El pasado 15 de junio del presente año, en la principal autopista de Caracas que conecta a la ciudad de oeste a este, se instalaron anuncios y carteles que daban cuenta de su nuevo nombre. La autopista de más de 28 kilómetros y una de las más icónicas del país pasó de llamarse Francisco Fajardo a llamarse Gran Cacique Guaicaipuro.
Se hizo material la propuesta del 12 de octubre del 2019, cuando en aquel entonces, Erika Farías Peña, la alcaldesa del municipio Libertador, instó al Concejo Municipal a que cambiara el epónimo de la Autopista por el del famoso indígena venezolano “jefe de jefes”. En aquel discurso, Erika Farías se llamó a sí misma “hija del pueblo kariña” y tiempo después, en octubre del 2020, el presidente Nicolás Maduro aceptó la propuesta de cambiarle el nombre a la Autopista bajo el argumento de que siempre trabajaría “para reivindicar todos los espacios públicos que tuvieran nombre de colonizadores”.
A escasos días de haber cambiado las señalizaciones de la Autopista, en el marco del Plan Caracas Patriota, Bella y Segura, el gobierno de Maduro comenzó la ambiciosa tarea de pintar un mural gigantesco con motivos indígenas a lo largo y ancho de la Autopista. Carmen Meléndez, ministra para las Relaciones Interiores, Justicia y Paz, inauguró la actividad y comunicó que en el mural quedarán plasmadas las “conciencias de nuestros pueblos originarios, sus costumbres, colores, así como el derecho a la unidad y a la vida”.
Esta sucesión de hechos se suma a otros muy parecidos donde la intención de “reivindicar” el pasado indígena y reforzar la visión anticolonialista parecen ser el común denominador. El reciente cambio de nombre del estado Vargas por estado La Guaira, y el decreto de 2002 que cambió el nombre de la celebración del 12 de octubre por el Día de la Resistencia Indígena son una muestra de ello.
Es decir, desde inicios de este siglo, el gobierno de Hugo Chávez y los demás gobiernos “chavistas”, como han decidido llamarse, han izado la bandera del indígena en el terreno de su retórica y propaganda. Su predilección por identificarse con los pueblos aborígenes de nuestro país y el uso constante de referencias indigenistas en discursos públicos crean un patrón rebuscado que nos traslada al mito fundacional de nuestras repúblicas, al problema del indio, y al debate sobre su uso como instrumento simbólico de ideologización.
Una vuelta al pasado
El indígena nunca ha dejado de ser un tema central dentro de la cultura de las naciones hispanoamericanas. La figura del indígena atraviesa transversalmente la historia cultural de nuestra América y su representación ha sufrido cambios dependiendo del contexto histórico, social y cultural.
Desde la etapa independentista lo vemos. Ángel Rama, en Transculturación narrativa en América Latina, nos dice que en aquel momento las letras “atizaron el demagogo celo de los criollos para que recurrieran a dos reiterados tópicos -el desvalido indio, el castigado negro- para usarlos retóricamente en el memorial de agravios contra los colonizadores”. Podemos llamar a esta la primera ola de indigenismo, en la que la martirización simbólica del indígena funcionaba como narrativa cohesionadora de los esfuerzos independentistas revolucionarios contra el imperio español.
Posteriormente, en lo que Rama llama el “período modernizador” desde 1870 hasta 1910, “se lleva a cabo un proceso de aglutinación regional por encima de las restringidas nacionalidades del siglo XIX”, creando así el mito de la patria. En esta etapa, la representación de la nacionalidad y de la originalidad tiene como eje central la naturaleza más que el indígena. El binomio “tierra bella-patria grande”, llamado así por el poeta y ensayista brasilero Antonio Cándido en su ensayo Literatura y subdesarrollo, compensaba de cierta manera los atascos de progreso, las diferencias enormes con las grandes metrópolis y la debilidad de las instituciones. Dentro de este gran proyecto modernizador, el indígena -al igual que otros grupos sociales que habitaban en las periferias y las regiones atrasadas latinoamericanas- representaba la barbarie, la cual debía ser civilizada. De esta forma, el indígena entraba ahora al proyecto nacional como sujeto a ser transformado.
El regionalismo, que intentaba afianzar la identidad de las naciones por la exaltación de lo exótico y lo autóctono, comenzó a transformarse a partir de los años ‘20. El nacionalismo se transforma, el regionalismo muta y la representación del indígena será diferente, porque tendrá un matiz mucho más reivindicativo. Habrá una mirada más crítica y sociológica dentro de la cultura latinoamericana. En esta etapa, que Rama llama “nacionalista y social”, el indigenismo -junto con otros movimientos como el negrismo y otras vanguardias- “restauran el principio de representatividad, otra vez teorizado como condición de originalidad e independencia”, que superaría la imagen del aborigen como oposición al progreso y que buscan la forma de integrarlo a la vida nacional.
A partir de este momento, la representación del indígena apostaría, junto con otras tendencias, a una conciencia del subdesarrollo que actuaría como fuerza estimulante en la integración de culturas en América y con el resto del mundo.
