Son años cayéndole a palos al voto, tantos como el tiempo que tienen en el poder.
Hugo Chávez llegó desconociendo a los votantes que eligieron al Congreso de la República en 1998; necesitaba desaparecerlo, no era posible en su modelo de país, y para eso no tuvo resistencia.
La extinta Corte Suprema de Justicia le facilitó el argumento de que “el poder constituyente está por encima del poder constituido” y con ello le permitió la realización del referendo consultivo de abril de 1999, con el que la mayoría electoral le autorizó iniciar la confección de una Constitución a su medida.
En esa Asamblea Nacional Constituyente, Chávez obtuvo una mayoría aplastante. Contó para ello, además de su popularidad de presidente recién electo, con el diseño del “Kino Chávez”, una creación del matemático Ricardo Ríos, que derivó en una perversión que sigue existiendo: la sobre representación de las mayorías, en detrimento del sano principio de la “representación proporcional de las minorías” que en la democracia permitió que partidos sin grandes estructuras y militancia, tuvieran participación parlamentaria. Hubo 1.167 aspirantes para 128 curules directas (los otros tres escaños eran asignados a representantes indígenas).
El resultado fue una victoria para el Polo Patriótico, que obtuvo 65,8 de los votos y 121 de los 128 escaños. El llamado Polo Patriótico se alzó con el 95% de los representantes con el 65% de los votos. La oposición, que no fue unificada, obtuvo 6 representantes. El Congreso fue sustituido por el llamado “Congresillo” y el 15 de diciembre, con una abstención del 54,74%, el 71,37% de los electores, aprobó el proyecto presentado por el Presidente.
La historia que sigue se puede contar rápido, ganó las elecciones presidenciales, obtuvo mayoría en la Asamblea Nacional y en las regiones. Ocurrieron los acontecimientos de abril de 2002 y el paro de finales de ese año y principios de 2003. A mediados de 2003, cuando la oposición comenzaba a trabajar por el referéndum revocatorio de su mandato, dio inicio a la creación de las llamadas “misiones”, que fueron un eficiente instrumento que le sirvió para mantener su popularidad y control en las zonas populares.
Para la realización de ese proceso, los abusos en el uso de los recursos y medios del Gobierno acentuaron el ventajismo. Entre otros eventos, se desconocieron las firmas para activar la consulta argumentando que eran copias, que eran “planas”. El Referéndum ocurrió el 15 de agosto de 2004 y Chávez fue ratificado en el poder.
Al día siguiente varios grupos denunciaron que había habido fraude, que la oposición había ganado, pero nunca se presentaron pruebas suficientes e indiscutibles para demostrar eso, sin embargo, especialmente en la clase media, comenzó a instalarse la desconfianza, es decir, comenzó a socavarse en poder del voto.
Las voces que decían que votar era inútil, iban acompañadas de más tropelías desde el poder, descaradamente toleradas por el Consejo Nacional Electoral (CNE) que presidía Jorge Rodríguez. Una combinación perfecta para debilitar el voto.
En 2005, la dirigencia partidista de la oposición, sobre la base de otro argumento no probado, llamó a la abstención, asegurando que la votación electrónica no garantizaba el secreto del sufragio.
El chavismo obtuvo el 89,9 de los votos, la abstención alcanzó el 75%. Con holgada mayoría absoluta, Hugo Chávez tuvo la vía libre para acomodar todos los poderes, modificar y aprobar leyes, hizo lo que se le antojó sin obstáculos. No tuvo que negociar, ceder o hacer esas acciones que ocurren en la vida democrática, no le hizo falta, se lo dimos en bandeja de plata.
Recuerdo que mi papá, cuando salió a votar aquel domingo, me dijo: ¡Gran vaina si Chávez sabe por quién voté, he firmado, reafirmado y marchado, qué me importa, mi voto es mío, esto va a salir muy caro”.
Salió tan caro, que aún pagamos. Recuerdo a Gerardo Blyde decirme el día antes de la elección: “Esto es un error inmenso, pero fue la decisión de la mayoría, pero no deja de ser un error”.
En 2006, el valor del voto seguía mermado, pero Manuel Rosales, candidato de la oposición, tuvo el mérito de recorrer el país y entusiasmar. Puede gustarnos o no su estilo, pero estimuló la participación, aunque no fue suficiente, Chávez sacó más votos.
Chávez sacó más votos pero siguió corriendo, aunque con menos ruido, la tesis de que había habido “otro fraude”. Los promotores de la abstención siempre han insistido en hablar de fraude, incluso cuando se han reconocido las victorias. Dicen entonces que es “para que crean”, se trata de corroer la confianza.
En 2007, en vista de que la Constitución hecha a su medida ya no le ajustaba, el sobrepeso de su ambición de perpetuarse en el poder lo hizo buscar una reforma de la Carta Magna. Las misiones habían perdido el impacto de la novedad y el cierre de RCTV afectó su popularidad, además surgió el movimiento estudiantil que fue clave en estimular el voto joven, Chávez perdió, fue su gran revés en una consulta que para él era fundamental.
