No es tarea fácil definir lo cursi, entre otras razones porque cada sociedad en medio de sus circunstancias, puede darle un sentido peculiar a esta escurridiza palabra. Ocurre como en los sistemas económicos, capaces de mantener formas arcaicas de producción. Las sociedades pueden conservar estilos y formas expresivas que, a pesar de su anacronismo o estar fuera de lugar, no suscitan el repudio colectivo sino todo lo contrario. Es más, se puede ser absolutamente cursi y además exitoso. Distintas manifestaciones de lo cursi se asocian con aquello que aparenta ser una cosa pero es otra, lo anacrónico fuera de lugar, desarmonizado, solo de apariencia superior a la realidad, de mala calidad, de pacotilla o de mal gusto.
Se dice que el reconocimiento de lo cursi asociado al ridículo (lo risible como sanción moral) depende del nivel cultural de la sociedad. (El desprecio colectivo solo aparece cuando las aguas de la cultura media superan esa marca). Pero la cursilería no tiene ámbitos de ocurrencia predefinidos. Por ello la encontramos en la amistad, en las prácticas sociales formales, en el amor o en la política. Esto también se relaciona con el éxito o el fracaso de las expresiones cursis. En Venezuela y América Latina se hicieron célebres por exitosas, las expresiones de cursilería vertidas en el género telenovelesco. Pionero de tales expresiones fue el cubano Félix Benjamín Caignet. Su derecho de nacer habría de conmover y producir una verdadera llorantina continental, para horror de las élites cultas enfocadas en honduras temáticas.
Mientras El derecho de nacer hacia de las suyas configurando gustos e impulsando una estética peculiar, un historiador venezolano, Germán Carrera Damas reflexionaba profundamente sobre otros aspectos de la cultura y el pensamiento arraigados en nuestra ser nacional. Y es que el culto a Bolívar y la llorantina que nos provocaban los relatos heroicos solo podrían equipararse con el género telenovelesco. Aquellos relatos de la historia patria con un Bolívar agonizante en Cartagena, víctima de la traición e incomprensión, nos enervaban hasta el llanto. Nos prevenía el Doctor Carrera, sobre los peligros de aquel culto religioso oficialmente admitido y de una iglesia bolivariana cuyos sumos sacerdotes eran nada más y nada menos que los militares, el brazo armado de la República.
De manera que para el 4 de febrero de 1992 el terreno de la cursilería y el ridículo estaban perfectamente abonados, tal vez por partida doble. Tanto el género telenovelesco como el culto al padre fundador ya se habían encargado de promover lo cursi asociado a sensaciones que pertenecen a la esfera de lo conmovedor, lo sentimental y lo emotivo. Piénsese en aquello que aparenta ser una cosa pero es otra, lo anacrónico y fuera de lugar, desarmonizado, sólo de apariencia superior a la realidad, de mala calidad, de pacotilla o de mal gusto, pero eso sí, muy emocional.
De no ser por estar emparentados con la muerte y el dolor humanos, uno podría reírse sin ningún pudor de la extravagancia y anacronismos de unos sujetos asaltando el poder legítimamente constituido, para luego, sin reconocer su infinita estupidez, amenazarnos con aquél ‘por ahora’. Es decir, no pudimos pero no desistiremos en la tarea de acabar con este país. Tenemos la razón para hacerlo, nos aplaudió la cursilería patriotera, el sentir nacional. Lo peor no había pasado y la amenaza habría de cumplirse. Los cursis llegaron al poder y ahora para completar su culebrón pretenden cubrir con mantos de heroicidad su bárbara y primitiva actuación. En eso han invertido la riqueza y el tiempo del país: procurando convertir a un mentiroso compulsivo en héroe mundial, junto a su pandilla de saqueadores.
Muerto el comandante parlanchín, héroe de la cursilería nacional, nos dejó como heredero a Nicolás Maduro, un sujeto con hipotimia, desangelado pero sin el más mínimo temor al ridículo. Sin embargo, Maduro resultó excelente para los mandados solicitados desde Cuba. Desde la Isla le prestaron sus héroes ante las dudas surgidas frente al héroe momificado. Hubo un tiempo en que procuraron convertir a Danilo Anderson en su principal mártir heroico, pero una condenada máquina de contar billetes hallada en su apartamento recién adquirido hizo muy difícil la tarea. Algo parecido ocurrió con Robert Serra, un perverso totalmente inútil para crear retablos.
A pesar del abono prestado por la cursilería bolivariana y novelesca, nada fácil ha resultado convertir en héroes a los pillos contumaces. Su anacronismo y ridiculez ostensibles quedan desnudos con sus prácticas reales y tangibles. Aparentar una cosa y ser otra, se pone de bulto con la actuación de los próceres del ridículo. De nada vale el empeño para convertir a los actuales milicos en los actores de la segunda parte de un culebrón revolucionario, con tantos capítulos que se habría iniciado en el siglo XIX. De hecho, los milicos nacionales se presumen como el ejército heredero de la gloria del Libertador, y Padrino López sufre delirios en los que cree ver a Chávez blandiendo la espada de Bolívar cada 4 de febrero. Se consideran a sí mismos, los receptores del fuego sagrado de nuestro Prometheus. Los sumos sacerdotes son aquellos oficiales expertos en batallas asimétricas bajo el rigor del aire acondicionado o bajo el fuego inclemente de la rutina burocrática. Ni hablar de los matraqueros de autopista, expertos en mordidas en nombre de los más caros intereses de la patria. Cualquier lugar es bueno para ejercer el culto a los bolívares.
Parece simple metáfora: Quién podría imaginar que la cursilería sensiblera de Félix Benjamín Caignet, un cubano notable, habría de aliarse al culto religioso bolivariano para destruir al país de Bolívar con la imposición de un modelo político, cubano por añadidura. Y por si fuera poco, a falta de héroes nacionales, debemos conformarnos con los prestados por la gesta heroica isleña. ¡Fidel, El Che, Raúl! vaya cursilería revolucionaria para una pandilla que no logra superar su propio ridículo.
Sin embargo, ¿por qué su éxito?, ¿cómo poder explicar el reiterado fracaso de quienes abominan la cursilería de baratillo desplegada por la Revolución? Sólo a modo de hipótesis se nos ocurre señalar la estrecha conexión existente entre la cursilería y el sentimentalismo de nuestra época. Ambas expresiones humanas se asocian en tiempos en los cuales más importante que la verdad y la razón, es el sentir. A partir del 4 de febrero de 1992, la política venezolana ha permanecido amarrada a los sentimientos, a favor o en contra de la cursilería revolucionaria. Lo de menos es la pasionalidad desbordada y la causa que se defiende. Lo de más está en un hecho confirmado: se esgrimen los sentimientos sin miedo a la cursilería, aunque se carezca de razones. No por casualidad procuramos la lástima del mundo, convencidos de que una lágrima pesa más que un argumento. Así va el mundo. Optamos por implorar y rogar en lugar de afrontar la tiranía con todo lo que se tenga a la mano.