Los análisis sobre la marcha son complejos y demandan cierta osadía intelectual. Sin duda, el tiempo tiende a decantar los juicios y a poner las cosas en su lugar. La distancia ofrece madurez, reposo y tino. Sin embargo, también es cierto que observar, pensar, ordenar ideas y ponerlas en papel puede ayudar a encontrar claves para comprender y caminos para transitar. Consciente de las limitaciones de los razonamientos hechos en caliente, me aventuro a escribir estas líneas que son personalísimas y están abiertas al tiempo. No son premisas concluyentes ni juicios estables. Son reflexiones que buscan animar al necesario debate que exige y vale nuestro país. Y es que -quizás- una de las cosas que más lamento de vivir en dictadura es la desaparición del espacio público y la falta de urbanidad política que abunda en nuestro existir. Venezuela y nosotros… merecemos más.
Visto lo anterior, me dispongo a compartir cuatro notas preliminares sobre las elecciones regionales del 21 de noviembre: Primero, sobre la consolidación de la dictadura. Segundo, sobre los resultados obtenidos. Tercero, sobre las elecciones en entornos no democráticos. Y cuarto, sobre el futuro inmediato de la lucha democrática.
I.
Comencemos por la primera nota preliminar: sobre la consolidación de la dictadura. La dictadura chavista-madurista es compleja y está consolidada en el poder. Por complejidad entiendo lo desarrollado por Anne Applebaum en Twilight of Democracy y, más recientemente, en Bad guys are winning: es criminal, la mueve el resentimiento, tiene una cosmovisión propia y teje lazos de solidaridad autocrática que superan en audacia a los mecanismos de apoyo que ofrece el mundo libre. Y por consolidada me refiero a su carácter estable y resiliente. Es un sistema que encuentra en cada coyuntura una fuente de aprendizaje autocrático que le permite superar los escollos y salir fortalecido.
El proceso electoral del 21 de noviembre confirmó este diagnóstico y eso es importante. Para los venezolanos este dato no es una mera precisión académica. Se trata de una realidad existencial que debe imprimirle asertividad al análisis y virtud a la política. Vivir en dictadura es una imposición que debemos procesar en nuestro mundo interior. No basta con estudiarla, describirla o denunciarla. Es algo sobre lo que debemos reflexionar personal y colectivamente. Porque se trata de un mal profundo que puede animar distintas reacciones humanas. Unas buenas, otras no tan buenas. Y nuestro corazón criollo, especialmente propenso a la fuga, puede tender fácilmente a la huida, a la negación o a la evasión.
Quisiera detenerme brevemente en este aspecto de nuestra expresión cultural. Revisemos el concepto de “patriotismo negativo” que Rómulo Gallegos propuso en “Reinaldo Solar”. Recordemos que esta novela -su primera novela- fue escrita y publicada en el esplendor barbárico de la dictadura de Juan Vicente Gómez. Copio in extenso:
Esa teoría de la fuga no es nuestra ni de ahora. Es una aspiración nacional y tan vieja como la nación. Los venezolanos nunca nos hemos encontrado manoseada. Acaso en todas partes haya descontentos, sin duda los hay, pero en ninguna parte habrá más desertores. No es el caso del que busca un medio más propicio para sus actividades: no me refiero a eso, sino al aspecto de patriotismo que reviste la fuga entre nosotros. Nuestro patriotismo es negativo. Solo se manifiesta en renuncia o en despedida. En nuestra literatura, los que se encierran en sí mismo y los que se van son siempre los que más aman a la patria. a gusto en la patria, y ya la literatura nacional ha explotado bastante este tema. En realidad, la vida que aquí se nos ofrece es poco halagüeña: pero la patria no va ganando nada con esta teoría de la fuga
No quisiera que esta referencia nos lleve al amargo debate de “los de adentro” y “los de afuera”. Porque si volvemos a la cita con atención, veremos que Rómulo Gallegos no refiere únicamente a quienes se abren camino hacia nuevos horizontes. El autor también señala a quienes, no pocas veces y queriendo ser ciegos ante el horror, demandamos lo que el hombre le pidió a la Hilandera: téjenos una venda tan gruesa que no podamos ver nada. Sin advertir que, al encerrarnos en nosotros mismos, coqueteamos con la indiferencia, la complicidad o la banalidad. Y todo esto, con el único deseo de sobrevivir.
