A los pocos días de haber llegado a París -mediados de 1988-, ya estaba imbuido por el mundo cinematográfico. Me deslumbraban las opciones de las salas de arte y ensayo, y de los grandes teatros y cadenas internacionales. Cada miércoles se estrenaban unas trece películas, parecen pocas, pero si pensamos en que esos estrenos solo se veían en París y en más ninguna otra parte del mundo, entonces entenderemos lo que eso significaba para un obsesionado por el cine. La capital francesa tenía más salas de exhibición que Nueva York y muchas otras metrópolis del planeta, era como para frotarse los ojos de la incredulidad. La oferta resultaba tan amplia que hacía imposible cubrir en un año las películas que deseabas ver. Los festivales de cine internacionales, regionales -de todo tipo- abundaban. Así como actos relacionados: Conferencias, cursos universitarios, programas radiales o televisivos; literatura especializada y tiendas sobre el tema: Librerías, exposiciones y eventos extraordinarios ligados al séptimo arte, aparecían por todos los flancos como disparos de artillería en un campo de batalla. Había soñado con asistir al Festival de Deauville. Era una idea realizable en la medida en que existieran los recursos. Como nunca aparecieron me las ingenié para ser invitado. Y con ayuda de algunos amigos, cumplí mi anhelo.
-¡No debes perderte el Festival de Deauville! -me dijo un día Nicole de manera tajante.
La fiesta del cine en Normandía comenzaba el 2 y terminaba el 10 de septiembre, era única en el mundo, proyectaba filmes las 24 horas del día. El Festival estaba ligado a la ciudad desde que esta apareció en la mítica película de Claude Lelouch: Un hombre y una mujer (1966). ¡Ahora veía claramente a la pareja del filme: Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée, en mi escena favorita, dentro de un Mustang, coleándose en las arenas de la playa de Deauville con el fondo musical de Francis Lai!
Corría el año de 1990. Comencé a mentalizarme para acudir a la gran fiesta del cine comercial americano no competitivo, al menos hasta entonces, y a matar tigres que me proveyeran del argent de poche para costear nuestros gastos en la ciudad normanda del mismo nombre, tan cara y aristócrata. Ese año el Festival estaba dedicado a la luminaria del momento: Michael Douglas, cuyo papel en, Atracción fatal (1987), había sido un éxito de taquilla con la deslumbrante actriz Glenn Close, como contrafigura del protagonista.
Llegamos a Deauville en la mañana del día 2 de septiembre. Nos agradó ver una ciudad con tanta vitalidad, llena de gente, con personas del gran espectáculo paseándose libremente por sus calles y avenidas. Los paparazis corrían detrás de los artistas -como sucedía en la Dolce Vita (1960), acosando a la imponente Anita Ekberg-, como si fueran una jauría. Tuve la suerte de ver frente al Le Grand Hotel, en Cannes, al director Sidney Lumet (Tarde de Perros, Sérpico, El veredicto final), y aproveché para hacer mi primera fotografía.
Avancé un par de cuadras y me acerqué a un bululú de gente. Pude distinguir, desde la periferia del gentío, un cordón de recios guardaespaldas que luchaban por proteger a alguna vedette importante. Alcé mi brazo entre la multitud y disparé mi cámara al azar. La marejada acosaba al actor Michael Douglas que pudo huir a toda prisa en un lujoso coche. Seguí caminando por la ciudad acompañado de María Inés, todo nos parecía exótico y exagerado: Los restaurantes llenos, los teatros y las salas de cine a reventar, y la gente pidiendo autógrafos a los artistas en las calles, cafés o restaurantes; algunas estrellas eran amables, otras esquivas. Logramos asistir a una exposición muy particular a lo largo de la playa de Deauville, que mostraba gruesos lingotes de hielo coloreados y enterrados en la arena que se iban derritiendo por la brisa formando nuevas y extrañas figuras.
De pronto pasé al lado de un hotel y creí ver en su terraza interior a un actor conocido sentado a una mesa protegido por un toldo. El hombre parecía estar huyendo del conglomerado callejero de la ciudad. Di unos pasos hacia él, me costaba creer que se me presentara esa oportunidad en solitario con ese actor. Mientras me acercaba, me daba la impresión de estar viviendo una escena en cámara lenta, ¡claro, no era cosa rara, todo lo que nos rodeaba era cine! Pareció sonreír al ver mi rostro de sorpresa. Ignoraba cuál podía ser su reacción. Comenzaron a cruzar por mi mente una serie de imágenes de las grandes películas donde ese actor actuaba como protagonista. Recordé un filme que había llegado a Cannes precedido de una gran expectación, aún sin estar terminado, y sin embargo, había ganado la Palma de Oro del festival (1979): Apocalypse Now -de Francis Ford Coppola-; narraba la historia de un joven teniente de la armada de Estados Unidos (Marlow) que remontaba un río con la misión de matar a Kurt (Marlon Brando), un coronel del ejército enloquecido y rebelde. La película se había hecho famosa por su tormentoso rodaje -previsto en 16 semanas, aunque duró 15 meses- y había arruinado a Coppola quien asumió el riesgo de rodar sin guion teniendo como único norte el pequeño libro de Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas. Fue una aventura cinematográfica donde murieron varias personas e inclusive llevó a su director al borde del suicidio. Cuando le preguntaron a Coppola si su filme era sobre la Guerra de Vietnam respondió sin vacilar:
-¡No, es la Guerra de Vietnam misma!
