Acostumbrados como estamos a que los representantes del alto gobierno mientan a diario, modifiquen la verdad de acuerdo a su conveniencia o, la mayoría de las veces, se escondan en un silencio atronador ante algún tema incómodo, resulta extremadamente sospechosa la reciente razzia pública desatada contra algunos militantes del PSUV, alcaldes, diputados, funcionarios del Gobierno o miembros de la Fuerza Armada, presuntamente incursos en tráfico de drogas y su versión light, el tráfico de combustible. Sobre lo cual, por cierto, ha habido menos ruido en las altas esferas del poder, quizás porque en ese terreno deba existir una red cómplice con botas y charreteras, que se redondea la escuálida quincena no solo traficando gasolina sino montando alcabalas por todo el país para exigir su “cuánto hay pa’ eso” a productores del campo, ganaderos o cualquier tipo de emprendedor que aspire llevar y traer el producto de su trabajo por las carreteras nacionales. Impuesto oculto que terminamos pagando todos los consumidores, porque la bajada de la mula ante los uniformados engorda el precio del producto final y todos tan contentos.
Por eso cuando el vicepresidente del partido, Diosdado Cabello, asegura en su espacio de televisión que “El PSUV no está de acuerdo con el tráfico de drogas” -algo que ni siquiera merecería semejante aclaratoria-, y culpabiliza a Colombia por haber exportado la práctica de involucrar a políticos con el narcotráfico (para los comunistas el culpable de todo siempre es el otro), cabría preguntarse dónde estaba el código ético del PSUV cuando el escandaloso caso de los sobrinos de Cilia Flores, Efraín Antonio Campo Flores y Francisco Flores de Freitas, arrestados por miembros de la DEA en 2015 cuando intentaban introducir 800 kg. de cocaína a los Estados Unidos, droga facilitada por las FARC.
Los sobrinos, vigilados por la DEA y encontrados con las manos en la droga, cumplen una condena de 18 años. Y como si se tratara de una excusa, alegaron en su defensa que el destino del dinero era «ayudar a su familia a mantenerse en el poder», una manera de delatar a los suyos seguramente buscando una rebaja de la pena. Este caso, hoy olvidado, incluyó la posterior captura del piloto del avión -con 100 viajes en su haber traficando drogas-, así como el homicidio de cuatro involucrados: los dos testigos de la fiscalía en contra de los sobrinos, el informante de la DEA y un venezolano, conocido como Hamudi, asesinado por las FARC, lo que podría dar una idea de la importancia que tuvo dicha operación.
Pero entonces la versión del alto gobierno fue que los dos sobrinos habían sido secuestrados por el gobierno de Estados Unidos, mientras el inefable Wilmer Ruperti se encargaba de pagar la fortuna que solicitaban los abogados por defenderlos.
Otro caso olvidado es uno que también involucra drogas y poder, como lo es el de Clíver Alcalá, por mencionar a un militar también detenido en el imperio y cuya recompensa por su captura ascendía a 10 millones de dólares. Porque, según los organismos del Tesoro y Seguridad de Estados Unidos, Clíver Alcalá era nada menos que uno de los bendecidos por Hugo Chávez para que, por allá en 2008, estableciera nexos con las FARC para inundar de cocaína a Estados Unidos, el mismo viejo truco que se le atribuyó por años a Fidel Castro en su afán de destruir a la sociedad norteamericana desde sus cimientos a punta de drogas. Acusación similar que recibió a otro buen amigo de Chávez, Hugo “El Pollo” Carvajal, presunto perteneciente al llamado Cartel de los Soles cuyo objetivo, según la acusación oficial en su contra, “incluía no solo el enriquecimiento de sus miembros sino también el uso de la cocaína como arma contra Estados Unidos debido al efecto adverso que la droga tiene en los usuarios individuales, y los más amplios daños sociales causados por la adicción a la cocaína”. Este ex cónsul del Gobierno, defendido a capa y espada por Nicolás Maduro y todo el PSUV luego de su detención en Aruba, hoy es acusado ante la Fiscalía de Nueva York de coordinar el envío de 5,6 toneladas de cocaína encontrada en México dentro de un avión DC-9 que partió de Venezuela en el 2006, caso que también vinculaba al conocido narcotraficante Walid Makled. Acusación que repitió la Fiscalía Federal del Distrito Sur de Florida quien lo acusó de asistir al Cártel del Norte del Valle y, en particular, al narcotraficante colombiano Wilber Alirio Varela Fajardo, quien luego apareció muerto en Mérida. Pero sobre esto no hubo declaración oficial de ningún tipo ni detenidos esposados desfilando en la TV, como las (y los) nuevas narcotraficantes del PSUV.
De modo que el tema de las drogas colándose en las rendijas del poder ni es reciente ni será la última vez. Pero lo que llama la atención en este caso es el bajo escalafón de los involucrados, tres alcaldes y tres diputadas -y contando-, que obviamente se aprovecharon no solo de sus conexiones con el partido de Gobierno, el clásico “chapeo” criollo, sino de la absoluta inexistencia del respeto a la ley que cunde no digamos en Caracas sino en los rincones más lejanos del país, donde una alcaldesa que ha hecho de sus redes un medio de propaganda más del Gobierno, que repartía cajas CLAP y felicitaba a Nicolás Maduro en cada cumpleaños, se sintió lo suficientemente intocable como para cargar siete panelas de droga consigo. Y, al día siguiente, seguir con su jaladera de mecate al Gobierno, el aliado perfecto para sus tropelías porque es el que ha convertido a Venezuela en una tierra de nadie. O un territorio chévere para los más avispados como las FARC o el ELN, quienes se han apropiado de trozos del país sin disparar un tiro.
Basta con escuchar las declaraciones de la otra mujer involucrada, la joven diputada Taina González, asegurando en VTV que “el reto es ser una generación de oro, como Chávez tanto pedía…”, con una sonrisa de oreja a oreja, para entender la absoluta impunidad con la que actuaban, cantando loas a la revolución mientras su otro yo ganaba quién sabe cuánto por ayudar a trasladar y vender drogas, un crimen planetario que ha llenado los bolsillos de miles de bandidos y bandidas como estos, quienes se trasladaban en tres camionetas de lujo con compartimentos secretos para esconder la cocaína y hasta ropa de la alcaldesa Fernández, una que iba en vivo y directo a llevarle el cargamento a los traficantes colombianos. Hasta que alguien las delató -un hábito entre los narcos, pisarse la manguera- y comenzó su cuesta abajo en la rodada.
“Se paseaban por allí en camionetas último modelo”, dijo bravísimo el presidente de la Asamblea Nacional, Jorge Rodríguez… “¿Nadie los vio? Aquí tenemos que decirnos las verdades a la cara y también decirles a nuestros jóvenes diputados que ustedes escogieron este apostolado. Nadie los obligó a ser candidatos, nadie les puso una pistola en el pecho”, recriminó Rodríguez al resto de los diputados, como si no supiese que en Venezuela andar en camionetas de lujo con escoltas se ha convertido en el logotipo de los poderosos. Y que llamar apostolado a la chamba que algunos tienen en la Asamblea suena bastante desproporcionado, cuando muchos de esa “generación de oro” que se inscribió para optar a una diputación, ya tenía bien claro lo que buscaba con su inmunidad parlamentaria: seguir abusando del poder para hacerse rico rápido.