Quizás también conviene referir en este punto a autores de otras latitudes que también han escrito sobre estas tentaciones de la conciencia. Primo Levi en “Si esto es un hombre”. Hannah Arendt en “Eichmann en Jerusalén”. Y Sándor Márai en “Tierra, tierra”. Los refiero porque me alivia confirmar que el desafío que enfrentamos es humano y reitera el carácter universal de las luchas por la libertad. Por eso, me atrevo a afirmar que después del 21 de noviembre y considerando que nuestro camino hacia la democracia parece extenderse, convendría entrar en una suerte de terapia que nos permita tomar conciencia de la gravedad del momento presente con el propósito de ayudarnos a crecer y de resistir unidos a la dictadura.
II.
Veamos ahora dos ideas sobre los resultados obtenidos. La primera reflexión es sobre su interpretación. Analizar los resultados de elecciones realizadas en democracia no es lo mismo que ponderar las hechas en dictadura. El contexto marca la diferencia. Generalmente, los resultados electorales en democracia son una foto nítida del espectro político. En dictadura, esa impresión se torna difusa y cometeríamos un grave error si nos aproximamos a ella dejando a un lado este dato de la realidad. En tal sentido, considero que cualquier análisis de los resultados electorales del 21 de noviembre debe considerar con prudencia el peso del entorno autoritario y tener como única guía la humildad personal y la rectitud intelectual. Quizás así logremos despojarnos de tres males que poco a poco han ido penetrando nuestra dinámica política: (i) El cientificismo exacerbado que busca racionalizar las injusticias y es insuficiente para valorar las dimensiones del daño que padecemos; (ii) La ignorancia supina que entiende que la política es una suma de dos dígitos; y (iii) Los egos desbordantes que se aproximan a la realidad buscando profecías autocumplidas, ofreciendo una caricatura de nuestra realidad.
Considerando lo anterior, expongo mi segunda idea sobre los resultados: Conviene profundizar en la abstención. Es necesario hurgar en la psiquis de ese venezolano que no se animó a acudir a las urnas. Debemos preguntarnos: ¿Por qué siete de cada diez venezolanos no vio en esta coyuntura una oportunidad para luchar por la democracia? Más allá de la migración y de la tradicional abstención en comicios locales: ¿Por qué una parte importante del país no nos acompañó? No hay respuestas únicas ni excluyentes. Pero me atrevo a decir que el problema de fondo es aquello que muchos llaman: la desconexión de la clase política con el país. Es decir: se trata de una profunda crisis de representación que no excluye a nadie y que nos debe llamar a la reflexión a todos. Lo refiero de esta manera porque mal piensan quienes se excluyen del problema y lo consideran ajeno. Mal obran quienes aprietan el gatillo de la hipercrítica mientras creen que avanzan en agendas particulares, mientras nos alejamos del bien común.
No existe tal cosa como políticos malos y país bueno. Cobran vida una vez más las palabras que Luis Castro Leiva pronunció en el Congreso de la República el 23 de enero de 1998 (Copio in extenso):
… es la sociedad la que los ha creado porque es esta sociedad -la que tenemos- la que concibió estos prejuicios, la que los ha hecho propios y ajenos, la que tira la piedra de su moralismo y esconde la mano de su responsabilidad. Somos nosotros quienes hacemos la vida social posible y real, quienes nos educamos en el escándalo, son nuestras las prácticas que hacen y deshacen la política, su tragedia y su comedia. Porque no se equivoque sobre esto nadie, por lo menos no conmigo. La política que tenemos es la que nuestras “representaciones sociales” han hecho posible y afianzado para bien y para mal; y la hechura del mal que no queremos hacer y del bien que hacemos como podemos es tan nuestra como de nuestros mandatarios. Pues, ¿quién si no nosotros somos los habitantes de esta tierra?
