Ya sea en un acto público o una conversación privada, cada vez que acá en Colombia digo que en la Venezuela actual la jubilación de un profesor universitario titular es de ocho dólares, los interlocutores suelen reaccionar de dos maneras.
Algunos lo creen y expresan de inmediato su sorpresa, o su tristeza, y ofrecen una suerte de sentido pésame. Otros, me miran con desconfianza y aunque no lo digan, lo sé, especialmente si son eso que acá llaman mamertos -izquierdistas congelados intelectualmente en los años 1960-, piensan que estoy exagerando, hago proselitismo, o debo ser un fanático antichavista. Porque con ocho dólares, más o menos treinta mil pesos lo más que puedes hacer es pagar tres almuerzos de lo que acá se llama “corrientazo”, el menú más barato que se puede comer en la calle, y un café.
Las dos reacciones son comprensibles. Porque previamente he recordado al interlocutor que para llegar a profesor titular es necesario pasar veinticinco o treinta años de actividad académica, haber presentado cinco trabajos de ascenso, tener un doctorado, lo que implica haber obtenido antes una maestría y manejar al menos otro idioma.
Mi amigo Víctor Pérez está de paso en Bogotá. Es profesor jubilado de la Universidad de Los Andes. La de allá. Por eso sabe de qué habla. Mientras su esposa y su hija entran a una farmacia, él conversa en una esquina de la carrera séptima con un vendedor de aguacates. Le cuenta que es venezolano. Jubilado de una universidad. Entonces, cuando mi amigo responde a la pregunta por sus ingresos y confiesa que efectivamente recibe más o menos treinta mil pesos mensuales, el aguacatero -un tanto asombrado-, dice “menos de lo que ese cucho consigue en un solo día”. Y señala a un anciano de ropas raídas y blanca barba que a pocos metros pide limosna entre los autos que aguardan el cambio de luz.