“Anote, no sea floja”, me dice Gabriel García Márquez apenas ve mi grabador, un aparato al que se ha negado enfrentar según cuenta la leyenda de este famosísimo personaje del que ahora debo transcribir hasta el respiro, porque obviamente todo lo que diga pudiera pasar a ser una frase para la posteridad. “Dios es grande”, me dije mientras sacaba libreta y bolígrafo porque hace añales estudié taquigrafía y lo último que habría querido era perder ni una de sus respuestas, más bien humoradas, porque el Gabo como que sabía que tenía ante sí a una jovencita que intentaba quedar como una periodista de alto calibre hacíendole preguntas incómodas que al principio respondió con paciencia, pero al final optó por tomarlas en broma.
“Se rumora que García Márquez está de incógnito en Caracas. Búsquelo…”, me había ordenado el día antes el Jefe de Redacción de la revista Elite, como si aquello fuese de lo más fácil. Y lo único que se me ocurrió -Dios en grande otra vez-, fue llamar a Pompeyo Márquez a la sede del Movimiento Al Socialismo, porque solo allí podrían saber si aquella sospecha era cierta: Gabriel García Márquez se consideraba casi un militante del MAS y había donado el dinero del Premio Rómulo Gallegos a ese partido, unos 100 mil dólares que mucho bien le harían a la organización que sus amigos de siempre, Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, habían fundado en su intento por lanzar una agrupación de izquierda democrática, que contrarrestara los errores del Partido Comunista de Venezuela y agrupara -como lo hizo-, a buena parte de la juventud que para entonces había hecho de la política su principal actividad.
Lo que jamás imaginé es que mi llamada a Pompeyo Márquez sería tan atinada.
-Hola Pompeyo, me dicen que García Márquez está en Caracas y…
-Sí, está aquí conmigo. Te lo paso… -me respondió Pompeyo y el corazón se me salió por la boca cuando escuché la voz del escritor, de lo más amable. Y para mi mayor pánico y emoción, me citó para el día siguiente en “las terrazas” de Sabana Grande, tipo 10 de la mañana, que allí me esperaba.
“¿Las terrazas de Sabana Grande?, ¿dónde queda eso?”, preguntaba preocupadísima a media redacción hasta que alguien me aclaró que así le decían en Colombia a los cafés al aire libre. Y al Gran Café nos fuimos y llegamos puntuales -me acompañó el fotógrafo Héctor Rondón, un tipazo, ganador del Premio Pulitzer– y, como escribí en el primer párrafo de aquella entrevista, “estábamos tan acostumbrados a verlo en blanco y negro, que cuando se apareció en persona y todo color, casi nos costó reconocerlo”, porque en aquel entonces -1976- casi ningún medio imprimía en colores y mucho menos una revista dedicada a la política. Lo cierto es que sin esperar ni un segundo, Héctor Rondón arrancó a hacerle fotos y antes de que yo desplegara mis preguntas “importantísimas”, el Gabo nos dijo que no tenía tiempo ahora, que mejor nos veíamos esa noche a las 8:00pm en el Hotel Tampa, donde se estaba alojando. Y allí volví puntual otra vez pero, sin que nos hubiésemos puesto de acuerdo, el fotógrafo Rondón también se apareció con su cámara al hombro a pesar de que había realizado su trabajo esa mañana, con cara de que “esta muchacha tiene quien la cuide” porque le había parecido sospechoso que el escritor me citara en un hotel y a esa hora y, por lo mismo, no se movió de mi lado en toda la entrevista.
Y allí fue, en el lobby del Hotel y con varias monedas en la mano que movía sin cesar, que el Gabo accedió a la entrevista y me ordenó que escribiera, que no fuera floja. Escena inolvidable que en algún lugar del archivo de la Cadena Capriles debe estar y donde seguramente se logre ver que a esa segunda cita me fui sin sostén (había dejado de usarlo hace tiempo gracias a mi feminismo radical) y me presenté con una blusa de tela cruda, transparente, de lo mas hippie, que tenía dos flores bordadas cuidadosamente ubicadas en cada lado de los pezones, lo que seguramente hacia el asunto más incómodo. Incomodidad de la que me percaté cuando Rondón nos hizo posar de pie, uno al lado del otro, y me di cuenta del descaro de mis transparencias cuando la luz del flash lo hizo más evidente, mientras el Gabo me susurraba: “Bonita es usted”, luego de que yo le declarara mi admiración, respeto y amor infinito. Para cerrar la entrevista, donde entre otras cosas me dijo que el problema limítrofe entre Venezuela y Colombia era que la división estaba mal hecha “porque la línea ha debido ser vertical, para un lado han debido estar los costeños y para el otro los cachacos”, salí de necia a preguntarle: “¿Tiene algún rito para escribir?” Y me respondió serísimo: “Sí, pongo una letra detrás de la otra”.