La instalación de la antipolítica es una enfermedad social. Este desprecio por la política nos desarticula. Es una suerte de condena a “lo común”. Ciertamente, esta disposición puede encontrar explicación en los errores que protagonizamos los políticos. Y, aún así, no deja de ser una mala noticia. En democracia, puede ser un síntoma de erosión del sistema y una oportunidad para que actores desleales se cuelen en él para destruirlo. Los venezolanos sabemos de este particular. Pero en dictadura el costo de la instalación de la antipolítica es más oneroso. En dictadura, este rechazo a la política puede significar el surgimiento de una suerte de consentimiento voluntario y colectivo frente a la injusticia. Porque resulta que cuando más necesitamos la Política para resolver nuestros problemas, nos desencantamos profundamente y pensamos que podemos prescindir de ella. Quiero resaltar con estas ideas que el problema de la crisis de representación es profundo, complejo y colectivo. Volver a la Política es y será un camino difícil.
III.
Veamos la tercera nota: sobre las elecciones en entornos no democráticos. Hay literatura extensa sobre este tema. La he leído, la he pensado y sobre ella, he reflexionado. Y, aún así, considero que lo que más me ha ayudado a comprender estos procesos ha sido vivirlos una y otra vez durante estos últimos años. Las elecciones en dictadura no son una autopista hacia la democracia. Son un terreno espinoso, frustrante, incierto. Es el Día de la Marmota, una y otra vez. Porque aún ganando, nada garantiza que se podrá ejercer el poder conquistado. Es peor que una carrera de obstáculos. Hasta el momento, ha sido una suerte de competencia suicida a la que llegamos por medio de negociaciones particulares que abren puertas a cierta flexibilización de la dictadura y que enfrentamos en las peores condiciones políticas posibles, preñados de buenas intenciones.
De esta manera, obviamos que las flexibilizaciones de los sistemas autocráticos contadas veces han contribuido con un proceso real de transición hacia la democracia. Y cuando lo han hecho, ha sido porque han sido impulsados y guiados por un insustituible ánimo reformador que se activa desde el seno de la dictadura. Por esta razón, la mayoría de estos fenómenos tienden a ser mecanismos para el reequilibramiento de la injusticia y para el agotamiento moral de la oposición. Recordemos Zimbabue, Nicaragua y Bielorrusia. No quiero decir con esto que las elecciones en dictadura son necesariamente una apuesta perdida. No quiero decir que hay que desecharlas a priori. Lejos de mí los análisis ramplones. Solo quiero destacar que las elecciones en dictadura son procesos extremadamente complejos que hay que asumir con madurez porque demandan una pericia política extraordinaria, aquella que encarnan hombres y mujeres de Estado que son capaces de convertir una coyuntura que aspira ser “normalizadora” en una ocasión para luchar y sacar al régimen de su zona de confort.
Hablemos ahora de los logros. He escuchado análisis que proponen que el principal avance del 21 de noviembre es el “retorno a la vía electoral”. Lamentablemente, no lo veo tan claro. Creo que es pronto para hacer tales afirmaciones. Sería un exceso de optimismo afirmar que en la Venezuela de hoy hay entusiasmo electoral. Y las recientes sentencias del Tribunal Supremo de Justicia sobre el estado Barinas; la agilidad de la Contraloría General de la República para inhabilitar posibles candidatos; la docilidad del Consejo Nacional Electoral para ejecutar por vía de consenso medidas abiertamente inconstitucionales; y la renovada fuerza represiva de la dictadura, no nos proponen un futuro alentador. Al día de hoy, se observan signos que parecen indicar que la flexibilización obtenida por vías particulares a mediados de año está llegando a su fin. Se cumple así el ciclo clásico de reequilibramiento autocrático: flexibilización, estabilización y consolidación de la dictadura.
