A mi amiga, Nicole Pham
Conocí a Ignacio en el Daguerre, sentado a una mesa con Nicole e iluminados por la claridad de un sol que se colaba por los ventanales del popular café; sonrió al verme como si me conociera desde siempre. En verdad lo veía por primera vez, aunque ya sabía de sus andanzas por mi amiga productora de cine que lo acompañaba. Ignacio era un hombre alto de pelo rebelde y cenizo, que apenas sobrepasaba los cuarenta. Su rostro lucía una piel maltratada, probablemente a causa de una de esas enfermedades eruptivas de vieja data. De su boca resaltaban unos dientes precipitados que obsequiaban siempre una sonrisa apretujada. Llevaba una vistosa chaqueta de cuero color durazno. Ignacio tenía una conversación amena anclada en un conocimiento asombroso del cine. No existía pregunta que se le formulara sobre el séptimo arte que no respondiera con erudición. Había dirigido una revista de cine en Lima, Perú, y vivía en París ilegalmente desde hacía más de veinte años, pero era feliz e indocumentado, contaba con su viejo carnet que lo acreditaba como director de la antigua publicación. Sobrevivía de ese recuerdo y desde que llegó a París la caducada identidad le había servido para entrar a cuanto espectáculo cinematográfico se proponía, incluyendo los estrenos de los miércoles en la ciudad. Los encargados de las salas eran condescendientes con él al permitirle la entrada, ya lo conocían muy bien, y lo asumían como un miembro pintoresco de la cofradía de los cinéfilos. Desde su llegada a la ville lumière no había dejado de asistir un solo día a la proyección de películas. Su pasión estaba determinada por la necesidad de evadir una realidad de la que huía con desespero. Salía de una sala de cine y entraba en otra. Llegaba a ver hasta cinco películas diarias. Recuerdo que una vez lo acompañé a una sesión maratónica, desde las once de la noche hasta las seis de la mañana, para ver los filmes de Sergio Leone, el gran cineasta italiano de los western espaguetis, en una sala de Saint-Germain.
Ignacio afrontaba su condición de ilegal contra viento y marea: carecía de dinero y de un hogar donde vivir. Lo imaginaba en la oscuridad de las salas, zambullido en los dramas e historias de detectives participando como un sabueso en el esclarecimiento de algún crimen. De allí que el bálsamo de los filmes era lo más apropiado para eludir el árido mundo real e impedir su maltrato. Cada cierto tiempo me invitaba al cine.
-Escucha, man, están dando en Montparnasse, Lo peor del cine del oeste americano, las colas son larguísimas, pero tengo dos entradas. Si quieres ver cuántas balas disparan los revólveres del cine gringo, entonces ven conmigo.
La pinta de Ignacio se movía entre la de un latin lover -aprendido en las pantallas-, y la de un simple pobre como los aparecidos en algunas películas de Luis Buñuel. Situación que dependía de si andaba o no, en compañía de una chica con recursos. Mientras le duraba la relación comía y dormía sin mayores inconvenientes, pero cuando estaba solo buscaba refugio en los amigos hasta volver “a conquistar una vieja” -así decía-, y comenzaba de nuevo el ciclo amoroso que elevaba su calidad de vida. Ignacio hablaba un francés macarrónico que convencía a incautos pero también al más espabilado. Lo vi salir del paso en situaciones embarazosas. Una vez lo detuvo algún gendarme del Metro para pedirle el billete que no tenía o la documentación personal de la que carecía. Allí se volvía un lince. Mostraba su carnet caducado, decía ser periodista y crítico de cine, alegaba ir retrasado a la función que debía cubrir para la prensa. Terminaba embaucando a la autoridad y, finalmente, lo dejaban tranquilo.
Asistí con Ignacio a unos cuantos estrenos. Recuerdo uno de ellos en particular: se trataba de una première en uno de los cines del Beaubourg, ubicados fuera del museo, en el Distrito IV.
Al entrar al cine, Ignacio me tomó del brazo y se acercó a una pareja con el mayor desparpajo y, en su francés estrafalario, le escuché decir:
–Hola, Leos, te presento a un cineasta venezolano -y añadió la falsa coletilla-, que te quiere conocer. Sentí vergüenza, era su manera de relacionarse.
El hombre pequeño se levantó de su asiento, me estrechó la mano y, al mismo tiempo, me presentó a la mujer que lo acompañaba.
–Mucho gusto -dije a la dama inclinando la cabeza.
Había conocido por la astucia de Ignacio al cineasta de moda en París: Léos Carax, el nuevo Godard del cine francés y a una actriz que deslumbraba en las pantallas europeas, la bella Juliette Binoche. Ambos -director y protagonista, respectivos-, responsables del éxito taquillero del momento: Les amants du Pont Neuf, que estábamos a punto de ver.
Nicole manifestó su deseo de irse temprano, tenía pendiente una entrevista con un realizador de documentales para trabajar en un rodaje como productora. Ignacio también expresó su prisa, debía asistir a un estreno en Les Halles. En ese momento me hizo la primera invitación de muchas que vendrían y que inauguraba mi experiencia con aquel personaje cuya trayectoria sorprendente desconocía en su mundo delirante de las salas de cine.
El 14 de noviembre de 1991, recibí una llamada de Ignacio.
-Man, escucha, mañana a las siete de la noche viene un cineasta estadounidense que presentará su primera película en la Cinemateca Francesa. Me han dicho que es extraordinaria. Además, la función es gratis. Están promocionando su filme. No puedes faltar. Así que te espero a las seis para entrar juntos. La sala debería llenarse.
