En la aldea
26 diciembre 2024

Entrevista insumisa a Guzmán Blanco

Una conversación que se aproxima tanto como ahora para desdibujar el tiempo y ponernos frente a un político venezolano que le dio forma a un país donde estaba todo por hacer. Un encuentro imaginario que deja al lector con ganas de seguir adelante, de saber cómo pensaría sobre tal o cual cosa Antonio Guzmán Blanco, respetando su contexto y trascendencia en nuestra historia. Llamado “El Ilustre Americano”, un autócrata civilizador que en su época conmovió a Venezuela con sus grandes obras de cara a los tiempos que estarían por venir.

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Elías Pino Iturrieta | 27 febrero 2022

Mi editor es admirador de Antonio Guzmán Blanco y me pidió que  entrevistara a su admirado. Una conversación imaginaria, desde luego, porque ni siquiera en sus tiempos pudo ocurrir una cosa semejante. No solo porque entonces no se acostumbraba ese tipo de contactos entre los hombres públicos y unos entrometidos averiguadores, sino también porque nadie se hubiera atrevido a poner en aprietos al autócrata con preguntas incómodas. He estudiado con detalle la vida del Ilustre Americano, porque su tránsito me parece fundamental en el proceso de formación de la mentalidad venezolana de la posteridad. Espero que eso ayude. Las cuestiones que ahora formulo provienen de mis lecturas y de la responsabilidad que atribuyo al personaje en los procesos de negación republicana que han pesado tanto en nuestra vida. Advertido lo cual, veamos cómo quedo mal con el dictador y bien con el editor.

-Señor General, ¿está de acuerdo con la necesidad que tienen los políticos de rendirle cuentas a su comunidad, y con que el futuro le plantee problemas que nadie le propuso en su tiempo?

-Depende del político, porque en el caso de figuras como Bolívar no cabe la posibilidad de esas inquisiciones. Él, como ser casi divino, un semidiós, está más allá del juicio de los mortales. Sobre lo que hizo no existe posibilidad de controversia, sino solo de admiración y acatamiento. Usted puede pedirles cuentas a hombres comunes como César, o como Napoleón, pero no a un superdotado como el Libertador.

-¿Entonces puedo preguntarle sin problemas a usted?

-Recuerde que soy el continuador de la obra de ese semidiós. Lo que no terminó de hacer en la Independencia lo estoy haciendo yo desde 1870, o desde antes, cuando participé en la Guerra Federal.

-¿Entonces guardo mis preguntas?

-Más bien adminístrelas con cuidado.

-Pero le quiero preguntar por las estatuas de su persona, que usted mandó a levantar en dos espacios principales de Caracas y por las cuales fue muy criticado.

-Eso lo explicaron a la perfección el general Crespo y el doctor Diego Urbaneja, quienes aseguraron que no había tenido yo ninguna iniciativa en la erección de esos bronces. Esos bronces los levantó el pueblo por gratitud, para corresponderme por todo lo que había hecho en beneficio de la sociedad, y le aseguro que el pueblo se quedó corto porque fue más lo que di en progreso y en armonía colectiva que lo que se me retribuyó en honores y distinciones.

-Pero un día el pueblo resolvió tumbar esas estatuas, hasta convertirlas en pedazos.

-Sobre ese punto ya respondí en su oportunidad. No es cierto que me puse medio loco y estuve en cama cuando me enteré del sacrilegio cometido, pero si escribí un documento pidiéndoles a mis hijos que se vengaran de los malvados que las mancillaron. Ese documento circuló por Venezuela entera y puso a temblar a los traidores, a quienes no fusilé ni encarcelé por los consejos de mi proverbial generosidad. Pero, en todo caso, fue una injusticia y una canallada. Me parece bien que la haya recordado porque indica la existencia de mucho malvado que se debe erradicar, en cualquier tiempo.

-¿Mete usted en esa lista al valiente general Matías Salazar, a quien mandó a fusilar burlándose de la Constitución y de las leyes vigentes, civiles y militares?

