Hace unos días me encontré en las redes sociales con un video que resulta atroz para cualquier humano con un mínimo de sensibilidad. Por lo menos eso demostraban los muchos comentarios y reacciones de impotencia de los usuarios ante un acto tan condenable. Un adulto, al parecer maestro, que de inmediato presumimos es musulmán, por la barba, batola y turbante, tiene a tres niños sentados enfrente. El escenario es un aula muy precaria en algún lugar del Asia Meridional. De pronto y sin razón aparente, así se aprecia porque no se entienden las palabras, el maestro comienza a darles bofetadas, una lluvia de ellas a cada niño, muy fuertes a juzgar por la sonoridad. La percepción obvia es que una falta de aplicación a lo que pretendía enseñarles, había desatado la furiosa reacción del hombre. Los niños lloran y se retuercen bajo el castigo, pero nada detiene la golpiza sádica del supuesto maestro.
Al verlo pensé que podía ser una falsedad, aunque usted no lo crea, a pesar de todos los esfuerzos hechos por el terrorismo yihadista islámico, hay quienes piensan que los musulmanes aún necesitan mala prensa. Lo puse en algunos chats y un amigo periodista me envió en unos minutos una nota y cita de un blogger inglés. Me ratificaban la autenticidad del video, que era viral y tenía tiempo rodando en el planeta cibernético. Según contaban, el mismo maestro había ordenado (y dirigía) la filmación, puesto que en algún momento le habla al que está grabando la escena y le da instrucciones. La conclusión es que el educador actúa y exagera su ira, quizás con la idea (acertada al parecer) de que mientras más sádico fuese su comportamiento, más trascendencia (de esa que se busca en las redes sociales) iba a tener su video. Vale decir, era peor que una mentira, se trataba de una verdad actuada. Lo que sí parecía genuino era el llanto de los niños, producto del castigo duro y humillante recibido.
Si la lección, como se puede presumir, era sobre religión islámica, son muchas las preguntas que una mente occidental puede formularse sobre la forma como ese aprendizaje va a incidir en las psiques de los infortunados infantes. Para los comentaristas de las redes (que a la hora de sentenciar se apegan más a la sharia islámica que al derecho de tradición judeocristiana), no cabe duda de que ese video explica la existencia de los talibanes y del terrorismo yihadista, incluidos los más irracionales, los suicidas. En verdad son tan fuertes las emociones que despiertan las secuencias filmadas, que uno se olvida de inmediato de todas aquellas donde no hay violencia contra los aprendices musulmanes y, horror de horrores, por segundos comparte las opiniones desaforadas en el Twitter. Ese automatismo emocional es el que precisamente despierta las sospechas de que se trata de un engaño, aunque no lo sea en este caso.
Olvida también que la forma de enseñar lo que muestra es el grado en que una comunidad se ha vinculado a la modernidad. En el caso de marras, ese vínculo es muy precario. Las sociedades islámicas toman de la modernidad el desarrollo científico y muy poco del humanismo que conlleva la cultura occidental. Ellos tendrán el suyo.
En el caso de Venezuela, no hay que olvidar que hasta hace muy poco, ayer nomás en términos históricos, el castigo físico formaba parte de la pedagogía en nuestra sociedad. Quizás porque hemos sido un miembro renuente de la civilización occidental, y llegamos tarde a muchos de sus avances. Los nacidos en la década de los cincuenta en la provincia de Margarita, por ejemplo, fuimos víctimas del castigo físico en casa; los clásicos correazos y ocasionales bofetadas, pellizcos y coscorrones, que los padres de entonces administraban con largueza. También nos “jodían” en nuestra escuela, democrática, republicana y laica, en la que los maestros seguían aquella brutal conseja medieval de que la letra entraba con sangre. Y nuestros padres tenían entre sus favoritos a los maestros que más leña repartían, “porque esos sí enseñaban”. Como los aprendices de la madrasa musulmana en Twitter, también recibimos castigo físico en nuestra Iglesia católica, apostólica y romana; proveniente del inolvidable Padre Fray Agustín María Acosta, cura de La Asunción desde los tempranos años veinte hasta su muerte en 1970. No por ser falangista, que lo era, sino porque ese era el patrón cultural aceptado en nuestra sociedad margariteña tradicional de entonces. Cierto que era un castigo físico leve, en nada comparable con el que reciben los niños del video, pero la levedad física no rebaja en nada la humillación de recibirlo.
Hace unos veinte años, sin licencia de periodista, hice para la revista Primicia, que dirigía Manuel Felipe Sierra, una entrevista a un personaje importante del siglo XX: Daniel Cohn-Bendit, el famoso Danny “El Rojo” del Mayo Francés, líder de la mayor revuelta juvenil de la historia occidental. Cohn-Bendit era entonces diputado por los verdes en el Parlamento Europeo y fue un privilegio no solo hacerle la entrevista, sino conversar con él en la sobremesa. El antiguo joven anarquista se había convertido en un filósofo enfocado en reflexionar sobre el presente que vivimos y sus muchos problemas. Le pregunté sobre el terrorismo islámico -hacía poco habían volado las Torres Gemelas de Nueva York– y su respuesta se me quedó grabada: “La violencia islamista se explica porque las sociedades musulmanas, en particular las del Medio Oriente, no vivieron la Ilustración”.
Traduciendo un poco, habría que aceptar que los preceptos de la Ilustración han sido el motor ideológico de la modernidad y que en el siglo XX, en particular después de la II Guerra Mundial, se confunde a esta con la expansión cultural de Occidente. Las culturas no occidentales toman de ella lo que prefieren y desechan lo que no desean. Así las mujeres andan embojotadas con un trapero, pero con un celular de última generación en la mano y adoran el cine de Hollywood. Los talibanes, para poner otro ejemplo, adoran los arsenales y comunicaciones de vanguardia tecnológica, y parece que rechazan todo lo demás.
La revolución de los ayatolas iraníes, la aparición de los talibanes en los noventa y su regreso veinte años después son muestras de eso: de un profundo y sólido rechazo a elementos centrales de la cultura de Occidente, de su modernidad. Explica incluso por qué en México y Perú, con grandes masas de población indígena y un discurso antioccidental, ganaron López Obrador y Pedro Castillo. Explica también por qué en Venezuela (que siempre se ha tomado con renuencia las exigencias de la cultura occidental y modernidad que sí nos toca y en joda a la política), ganó Chávez y se sostiene el chavismo.
La afirmación de Cohn-Bendit explica también nuestro éxodo. Ante los atropellos, corrupción y estupideces del chavismo, los primeros venezolanos en marcharse fueron los de la clase media profesional-educada. No solo en busca de seguridad, servicios, posibilidades de desarrollo y buena educación para sus hijos, sino también libertad y respeto al Estado de Derecho. Detrás de ellos, se fueron también millones de pobres, mano de obra no entrenada, en su mayoría buscando lo mismo. También explica la decisión de quienes aún permanecemos aquí: la esperanza de progreso es en fin de cuentas uno de los valores de la Ilustración.