De la obra de Heródoto manan las informaciones sobre las fuerzas que, en el año 485, prepara el Gran Rey contra los estados de Grecia que apenas se están juntando en un solo frente, después de duras disensiones que condujeron a la guerra entre sus vecindarios. Ahora veremos lo fundamental del potente enemigo que amenaza a lo más importante de la civilización occidental de entonces, cuna de valores y conductas que definen el futuro de Europa y de sus sociedades tributarias. Dadas las circunstancias de la actualidad, cuando Rusia pretende el avasallamiento de Ucrania, una visita a las páginas del Padre de la Historia no es tiempo perdido, ni erudición vana, sino tal vez rescate imprescindible. Para algo ha de servir la memoria de las hazañas de los antecesores, y de los empeños de sus opresores, aunque a primera vista parezcan insólitos y remotos.
Muerto Darío, su sucesor pretende una campaña jamás vista en términos de dominación imperial. Jerjes, nacido al calor del poderío paterno y sin experiencia en los negocios que supo manejar con prudencia el Gran Rey, pretende una campaña de avasallamiento que no podrán superar las fuerzas de Atenas y Esparta, hasta entonces descoyuntadas y apenas armadas después de matarse a la recíproca. No parece que exista una posibilidad de resistencia plausible ante los contingentes de Persia que prepara el flamante Jerjes, quien se proclama como el más hermoso y poderoso de los príncipes que han existido hasta la fecha. Para exhibir su hermosura física, pero también con el propósito de mostrar las prendas de su autoridad en un desfile de proporciones inéditas, recluta un ejército llamado necesariamente a la victoria. De seguidas se pasará revista a un contingente armado, cuya espectacularidad solo podía augurar itinerarios victoriosos.
Para pasar al Helesponto, Jerjes pone en movimiento el Asia entera antes de que Atenas tenga posibilidad de reconstruir su marina de guerra. Distribuye órdenes perentorias desde Susa para que se apresten tropas armadas hasta los dientes en los golfos Arábigo y Pérsico, en los mares de Siria y Libia, en el Egipto recién escarmentado después de una revuelta. Según Heródoto, los preparativos demoran dos años que desembocan en una irrupción de naciones y lenguas puestas a la disposición de un solo hombre. Todo el Irán se viste de guerra, los bactrianos bajan de las montañas, desde las orillas del mar de Aral obedecen los corasmios y los sogdianos. Lo mismo sucede con los pueblos que rodean el corazón del Asia Central, con los comarcanos del mar Caspio, con las comunidades lindantes con la Mesopotamia y con el mar Eritreo, con los negros corpulentos de Gedrosia y los soldados de India cubiertos con cascos de bronce. El contingente que más destaca es el persa, representativo de la raza dominante, con armaduras de oro, carruajes veloces, bastimento generoso y mujeres de compañía. En la mayoría de las huestes predominan las armas más eficaces de la época -arcos, jabalinas, venablos, puñales de hoja corta-, mientras el ejército del mar, capitaneado por fenicios y sirios, cuenta con 1.200 trirremes y con navíos para el trasporte de vituallas. Nadie me puede detener, asegura Jerjes cuando ordena la marcha de sus adelantados.
Entre los portentos de entonces destaca la fábrica de un puente sobre el Helesponto, en un lugar cercano a la Propóntide, para que los ejércitos invasores pasen a pie rodeados de seguridades. La obra fracasa debido a los fragores de un huracán que desmorona la estructura después de su conclusión, un primer escollo que provoca la ira del Gran Rey. Después de ordenar la decapitación de los arquitectos, Jerjes hace que se azote el mar con pesadas cadenas. Las fuerzas de la naturaleza merecían público castigo por oponerse a sus designios. El extravagante escarmiento es descrito por Heródoto, pero para otros autores de la época y para los investigadores del futuro es solamente una exageración, una fábula que comienza a circular entre los atemorizados atenienses que no conciben la manera de salir bien parados frente a una irrupción comparable con el poder de las tempestades. Están seguros de que, después del mar, serán ellos los flagelados y los sumergidos. Las noticas que reciben del avance del enemigo solo conducen a oscuros presentimientos.
Apenas unos cuantos individuos, tachados de ilusos, juzgan de manera diversa la expedición. El hombre de armas Artabanes, hermano de Darío y veterano de anteriores combates, considera que se está ante una precipitación de consecuencias funestas para los persas. Asegura que la inexperiencia de Jerjes y el desconocimiento de la geografía que se pretende domeñar y la ignorancia sobre las costumbres del enemigo, pueden conducir al fracaso. Unos pocos dirigentes de la Hélade, como el primer arconte Temístocles, el valeroso Leónidas y los diputados reunidos de emergencia en Corinto consideran que se debe plantar cara y buscar el triunfo con ayuda de los dioses. Están seguros de que saldrán del templo de Poseidón las respuestas auspiciosas, o que ellos las encontrarán si el firmamento y el averno guardan silencio. Jerjes no puede dominar a Poseidón, ni amedrentarlo con azotes, concluye Homero.