–Ignacio, agradezco tu invitación, pero no me vayas a embarcar -advertí con seriedad motivado a mi experiencia con el colombiano.
–No, man, cómo se te ocurre, ¡yo no puedo perderme ese evento!
Llegué a las puertas de la Cinemateca y no había nadie. Creí, una vez más, que había hecho una de las suyas, pero al rato lo vi venir sonreído como si hubiera adivinado mi pensamiento.
La sala era larga y grande, apenas habíamos doce personas. De pronto por el medio del pasillo central vimos venir al director de la Cinemateca con su invitado. Recuerdo que el joven cineasta era un hombre flaco y alto. Vestía de negro y en su rostro se dibujaba una sonrisa más bien tímida.
En la presentación me sorprendió su propia narración: contaba su historia en la Escuela de Cine de Nueva York y su amistad con Francis Ford Coppola.
–Cuando Francis se graduó -dijo-, esa misma noche se fue a celebrar a un casino -él y yo pagamos nuestros estudios haciendo guiones-, con el montón de fichas apostó los ahorros reunidos durante la carrera y, en un abrir y cerrar de ojos, los perdió todos. Su proyecto de realizar una película sobre la guerra del Vietnam había quedado suspendido. Luego el cineasta invitado habló de sus peripecias para poder rodar su propia historia en 16mm, la que presentarían esa noche. Habló de sus dificultades para conseguir financiamiento, y de cómo debió esperar años para rodar su ópera prima.
Cuando terminó la proyección, Ignacio me miró con asombro.
-¡Man, este tío es un genio!, de ahora en adelante hay que seguirle la pista, porque hará grandes cosas -pontificó él-. Yo coincidí con su apreciación. Subimos al estrado para saludarlo entre los escasos aplausos de los asistentes. Me seguían impresionando sus ojos y en especial, su mirada y su tímida sonrisa. Estreché mi mano con la suya que abarcaba la mía.
Al salir de la Cinemateca todavía hablábamos de la impresión que nos había causado aquella película. Tratábamos de ver si existía en la cinematografía mundial del género una visión parecida. Si Ignacio no recordaba ninguna, entonces quería decir que aquel cineasta era un genio de verdad, porque era una forma diferente de narrar dentro de una temática tan explorada.
–Ese es el quid del arte, man -decía Ignacio-, contar las cosas que todo el mundo ha contado, pero de manera distinta e ingeniosa.
Bastarían apenas pocos meses para que en las marquesinas de los grandes teatros del mundo y en especial, en los de Francia y, muy particularmente, en las salas de París, titilara el nombre del cineasta que conocimos esa noche fría de invierno y que identificamos por su nombre y apellido con el que se presentó aquella noche en la cinemateca francesa: ¡Quentin Tarantino! había estrenado, en el templo del cine francés, Reservoir Dogs, la película de gánsteres que comenzaba por el final de un atraco frustrado, con sus protagonistas desangrándose en el garaje de una casa residencial y a duras penas hablaban sobre su desgracia y fracaso -por una supuesta delación- mientras asaltaban una joyería. Y que ahora se exhibía oficialmente en la ciudad de las luces; era finales de enero de 1992, cuando el nombre de Tarantino comenzó a brillar en las marquesinas de los principales teatros del mundo.
La última vez que vi a Ignacio fue frente al cine, UGC Montparnasse, al otro lado de la avenida, en el bulevar del mismo nombre. Se encontraba mirando la vitrina de lujo de una tienda de regalos. Se sorprendió al verme. Hacía unos cuantos meses había tomado la decisión de no atender a sus invitaciones, me había embarcado en las últimas oportunidades. Me miró con una sonrisa nerviosa, más bien culposa. Estaba famélico y demacrado. Siempre cuidaba su vestimenta… pero esta vez, camisa y pantalón parecían haber sido extraídos de una botella. Andaba con su pelo de alambre y su sonrisa de dientes asomados.
–Hola Ignacio…-le dije algo cohibido.
-¡Qué hubo, man! -exclamó con cierta aprehensión.
-¿Cómo estás, cómo te va?
–Voy a un estreno -señaló apresurado con su dedo índice mostrando hacia el otro lado la marquesina del teatro-, y cuando se disponía a contarme unas de sus historias prêt-à-porter, lo interrumpí.
-¿Cómo te encuentras, vale?
Hizo silencio por algunos segundos, de esos segundos que duran más de la cuenta.
–Ando sin carajita -como dicen ustedes-, tengo tiempo que no me como a una vieja -añadió en estricto argot colombiano-, por ahora estoy solo.
Y se despidió sobre la marcha alegando que llegaría tarde a la proyección. Atravesó la avenida sin importarle los autos que casi lo atropellan. Lo seguí con la mirada. Y antes de que entrara por la puerta de vidrio del cine hizo un giro fugaz con su cabeza para constatar si yo estaba todavía donde me había dejado mientras él se iba a “Vivir su vida” (1962), en un film restaurado del gran cineasta Jean-Luc Godard.
Salí de Francia pensando en Ignacio. Más tarde supe, que en una pequeña sala de arte y ensayo, Les Ursulines, en el Distrito V, encontraron a un señor sentado, rígido, en su butaca, con los pelos hirsutos, que no pudo regresar a la realidad, porque se había quedado atrapado en la película al momento de encender las luces.
Calella, 10 de agosto de 2021.