Estábamos convocados para un evento de importancia para nuestra profesión, pero no pudimos cumplir el cometido. Entre el 27 y el 30 de agosto se conmemora en la Villa del Rosario un suceso histórico de indiscutible trascendencia, el Bicentenario del Congreso Constituyente que redactó la Carta Magna de la naciente República de Colombia, y nos invitaron desde hace un año a presentar ponencias y a discutir sobre los orígenes de una nación que pretendía asombrar al mundo con sus logros. Múltiples circunstancias impidieron el cometido de los invitados venezolanos, que debían representar a la Academia Nacional de la Historia: Carol Leal Curiel, Inés Quintero, Luis Ugalde y quien suscribe. Ahora se describen sus desventuras porque, como verán, no solo incumben a un cuarteto de viajeros apocados y defraudados.
Sobre la trascendencia de la reunión quizá sobren las palabras. Se estaba ante una ocasión estelar para el intercambio de análisis sobre un suceso fundamental para Venezuela y para la Nueva Granada, padres de la criatura, con la compañía de especialistas del resto de América y de Europa que lo profundizarían con sus luces. Trabajamos sin prisas para cumplir el cometido, porque también permitía el reencuentro con afectos antiguos y con compañías profesionales altamente consideradas. Se trataba de hacer un trabajo serio sobre asuntos de trascendencia para la memoria del vecindario, pero también para la renovación de vínculos de una camaradería que ahora se resumía en el presidente del evento, el colega y compañero de aventuras Armando Martínez Garnica. Pero el gozo se fue al foso, como verán a continuación.
Para viajar de Caracas a la frontera colombiana se nos ofreció una principal alternativa que nos llenó de vacilación. Como no hay transporte aéreo hasta el Táchira, unos corajudos asesores, baquianos de postín, nos plantearon la posibilidad de marchar en una camioneta blindada, con una escolta de vigilantes armados que nos seguirían de cerca en otro vehículo. La ocasión reclamaba el esfuerzo, dijeron en tono heroico. También nos dieron instrucciones para sortear el obstáculo de las numerosas alcabalas de la Guardia Nacional, que nos someterían a interrogatorios inquisitoriales y quizá a peticiones inconfesables que podíamos sobrellevar con paciencia y con maña. Superados esos valladares, nos llevarían al Puente Internacional para solicitar el pase legal hacia la hermana República, si obedecíamos unas sugerencias nacidas de la experiencia de los consejeros.
Entre ellas, en especial, la obligación de anunciar en la aduana, con elocuente entusiasmo, que asistiríamos a un evento para gloria del Libertador. Se nos aseguró que el solo nombre del Padre de la Patria abriría portones y burlaría cerrojos binacionales, si teníamos la cautela de no mencionar a figuras históricas mal vistas en la República Bolivariana, como el general Francisco de Paula Santander. Tampoco convenía referirnos al hecho de que el actual gobierno de Colombia, junto con sus instituciones culturales, estaba promoviendo la reunión de la Villa del Rosario. Mucho menos cometer la indiscreción de descubrir que el presidente Iván Duque inauguraría la función con sus palabras. Pero había un remedio postrero, si fallaba la estrategia nacida de la experiencia de los expertos asesores: nos meterían por una trocha, habitualmente utilizada para tráfico ilegal de personas y para operaciones de contrabando. Fue entonces cuando tomamos la decisión de no atender una invitación que tanto nos entusiasmaba y concernía.
Nos había pasado por la cabeza la posibilidad de volar hasta Panamá, o hasta la República Dominicana, para llegar a Bogotá a hacer contacto con el Aeropuerto de Cúcuta, pero era una bomba económica que no podían soportar nuestros bolsillos, por más grancolombianoso integracionistas que fueran, ni los presupuestos de los organizadores. Durante unos días nos dio entonces por volvernos anacrónicos, esto es, por recordar los inconvenientes a los cuales se sometían los viajantes que se aventuraban a recorrer la inmensidad territorial de Colombia entre 1821 y 1830: caminos inexistentes, ríos caudalosos, carencia de bastimentos, partidas inesperadas de soldados, autoridades abusivas y delincuentes a granel que obligaban a confesarse, o a hacer testamento antes de emprender el itinerario.
Como nos pareció exagerado acudir al sacramento de la penitencia, o llamar a un notario para que diera cuenta de nuestra última voluntad, desistimos de una peliaguda expedición sobre cuyo destino imposible comunicamos a las autoridades del Congreso Bicentenario, y que ahora se relata porque no solo refiere el infortunio de cuatro historiadores. También habla de una frustración que interfiere la rutina de miles y miles de habitantes de la República Bolivariana de Venezuela que deben atender entrañables y caros asuntos en lugares distantes que los necesitan en el centro de la escena. Se trata de una comparecencia contra la cual conspiran las circunstancias de un contorno caracterizado por la hostilidad y por cruel abandono.