La conducta de los jóvenes del vecindario y de miles de estudiantes de la universidad, me llevó a averiguar el motivo que los hacía vivir con desenfreno un universo extraordinario que se parecía a los que podían salir de los libros que se han publicado desde la época de Gutenberg, o de lo que uno ha visto en el cine desde la lejana infancia, pero que los superaba en realismo e intensidad. Fue así como topé con el asunto del metaverso y cómo, debido al veneno político que no le ha faltado a mi computadora, terminé por pensar en cuál de los desafíos tecnológicos del siglo XXI podía ubicar al presidente encargado Juan Guaidó. De ese curioso dilema, absolutamente personal y quizá trivial o caprichoso, trata el artículo de hoy.
Ahora sé que el metaverso es un espacio virtual, gracias a cuyo desarrollo pueden los usuarios de internet introducirse en un escenario capaz de superar la realidad circundante, capaz de traspasar sus barreras hasta el punto de trasladarlos a un mundo que hasta hace poco era totalmente inaccesible. Se me dirá que no asomo nada nuevo en el tema de las imaginaciones porque, por ejemplo, las han provocado lecturas como las de Homero y Lewis Carroll. Sin embargo, la analogía se hace añicos cuando el impulso de la fantasía depende del atrevimiento o de las agallas de la gente común, es decir, de unos individuos cuyo ímpetu no suele ser lo suficientemente vigoroso como para que un lector, por más afiebrado que sea, se divorcie de su habitual puerilidad. No en balde tiene demasiado cerca un entorno metido en sus inflexibles puntos cardinales, que solo permiten que las alas se muevan un poco. Que yo sepa, el único lector capaz de romper con su realidad debido a la influencia de la letra de imprenta fue un hidalgo de La Mancha, encarnación de una volatería susceptible de hacerlo famoso e insólito, pero los demás solo hemos llevado a cabo huidas rasantes que apenas lastiman cuando se desvanecen.
Debido a los avances de internet existe ahora un conjunto de espacios virtuales denominado metaverso, en el cual se reúnen sensaciones de vista, sonido y lugar ideadas por sus inventores y en cuyo seno pueden los usuarios sentir experiencias semejantes a las habituales de su rutina. El metaverso se convierte en su rutina, mejor dicho, gracias a los extremos de autonomía, intimidad y aislamiento provocados por una especie de visor que los conduce a un escenario alejado de sus domicilios y desde el cual no solo se pueden divertir y establecer vínculos inimaginables en el pasado reciente, sino también negocios que repercuten en la economía y, desde luego, en la vida de quienes los realizan. También pueden presentar proyectos de variada clase que pueden llegar a buen puerto. El metaverso reina en una tercera dimensión generada por unos anteojos especiales, que permiten la experiencia independiente, desafiante y provechosa que había anunciado una novela ahora famosa de Neal Stephenson que solo era una fabulación para pasar el rato.
La ciencia ficción se convierte en una realidad cada vez más avasallante cuando millones de personas se familiarizan con el metaverso, o lo adoptan como escenario de una vida diversa. Si usted, gracias al metaverso, puede hacer desde Boconó operaciones de compra y venta de parcelas aéreas en Singapur, o de un terreno metafísico de Damasco que se hace físico o concreto cuando usted cobra lo que ganó en su operación, o cuando se lamenta por las pérdidas; si usted puede participar desde Guanare, después de encasquetarse un equipo de tercera dimensión, en el negocio de las criptomonedas, es decir, en un mercado global de unidades monetarias que pueden aumentar o disminuir su capital sin que ningún Estado o gobierno establecido las respalde, usted está estrenando una vida distinta a la que hasta ahora vivió y de la cual puede depender, no solo su personal vicisitud, sino también la orientación de millones de individuos sin limitaciones geográficas. Calculen, amigos lectores, lo que puede pasar si alguna idea que conciban tiene auditorio entre los usuarios de un espacio cada vez más ancho y debutan como empresarios exitosos, o como autores de temas relevantes. Tales consecuencias pueden desprenderse, sin exagerar y con un poco de suerte, de la expansión de una extraordinaria metamorfosis que está sucediendo en la actualidad.
Antes de saber lo que acabo de escribir pensaba que el metaverso era una posibilidad de meterse en un mundo que promovía entretenimiento sin dislocar hábitos esenciales, en un teatro de fantasías que apenas tocaba la superficie de las cosas. Por eso supuse que en su seno cabía un personaje como el presidente interino Juan Guaidó, a quien no le encuentro sitio ni acomodo en el mundo que desfila frente a mis narices. Si ni siquiera me puede proveer una cédula de identidad, ni cobrarme el derecho de frente; si ni siquiera puede ejercer autoridad sobre el policía de la esquina, ni encargar los papeles con membrete que se necesitan en las oficinas públicas, debe ser un artificio sin fundamento determinado, pensé. Como seguramente solo manda en su casa y en el Citgo de extramuros, se me ocurrió que podía reinar a sus anchas en lo que consideraba como un pegajoso e intrascendente pasatiempo. Pero ahora, cuando ya manejo alguna noción sobre el metaverso como aporte de la tecnología de punta, temo que tampoco quepa el joven Juan en su regazo.
Entonces, ¿dónde lo ubico, con solo unos gramos de exceso? Paseando por internet encontré la respuesta. De pronto topé con San Gregorio Nacianceno, un ponderado patriarca del siglo III que habló de la existencia del limbo. El limbo es, según el asceta, un lugar habitado por los seres humanos -especialmente los recién nacidos- que mueren sin faltar a la ley de Dios, pero que no han recibido el sacramento que lava el pecado original. De allí que deban permanecer hasta la consumación de los siglos en un ámbito cercano al cielo, pero fronterizo con el infierno, mientras la autoridad del Altísimo determina su destino definitivo. En un lugar que nadie puede ubicar con exactitud, en una especie de nada que no es la nada, sino un refugio para las criaturas que no fueron sometidas a las duras pruebas de la existencia terrenal. Temo que un Papa de nuestros días ordenó que nos olvidáramos de la idea del limbo como destino para cierto tipo de personas marginadas de la creación, que no nos ocupáramos de las locaciones del Nacianceno, pero a mí, que en ocasiones dejo de ser catecúmeno obediente, me parece mansión adecuada para el titular del gobierno interino de Venezuela.