera.
En el calor de la noche (1967) de Norman Jewison, cuando el Detective Tibbs (Sidney Poitier) devuelve la bofetada con más fuerza a su agresor, el terrateniente Eric Endicott (Larry Gates), este queda absolutamente desarmado ante la sorpresa, en el impensable atrevimiento de su profundo desprecio. Por razones muy distintas, su reacción solo es comparable a la de Johnny en su absoluta frustración y humillación. Probablemente, tras la bofetada a Gilda, la de Tibbs a Endicott sea la más rompedora de la historia del Cine.
La tercera, quizás sea la bofetada de Will Smith a Chris Rock. No por lo que cuenta, sino por lo que representa en el tiempo y contexto que se vive. Dado el lugar y el show, podría decirse que ha sido una bofetada de Cine fuera del cine. En un espacio real, donde transcurría una representación devocional, casi mística: celebrar a los grandes, a los dioses de Hollywood. Allí, como bien ocurre en el seno de la mitología griega (nada como Hollywood se parece a ese universo); ocurrió algo pasional y terrenal al unísono. Aún así, lo real, en ese contexto, no consiguió abandonar el territorio de lo representado. Menos aun el territorio del símbolo.
El tembloroso desasosiego de Johnny ha vuelto a estar allí. En ese escenario y en un episodio de visionado global. En ese inesperado arrebato de testosterona en plena caída vertical. Rock no ha dado crédito a lo ocurrido. Smith se ha roto en llanto mientras va entendiendo la repercusión de su acción. El extrañamiento ha quedado entre uno y otro lado. La búsqueda de explicaciones entre uno y otro, y entre los espectadores inmediatos y los del resto del globo corren como la pólvora. De pronto, por un largo rato, cada uno ha quedado intermitentemente dentro y fuera del campo. Smith lo empeora con su discurso. Con una justificación inadmisible. Que lo pregunten a Héctor y Aquiles. Toda una ciudad cayó por ello. Y antes de eso, una década de batallas costaron las afrentas de Paris a Agamenón. Ni qué decir de las consecuencias que hubo después.
La bofetada de Smith a Rock parece simbolizar el derrumbe absoluto del héroe masculino. El final de su representación. De nuevo el arquetipo queda en entredicho, por no decir que ha muerto para ceder el paso a un nuevo tipo de héroe. En medio queda el espacio de lo femenino que se niega a ser victimizado. Como si se tratara de una Dora Milaje, guerreras protectoras del reino de Wakanda, el gesto de desagrado de Jada Pinkett Smith dice mucho más que el relato de la mujer victimizada que se la ha enquistado. Ella misma se ha desmarcado del asunto con algo tan breve y contundente como un tuit. Ni las flechas de Paris fueron tan mortales. Más allá de su padecimiento, el de la actriz parece el ejercicio de una mujer que ha pasado de ser exclusivamente hermosa y consorte. En la noche del Rey William, ella terminó por ocupar su trono. Shakespeare quisiera estar vivo.
*La fotografía y el video fueron facilitados por el autor, Robert Andrés Gómez, al editor de La Gran Aldea.