La segunda vez que lo vi, 1986, me salvó la vida si exagero un poco. Estábamos en un Festival de Cine en La Habana y la noche final, en una mega recepción en el Palacio de la Revolución, y comenzó a circular el rumor de que Fidel Castro venía, como si se tratara de la aparición de la Virgen de Fátima. Lo cierto es que Castro emergió de pronto muy cerca de donde estábamos y sin saber ni cómo, la multitud me fue arrastrando hacia Fidel y su círculo íntimo, García Márquez incluido. Que mientras más me empujaban, más caí en cuenta de que iba a morir allí asfixiada por una multitud de borrachos (así lo veía entonces) donde todos eran mucho más altos y fuertes que yo y ninguno escuchaba mis gritos de auxilio en medio de aquel pandemónium. Lo cierto es que a rastras llegué hasta los confines del poder, hasta que me topé con el codo de un soldado gigante que me apretaba el cuello pero mis gritos de auxilio superaron el de todos y fue García Márquez, en su impecable liqui liqui blanco, quien me tendió el brazo para liberarme de aquella muerte segura, una mano que hizo abrir mágicamente todos los anillos de seguridad y que me dejó parada enfrente de Fidel, la envidia de aquel gentío que casi me asesina.
La tercera vez que lo vi no conté en absoluto con ninguna suerte. Para entonces, Nelson Hippolyte y yo teníamos un programa de radio por donde había pasado medio país. Nelson, uno de los grandes del oficio, difícilmente le negaban una cita incluyendo esta con Gabriel García Márquez, invitado de honor a la segunda toma de posesión del presidente Carlos Andrés Pérez, por allá en 1989.
Con la “palanca” de la periodista Soledad Mendoza, amiga intima del Gabo, se suponía que nos íbamos a encontrar con el escritor en el lobby del entonces Hotel Caracas Hilton, tomado por todas las celebridades invitadas al mega evento. Pero García Márquez ni se apareció. Y Nelson llamaba a Soledad y Soledad quizás llamaba al Gabo, pero nada de nada. Como a las dos horas lo vimos a lo lejos, seguido de un gentío, y corrimos a recordarle la cita. Pero solo nos respondió con un gesto como quien dice “ya va”, y desapareció otra vez. Tres horas más y nosotros en el lobby del Hotel, muertos de hambre porque no nos atrevíamos a salir a comer no fuese a ser que en ese preciso instante nos llamaran. Y ya empezaba a anochecer, cuando el Gabo en persona se nos acercó y nos dijo que lo siguiéramos a la habitación. Después supimos que aceptó gracias a su hermano quien le dijo: “Chico, allí están esos pobres muchachos esperándote hace horas”, asunto que lo conmovió al extremo de que accedió a hacer lo que menos le gustaba en la vida: responder entrevistas.
“¿Que más voy a decir yo?…” se iba quejando en el ascensor rumbo a su suite. Pero para mi asombro, no se molestó cuando vio el grabador que Nelson le instaló cerca de la cara y se entregó, resignado, a lo que esos “dos muchachos” le querían preguntar. Un ping-pong de lo más sabroso que al final pareció disfrutar sin disimulo.
-Ocurre que entrevistarlo a usted forma parte de la mitología profesional. Se dice que entrevistar a García Márquez es un orgasmo para cualquier periodista, -le digo.
-Yo te puedo asegurar que hay orgasmos mejores.
-¿Ganar el Nobel le ha servido para que ninguna mujer le diga que no?
-Pues algunas me han dicho que no y no te imaginas lo que me ha dolido…
-Usted dijo que se volvió loco cuando vio la nieve por primera vez… ¿Hoy qué lo hace volver loco?
-Tres o cuatro veces al día, sobre todo en Caracas con tantas reinas de belleza que andan sueltas por ahí.
-Las generaciones futuras ya no dirán “en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme” sino “muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar…”
-Mira vale, tú sí que has tragado el mito bien tragao… espero que nunca digan eso. Se siente uno como embalsamao.
-¿El amor es una revolución de a dos?
-¿No sería más bien un orden de dos?, ¿no se reordena todo el universo cuando dos se encuentran y se entienden? … Mira que la palabra revolución esta resquebrajada, está cayendo con el Muro de Berlín…
Nos dijo que bailaba vallenato casi todos los días, que su obra fundamental no era Cien Años de Soledad sino sus dos hijos y que era coqueto porque “la coquetería es una aspiración de sobrevivencia”. Y para cerrar, le hicimos un juego que solíamos lanzarle a todos nuestros entrevistados, desde Rafael Caldera hasta Arturo Uslar Pietri, por mencionar solo dos.
-¿Si García Márquez fuera un animal, cuál sería?
-Pero seguro, un burro…
-¿Y una herramienta?
-Un destornillador, y sería feliz de ser destornillador.
-¿Y un órgano del cuerpo humano?
-¿Puedo saltármela?
-¿Una mujer?
-Yo mismo, pero mujer.
-¿Un bolero?
-Perfidia.
-¿Se imagina su funeral?
-Sí. Y tengo la infinita fortuna de que no estaré en él.