Como hemos visto, el uso y la representación del indígena en el campo cultural siempre ha estado inmerso dentro de un proyecto ideológico nacional, de representatividad o de identidad. La revolución bolivariana tampoco escapa de ello. De hecho, nutre o justifica su indigenismo a partir del desarrollado por las vanguardias latinoamericanas y los movimientos socioculturales posteriores, en cuanto a que están influenciados por los primeros pensamientos marxistas y socialistas en América Latina. No obstante, a pesar de enarbolar una causa reivindicativa en todo su discurso, también subyace una vuelta al uso de la figura del indígena desvalido, violentado y víctima del hombre europeo; es decir, hay una vuelta a la retórica anticolonialista de la etapa independentista.
Cuando Erika Farías dice ser “hija del pueblo kariña”, identificándose con la causa indígena, y cuando Nicolás Maduro habla de quitar de los espacios públicos los nombres de los “colonizadores”, establecen un sistema simbólico de dos polos enfrentados: el indígena -con los cuales dicen identificarse- y los colonizadores como un agente externo y amenazante. De esta manera, al igual que el discurso indigenista emancipador del siglo XIX, el discurso chavista crea un escenario simbólico revolucionario, de amenaza constante contra un imperio colonizador que necesita ser enfrentado mediante la cohesión social.
Una evidencia más de la vuelta al pasado es el uso del término “pueblos originarios”. En las alocuciones de personajes del Gobierno registradas en los medios de comunicación gubernamentales podemos leer frases como “el espíritu de los pueblos originarios” o “nuestros pueblos originarios”. El uso de este término nos remite a los pueblos que existieron y poblaron diferentes lugares del mundo antes de la Conquista. El frecuente uso por parte del gobierno venezolano de este término crea, gracias al lenguaje, un escenario simbólico que nos sigue remitiendo a un pasado, incluso a uno idealizado antes de la llegada de los españoles.
El problema simbólico del indio venezolano
El peruano José Carlos Mariátegui, uno de los grandes intelectuales latinoamericanos de izquierda, escribió en 1928 el ensayo “El problema del indio”, que forma parte de su obra 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. En este texto, fiel a sus influencias marxistas, Mariátegui defiende la tesis de que el verdadero problema del indio no es jurídico, ni administrativo, ni moral, sino que es un problema económico.
A la luz del uso y la representación del indígena en Venezuela y tomando como inspiración la tesis del intelectual peruano, sería interesante reflexionar sobre el problema del indígena venezolano como un problema simbólico.
A pesar del discurso, la mejora de las condiciones de los pueblos indígenas venezolanos no se ha realizado. En la Amazonía venezolana, las pobres condiciones socioculturales y sanitarias se agravan debido a la incursión de grupos externos a la región, como paramilitares, guerrilleros, mineros ilegales, narcotraficantes y mafias extranjeras. En el área de la salud, también existe una preocupante falta de atención hacia este sector de la población. A las graves enfermedades endémicas, se sumó, desde el 2020, la pandemia por la Covid-19. En el informe del Grupo Internacional del Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA) publicado este año, llamado El mundo indígena 2021, se denuncia que “las condiciones generales de salud de la población indígena se han visto afectadas por la falta de implementación de políticas públicas adecuadas, y el deterioro estructural del sistema público de salud”.
Con los hechos reales contrastándola, la reivindicación de los derechos y de las condiciones de los “pueblos originarios” de Venezuela, a la que hace tanta alusión el discurso chavista, se queda en el terreno del lenguaje, de lo simbólico.
En el artículo “La importancia de llamarse Guaicaipuro”, el investigador especializado en estudios clásicos Mariano Nava Contreras refiere a Saussure para indicar que la relación de las palabras con la realidad, es decir, del signo lingüístico con las cosas “no tiene otra norma que el capricho de los hombres a través del tiempo”.
Por consiguiente, la utilización del lenguaje indigenista del que hablamos anteriormente y los cambios de epónimos tienen una intención por parte de quienes ostentan el poder chavista en Venezuela, y esa intención es crear el campo de batalla simbólico maniqueista al que nos referimos anteriormente, donde el indígena desvalido pero heroico, lucha contra un colonizador imperialista malvado en plena segunda década del siglo XXI. La batalla imaginaria entre Francisco Fajardo y Guaicaipuro producida y atizada por el Gobierno es una muestra de ello.
Guaicaipuro vs. Fajardo: una batalla simbólica
El Gran Cacique Guaicaipuro y Francisco Fajardo, dos figuras enfrentadas en el cambio de epónimo de la principal arteria vial de Caracas, representan, cada una de ellas, a dos polos opuestos. Guaicaipuro, el indígena, y Fajardo, el colonizador, son redefinidos en el discurso actual para darle sentido a la retórica gubernamental anticolonialista.