Hay logros que deben ser mencionados. El 21 de noviembre permitió que cientos de hombres y mujeres que militan en los partidos políticos que integran la Plataforma Unitaria llegaran a posiciones de poder local. Considero que los espacios parlamentarios son los más relevantes para la lucha democrática. En cada entidad federal de nuestro país hay concejales y diputados regionales que podrán convertir sus curules en enclaves que estén al servicio de nuestra liberación. Cada espacio conquistado debe ser una oportunidad para elevar las denuncias sociales, animar a la reconstrucción del tejido social y regenerar la política. Esto es muy importante. De su desempeño también podrá depender la valoración del país sobre la importancia del voto como instrumento para la lucha democrática. Ahí, en cada Cámara Legislativa Regional y en cada Consejo Municipal, es donde se le verá “el queso a la tostada”.
IV.
Llegamos así al último apartado de este ensayo: sobre el futuro inmediato de la lucha democrática. A pesar del diagnóstico anterior: soy optimista. Y no es disociación, ni voluntarismo. Es, como diría Antonio Gramsci: “El pesimismo del intelecto y el optimismo de la voluntad”. El intelecto que advierte la gravedad de la situación y la voluntad que se aferra al sentido trascendente de las cosas para seguir adelante. De esta manera, me voy forjando artesanalmente una suerte de esperanza responsable que debe renovarse día a día para encontrar fuerzas y avanzar. Y así, con la realidad a cuestas, identifico muchas tareas pendientes, entre las cuales destaca un desafío que considero medular: Regenerar la política.
En otras oportunidades he escrito sobre este particular. Es un tema al que siempre vuelvo. Quizás es porque es existencial. Trabajo en política. Conozco hombres y mujeres que a lo largo y ancho del país trabajan sin descanso por nuestra democracia. No son influencers, pero marcan la diferencia. No están redes, pero son reales. Los veo. Me conmuevo. Trabajan en entornos hostiles y son las principales víctimas del control social de la dictadura. Se ponen con orgullo la camisa de su partido político, aunque eso signifique no recibir la caja CLAP y pasar hambre. Tienen las suelas carcomidas, el alma curtida, y los afectos regados por el mundo. Pelean, sufren, se cansan… y siguen. Siempre siguen. Ellos son la sangre que fluye por las venas de nuestras organizaciones políticas. Ellos nos regeneran y nos comprometen.
Entiendo que regenerar la política es trabajar sin descanso para fortalecer y visibilizar estas comunidades. Robustecerlas con acompañamiento personal y con formación humana. Ofrecerles espacios para intentar llenar los vacíos que dejan la pobreza, la desigualdad y la violencia. Llevarles cultura, alegría, belleza y humanidad. Evitar que se reconozcan como prescindibles y recordarles que cada venezolano es necesario, único e irrepetible. Ciertamente, este itinerario es silencioso y exigente. Se aleja del estrellato de las redes sociales y del liderazgo personalista que estos modos de hacer política potencian. Sin embargo, creo que es una tarea generosa e insustituible que nos espera y sin duda, nos hará mejores.
Este desafío es transversal y nos debe convocar a todos. Ciertamente, los políticos tenemos más responsabilidad frente al bien común. Pero, insisto: es un reto de la sociedad entera. Solo así podremos reconstruir los vínculos de confianza que nos permitirán enfrentar unidos las realidades descritas anteriormente. Partidos políticos, empresarios, universidades, gremios y organizaciones civiles debemos encontrar caminos comunes de regeneración. Porque lo cierto es que en nuestro país hay muchas cosas que están mal y las dimensiones de nuestros problemas trascienden los límites de la dictadura. Quizás ese es su talante verdaderamente totalitario: aunque no queramos, nos arropa y somos parte él. Evaluémonos con humildad. Hagamos examen y veamos cómo podemos resistir unidos el avance de estos males que tanto daño nos hacen.
No exagero al decir que de la regeneración de la política depende nuestro futuro de libertad, progreso y democracia. Lo reitero: es un deber que nos convoca a todos. Porque, volviendo a Luis Castro Leiva: ¿Quién si no nosotros somos los habitantes de esta tierra?
*El Título refiere a un ensayo publicado en el ejemplar número 16 de la revista Democratización (Diciembre, 2021), del Instituto FORMA.