-Yo le regalé 20.000 pesos a Salazar para que se fuera del país y para que no alborotara a los ejércitos, pero regresó a hacerme la guerra. No lo juzgué yo cuando lo hicieron preso, sino una media docena de generales federales que lo condenaron a muerte.

-Pero no había pena de muerte en ese entonces, y dicen que salió de su puño y letra el documento de sentencia.

-Bolívar ordenó la muerte de Piar por necesidades políticas y yo hice lo mismo con Salazar, por idénticos motivos. Los grandes hombres conducen a sus mayores enemigos a la tumba. Por eso pasan a la historia, por eso trae usted a colación un episodio de cuya responsabilidad no me arrepiento, como Bolívar tampoco se arrepintió de fusilar a un pardo alzado e insolente.

-Parece que a usted no le gustan los pardos, los morenos del pueblo.

-Bolívar tuvo razón cuando habló de los peligros de la pardocracia, capaz de acabar con el país si no se la metía en cintura. Yo traté de hacerlo a través de la civilización, ofreciéndole a los pardos ropas nuevas de estilo europeo, perfumes, jabón, bailes civilizados y escuelas primarias de orientación liberal, pero no es tarea fácil. Es un blanqueo muy complicado que yo empecé, pero que no terminará fácilmente. Lo peor es que aspirarán a grandes cargos y llegarán a la meta, por desdicha. Pero debo confesar que fui responsable del capítulo inicial de ese desastre al promover la presidencia de Joaquín Crespo, un zambo del tamaño de un palacio, pero después evité hasta el día de mi muerte que los pardos se enseñorearan.

-Debo tocar otro tema peliagudo, si me lo permite. Me refiero a los actos de peculado que se le atribuyen a usted, gracias a los cuales amasó una fortuna colosal, según dicen.

-Jamás se me probó un robo al erario, ni nadie presentó pruebas en los tribunales que me metieran en la casilla de los ladrones. Le estoy hablando de cuarenta años de vida pública, limpios y cristalinos. Pero, como no faltan los insidiosos y los malevolentes que repiten las historias de mi ladronería, una ladronería que jamás existió, me atengo a lo que los ya mencionados Crespo y Urbaneja escribieron sobre mí en 1880. Me lo sé de memoria: “Guzmán robó, pero nos dio mucho. ¡Qué ladrón tan honrado es Guzmán Blanco!”. ¿No le parece extraordinario?

-Pues sí, pero también escandaloso o estrambótico.

-Pues, para que deje de parecerle así, pregúnteme por todo lo que hice por Venezuela, a partir de mis primeros siete años de gobierno, y así doy por terminado este interrogatorio quedando bien parado en mi pedestal, como merezco.

-Desde luego, general, señale lo que considere relevante.

-Tome cuidadosa nota: La educación primaria, gratuita y obligatoria; la Dirección General de Estadística, el primer censo de la población; el matrimonio civil; el registro civil; la eliminación de los conventos; los primeros grandes códigos republicanos; el Capitolio Federal; el edificio de la Exposición Nacional; la primera red de ferrocarriles; las primeras carreteras dignas de tal nombre; el cable interoceánico; un gran teatro con mi augusto nombre; la Academia de la Lengua; acueductos modernos; la luz eléctrica; los primeros teléfonos; el templo masónico; la basílica de las santas Ana y Teresa; la Santa Capilla; grandes publicaciones de contenido histórico, lugares de ornato y esparcimiento y un largo etcétera que puede encontrar en las publicaciones de mi época. Pero, sobre todo, la disciplina política y las cortesías de la modernidad de las que fui modelo y figurín. Todo se debió a mi genio sin antecedentes, exceptuando el genio de Bolívar, por supuesto. Yo completé y perfeccioné su obra.

Esperando que la última respuesta no desdibujara la intención de las preguntas anteriores, terminó la entrevista. El Ilustre Americano Regenerador de Venezuela no tenía tiempo, lo esperaba una cita en el Olimpo. Y el entrometido anacrónico, querido editor, estaba perdiendo la paciencia. Algo más, por último: lo de la insumisión se hizo presente sin pasarse de la raya, para no parecer un valentón sin riesgos.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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