Francisco Fajardo es redefinido por la retórica chavista como el genocida. El 2 de febrero de 2014 Nicolás Maduro lo calificó con este adjetivo, un calificativo que no tiene sustento histórico, pero que funciona para crear un imaginario popular adverso al personaje. El escritor venezolano Francisco Suniaga, en un texto llamado “Francisco Fajardo, el genocida de la mitohistoria”, advierte que Francisco Fajardo era más bien un mestizo guaiquerí muy querido por los miembros de esta etnia indígena -quienes se aliaron con los españoles para combatir a los caribes- y que estaba muy lejos de ser un genocida, pues en ningún registro histórico hay pruebas de que se haya comportado como tal. Además, asegura que esta estrategia es muy frecuente por parte de los que conducen el Estado, quienes actúan sustituyendo la historia de Venezuela por “una mitología de su propia inspiración”. A esto último, Suniaga lo llama la “mitohistoria”, una suerte de deformación histórica que se constituye en:
“Una narración muy plana y elemental, donde los actores no son hombres (y ‘hombras’) que vivieron una época y se comportaron según los patrones de conducta imperantes en ella, sino unos dioses míticos que eran buenos o malos, en el sentido más primario o infantil del término”.
Así, Francisco Fajardo, descendiente de colonizadores, blanco y “genocida”, queda configurado para ser el antagonista del indígena.
Por otro lado, tenemos al cacique Guaicaipuro, quien es traído de nuevo a la palestra pública, a la propaganda gubernamental, como representante ideal del indígena aguerrido, basado, por supuesto, en la popularidad que lo sustenta. La imagen de Guaicaipuro que perdura con más fuerza en el imaginario del venezolano es la que retrata José de Oviedo y Baños en su libro Historia de la Conquista y población de la Provincia de Venezuela publicado en Madrid en 1723. Sin embargo, esta imagen heroica del cacique derrotando con grandes proezas uno a uno a los españoles que quisieron adentrarse en sus tierras, no deja de tener cierto elemento mítico. Nava Contreras comenta que ningún otro cronista ni historiador ha registrado la épica de Guaicaipuro como lo hizo Oviedo y Baños y agrega que, a fin de cuentas, no importa si este relato tiene fidelidad histórica, pues conforma “el primero de nuestro mitos guerreros”.
No es de extrañar que el gobierno chavista haya escogido a Guaicaipuro como representante por antonomasia del indígena heroico en esta nueva contienda simbólica, revestida por el cambio de epónimo de una autopista. A fin de cuentas, “el nombre del cacique Guaicaipuro está íntimamente ligado al relato de la resistencia indígena de Venezuela”.
La configuración simbólica de estos dos personajes da pie para sostener una batalla. No obstante, esta no se libra en la ciudad de Caracas, como sucedió muchas veces a mediados del siglo XVI, cuando los colonizadores quisieron invadir la ciudad y fueron expulsados varias veces por los indígenas -cacique Guaicaipuro incluido-. La batalla se libra en el terreno simbólico que intenta promover el Gobierno con el provecho de un lenguaje indigenista reivindicativo que no mejora las condiciones reales socioeconómicas de las comunidades aborígenes. Se trata de una retórica combativa que siembra en el imaginario popular la amenaza de un agente colonizador, encarnado en Fajardo, de la misma forma que los intelectuales y revolucionarios independentistas del siglo XIX hicieron circular la imagen del colonizador imperialista como enemigo del “indio desvalido”.
Una solución a este problema de representación utilitaria del indígena implicaría la renuncia, paradójicamente, de su representación; es decir, de la idea de que el aborigen tiene que tener a alguien que hable por él, que lo represente. Así, el indígena actuaría como un elemento integrado al campo político y simbólico del país, evitando que los gobernantes de turno exploten su figura con maniqueísmos y anacronismos que distan mucho de mejorar sus condiciones reales.
Referencias:
-Bello, Luis Jesús (1o de julio del 2021). Venezuela: indígenas aislados, grupos ilegales y Covid-19. Debates indígenas.
-Cándido, Antonio (1972). “Literatura y subdesarrollo” en C. Fernández Moreno (Comp), América Latina en su literatura (XVII ed., pp. 335-353). Siglo XXI.
-Grupo Internacional del Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA). El mundo indígena 2021.
-Mariátegui, José Carlos (2010). “El problema del indio” en La tarea americana. Prometeo Libros – CLACSO. (Ensayo publicado originalmente en 1928).
-Ministerio de Cultura Argentina (9 de octubre de 2018). Aborígenes, indígenas, originarios. ¿Cuál es la diferencia entre cada término?
-Nava Contreras, Mariano (16 de octubre de 2020). La importancia de llamarse Guaicaipuro. Prodavinci.
-Olivar, José Alberto (15 de junio de 2021). Entrevista realizada por Jesús Piñero con el título “Francisco Fajardo: lo que esconde el cambio de nombre”. El Estímulo.
-Rama, Ángel (2008). Transculturación narrativa en América Latina. Ediciones El Andariego.
-Suniaga, Francisco (14 de octubre de 2020). Francisco Fajardo, el genocida de la mitohistoria. Prodavinci (Este texto fue publicado originalmente el 3 de mayo de 2015).