Después de haber visto esa película, pensé que el director norteamericano podía morir tranquilo. Se había inmortalizado con ese filme. Nadie en ese género había ido tan lejos. De otra parte me encantaba la sencillez de su persona y su locura al asumir los proyectos. Recuerdo con simpatía una anécdota que me contó el malogrado director venezolano y amigo, Jacobo Penzo cuando fue invitado al Festival de Cine de La Habana con su largometraje: La casa de agua (1984), sobre la vida del poeta cumanés, Cruz Salmerón Acosta. Coincidió el cineasta criollo con el director americano, a quien estaba dedicado el Festival de La Habana. Penzo lo abordó en una fiesta que ofrecían en su honor.
-¡Glad to meet you, Mister Coppola! -dijo un Jacobo entusiasta, cosa rara en él-. I am a venezuelan’s movie maker -Coppola sonriente le extendió la mano y prorrumpió a cantar.
–Gloria al bravo pueblo / que el yugo lanzó / la ley respetando / la virtud de honor… Jacobo mostró su agrado ladeando su boca y mostrando su dentadura por aquella ocurrencia, no entendía por qué el cineasta sabía el Himno Nacional de Venezuela. Coppola respondió con su amplia sonrisa rodeada de un espeso bigote y labios regordetes:
–Cuando hacía mi Junior High School, en Nueva York, nos prepararon para recibir a un presidente venezolano que haría una ofrenda ante la estatua del Libertador Simón Bolívar en Central Park y estuvimos semanas practicando el himno de vuestro país, y jamás lo he olvidado.
Celebré la anécdota con Jacobo. De alguna manera se demostraba con ella, la jovialidad y sencillez de aquel incomparable maestro del cine.
Mientras me acercaba a la mesa donde estaba el actor solitario: El teniente Marlow, que en el filme de Coppola tenía la dura misión de asesinar a Kurt, y que todo el mundo conocía por Martin Sheen, lo vi expandir su sonrisa y le espeté:
–Can I take a picture of you? -dije mostrando al aire mi cámara.
-¡Go ahead! -respondió entusiasta, luego se levantó de su asiento, me extendió la mano, y saludó con amabilidad a María Inés.
Sheen preguntó si quería que nos hiciéramos una foto juntos, cosa que me asombró. Un joven hindú que observaba la escena se ofreció a tomarla y acató con humildad mis indicaciones.
Me sentía impactado por la generosidad del actor. Luego poniéndome la mano en el lado del corazón le pregunté sobre su estado de salud. Sabía que Martin Sheen había sufrido un infarto en pleno rodaje de Apocalypse Now y su hermano menor, de gran parecido con él, lo había sustituido.
-¡I feel quite well, fortunately! -expresó con entusiasmo.
Nos despedimos con un fuerte abrazo como dos viejos amigos; de cierta manera lo éramos, solo que él no lo sabía y yo sí. Salí de allí pensando en su extraordinario y duro papel en la película y lo recordaba en aquel monólogo nocturno y delirante que lo mostraba en un contrapicado1 como un ser fuera de sí, sudoroso por el calor sofocante junto a la imagen de un ventilador que colgaba del techo y proyectaba las sombras de sus aspas imprimiéndole un mayor dramatismo a la escena. Me despedí de Ramón Antonio Gerardo Estévez -el verdadero nombre de Martin Sheen-, con un abrazo. Y recordé una frase de Conrad en su espectacular relato: ‘La oscuridad era tan profunda que nosotros, sus oyentes, apenas podíamos vernos unos a otros’.
Salí con mi mujer del jardín del hotel a celebrar el acontecimiento y fuimos a un restaurante para saborear un plato de ostras y dos buenas copas de vino blanco. Al entrar al lugar nos dimos cuenta que se trataba de un sitio de lujo, y al ver a Michael Douglas sentado a una mesa con su séquito personal, no nos quedó ninguna duda. Hice un par de fotos con discreción hacia donde se encontraba el actor. Disfrutamos como nunca hasta que llegó la cuenta. Nuestro entusiasmo había impedido enterarnos de lo oneroso del restorán. Y de una semana que íbamos a pasar en Deauville, la estadía se redujo a tres días.
Regresamos a París en nuestro Cardenalito, de copete negro y cuerpo rojo, un carrito destartalado, de excelente motor y vuelo seguro. La visión de la carretera a través del parabrisas delantero era la de un auténtico camaracar2. La vía se consumía a buena velocidad en un paraje hermoso de vegetación con tonalidades de verde a los costados cuando de pronto, en el punto de fuga de la carretera, me pareció ver, como en esos espejismos que aparecen de pronto sobre el asfalto, la palabra, Fin.
*Las fotografías, autoría de Alejandro Padrón, fueron facilitadas al editor de La Gran Aldea.
(1)Plano que se toma desde abajo hacia arriba y que le da peso y preponderancia a la imagen que se filma.
(2)Plano cinematográfico que se hace desde un vehículo mostrando una visión subjetiva, que no es más que el punto de vista de quien va dentro, pero que no se ve.