El poder del voto le propinó una derrota que él calificó como “victoria de mierda” y los mismos de siempre aseguraron que la derrota había sido más contundente y que igual “hubo fraude”.
En 2009 Chávez volvió a insistir con la reelección indefinida, que era lo que más le interesaba y lo que no podía imponer con la mayoría legislativa. Aquel proceso lo ganó con el 55% de los votos, con una participación de casi 70% del padrón electoral. Otra vez hizo uso de todo su poder, de los medios de comunicación del Estado, recursos, cadenas y amenazas a los empleados públicos. El fraude que no hace falta probar, es el que ejecutan mediante las violaciones a la ley electoral.
En el proceso para elegir a la Asamblea Nacional en 2010, el oficialismo ganó la mayoría de los escaños, pero no alcanzó las dos terceras partes requeridas para aprobar grandes reformas, aunque impusieron cambios con mayoría simple.
En cada elección que ocurrió después, se dio la misma dinámica, abusos permitidos y en momentos auspiciados desde el Poder Electoral, apadrinados por el TSJ, obviados por la Fiscalía, con el apoyo impúdico del Plan República y la actuación de sus brigadas motorizadas de ataque. De más está recordar que Jorge Rodríguez salió del CNE para ser parte del Gobierno o las veces en las que Tibisay Lucena y demás rectoras del CNE hicieron alarde de su parcialidad.
Hugo Chávez se impuso ante Henrique Capriles en 2012, en una campaña en la que dejó la vida, literalmente. Al año siguiente, Maduro ganó con el 50,61% y Capriles alcanzó el 49,12%, la participación fue de casi el 80%. Lo ocurrido con ese resultado no está claro, sobre todo porque el accionar posterior del derrotado indica que no había cómo reclamar.
En 2015 la oposición fue unida y se logró una victoria contundente, aprovechando la fórmula que determina que “el ganador se lo lleva todo”, que aplicaron desde que llegaron.
Ese mismo diciembre, en vista de la derrota, trabajaron horas extras en la Asamblea Nacional (AN) presidida por Diosdado Cabello para ampliar el número de magistrados del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), y seguir atropellando la voluntad popular por la vía judicial. Impugnaron a los diputados del estado Amazonas y declararon a la AN en desacato, cosa que les permitió perpetrar más abusos.
Usaron de nuevo todas sus herramientas, incluidas las bandas con las que atacaron varias veces a los diputados en el Palacio Federal Legislativo.
En la regionales de 2017, además de los abusos acostumbrados, desconocieron los resultados, aun con actas en mano, tal como lo hicieron con Andrés Velásquez en el estado Bolívar.
Si en algo son consecuentes e incansables es en burlarse del voto, y lo hacen porque están muy claros en el poder que tienen.
Los resultados de 2015, la legitimidad de la AN electa en esos comicios, sumado a la no participación en la amañada elección presidencial del 20 de mayo de 2018, derivaron en la posición de más de 50 países democráticos que desconocen al régimen de Nicolás Maduro y en las sanciones, sobre todo las individuales, que congelaron los millones de dólares que tienen en sus cuentas bancarias. En 2020 hicieron la elección de una Nueva Asamblea que sigue desconocida por la comunidad internacional, que insiste en hallar una salida negociada que sea electoral y que garantice el respeto por los resultados.
La desconfianza ganada luego de dos décadas trabajando por desprestigiar el voto, sumada a la incapacidad de convencer a quienes con toda razón no encuentran sentido a votar, es una mezcla perfecta para quienes promueven la abstención, porque no creen en las elecciones o porque les conviene fomentarla porque no tienen votos.
El trabajo para devolverle credibilidad al sufragio es muy difícil, no solo por eventos como el de Barinas, donde quedó claro que “si votamos ganamos” y también que “si ganan los jodemos”, cosa que sabemos de sobra, sino porque el descreimiento también se lo ha ganado la oposición. La sempiterna pelea intestina de importantes figuras del liderazgo, la postulación de “figuras” como el concejal Alejandro Moncada, situaciones opacas como la de Monómeros o el lobby a favor de los tenedores de bonos, además de declaraciones que invitan a unirse a diputados que han servido al régimen en contra de la oposición, y otras historias que solo contribuyen a alejar a la gente de la política.
El desencanto es tal, que no es descabellado temer que aun con la mayoría del país repudiándolo, Maduro pueda ser reelecto sin hacer mucha trampa. Una buena ruta para comenzar a trabajar la dio Andrés Caleca en su entrevista con Pedro Pablo Peñaloza, ¿quién y cuándo empieza?
Difícil ganar repitiendo errores, imposible convencer si la respuesta es culpar a quienes no creen en elecciones, sin revisar por qué no son capaces de persuadir a nadie. Las razones para votar que esgrimieron quienes salieron el domingo 21 de noviembre quedaron desmontadas por los hechos. Frases como “se le cayó la careta al régimen” o “quedaron en evidencia”, no son suficientes para alguien que está convencido de que votar no sirve de nada porque no elige.
La antipolítica en estertores, un elemento determinante para llegar hasta esta situación y que sigue siendo la mejor manera de que la democracia no sea posible.