A veces me entrevistan en la radio. Desde hace algunos años, he notado que se ha instalado un ritual de supervivencia. Minutos antes de entrar al aire aparece una voz tímida y educada que solicita con dulzura que se obvien ciertas palabras que describen nuestra realidad. Sí, se aproxima con dulzura. Quizás es su manera de gestionar la vergüenza que produce implementar un cierto querer de la dictadura. No hay reproches, no hay amenazas. Hay una afabilidad envolvente que logra insertarnos voluntariamente en la realidad opresiva que padecemos e imponernos un lenguaje rebuscado que nos proteja de la violencia del régimen.
Pocas veces escucho mis intervenciones. Quizás por falta de tiempo, quizás por timidez. Hace unos días me dio por hacerlo y pensé: “Si dentro de unos años alguien revisa esta entrevista pensará que soy una revista arbitrada andante ¡qué mujer tan loca!”. Me di cuenta que me he refugiado en un pesado lenguaje científico-ceremonial para sortear el glosario de lo prohibido. Si no fuera tan dramático, quizás sería divertido. Este modo de hablar no es “riqueza de vocabulario”, no es “erudición”. Es vulgar consentimiento. Porque lo cierto es que la gente normal no habla así… y yo tampoco.
Mientras escuchaba mi versión “revista arbitrada” recordé mi amor por las palabras. Palabras que son cultura, tradiciones y afectos. Palabras que son momentos, conciencia y juicios. Recordé que las amo y que me esfuerzo por usarlas bien. Por un momento volvieron aquellos años en los que escribí mi tesis doctoral. Horas y horas huyéndole a los adjetivos. Días de letras asépticas que aburrirían al lector más avezado. Quizás por eso, después de haber finalizado ese capítulo de mi vida intelectual, valoro especialmente el verbo vivo y llano que atina con rigor.
Esta versión censurada de mí misma me interpeló. Las palabras son la voz de la conciencia. Intentar dominar el lenguaje es buscar hacerse de nuestro mundo interior. Es el peor de los acosos. Es el acorralamiento de la conciencia. A veces he pensado que quizás es mejor callar, sumirme en los escritos que no publico y ver desde la distancia la tragedia que nos arropa. Pero he descubierto que ese silencio es injusto porque hay verdades que merecen ser expuestas y sobre las cuales se nos pedirán cuentas. Hambruna, muertos, torturados, familias enteras sufriendo. Además, he visto que la mudez puede abrir puertas a la banalidad. Tristemente, al no poder decir lo que se debe decir, comenzamos a hablar sandeces y nuestro espacio “no público” se convierte en una obra ionesca.
Hay autores a los que siempre vuelvo. Solzhenitsyn es uno de ellos. En “Vivir sin la mentira” marca una exigente hoja de ruta para preservar el lenguaje. Propone negarse a usar el vocabulario del régimen, aferrarse a la verdad y derrotar el glosario de lo prohibido. Leer este texto en democracia puede ser emocionante, pero acudir a él en dictadura es conmovedor. Sus palabras penetran con especial hondura en el alma de quienes hemos vivido la crueldad de censura, el doloroso silencio o la penosa necesidad del lenguaje científico-ceremonial. Digamos que es un texto en constante desarrollo y que cobra vida cada vez que a alguien le urge encarar la verdad.
Este artículo esta especialmente dedicado a esas voces tímidas y educadas que nos anuncian el glosario de lo prohibido antes de cada entrevista. Generalmente son estudiantes de periodismo. Jóvenes que han nacido y crecido en dictadura. Y aún así, intuyen que la cartilla de racionamiento mental que nos leen antes de salir al aire es un proceder que sigilosamente atenta en contra de nuestra libertad de conciencia. Termino esta reflexión pensando en ellos y esperando que jamás se acostumbren a leernos el glosario de lo prohibido sin que sus corazones retumben, deseosos de libertad.
*Periodista, política e intelectual venezolana.