En medio de la indecisión del llamado G4 -ya desbordado por la “candidaturitis”- frente al evento comicial de noviembre de este año y la activa participación en el mismo por parte del régimen y sus aliados “opositores”; vale la pena analizar un hecho evidente: La pérdida de importancia política y eficacia administrativa de gobernaciones y alcaldías, hoy arruinadas por el chavomadurismo.
La verdad histórica es que las gobernaciones siempre tuvieron una importancia capital (las alcaldías, como se sabe, apenas fueron creadas en 1989) y formaron parte de la estructura provincial desde la llegada de los españoles. En 1811, al declararse la independencia de Venezuela, se configuró un gobierno federalizado y semi-descentralizado, pero con los años sus propios constructores se inclinaron por el centralismo, lo que provocaría enfrentamientos entre aquellos y algunos caudillos regionales, todo lo cual terminaría con la eclosión de la Guerra Federal.
A partir de entonces se creó un Estado Federal y desde 1870 la asociación entre el presidente Antonio Guzmán Blanco y los caudillos regionales estableció un modus vivendi por algún tiempo. Por supuesto que las gobernaciones adquirieron mayores poderes. En cambio, a finales del siglo XIX volvió a fortalecerse el Estado Centralista, lo que produjo de nuevo inconformidad en ciertas regiones. Todo ello le sirvió de bandera a Cipriano Castro para iniciar una campaña armada hasta tomar en poder en 1899. Cuando fue sustituido por el también general Juan Vicente Gómez; su larga dictadura liquidó todo vestigio federal y organizó un Estado fuertemente centralizado.
Sin embargo, en todo este tiempo los gobernadores -llamados entonces presidentes de estados- conservaron su poder político y militar por ser funcionarios de la más estricta confianza de Gómez, quien los designaba. Al finalizar aquella dictadura, el general Eleazar López Contreras también los siguió nombrando, pero con criterios de mayor amplitud, al margen de la mayoría de los caudillos gomecistas, práctica que continuó el general Isaías Medina Angarita.
Producido el golpe de Estado contra este último en octubre de 1945 y durante la gestión de la Junta Revolucionaria de Gobierno que lo sustituyó, presidida por Rómulo Betancourt, siguió siendo potestad del Poder Nacional la designación de los gobernadores, como se los denominó a partir de entonces. Esa delegación constitucional continuó hasta 1989.
Ese año, como se sabe, fueron electos gobernadores y alcaldes por vez primera, gracias a la promulgación de la Ley de Elección y Remoción de Gobernadores. También fue aprobada la Ley Orgánica de Régimen Municipal -que creó la figura del alcalde-, y la Ley Orgánica de Descentralización, Delimitación y Transferencia de Competencias del Poder Público. Con esta última ley se transfirieron a las gobernaciones algunas competencias nacionales, lo cual, sin duda, fue un gran paso dentro del modelo federal venezolano.
Creo que hoy no hay duda alguna de que la elección directa de los gobernadores y alcaldes, así como todo ese proceso para ampliar su poder y competencias, fue sumamente positivo entre 1989 y 1999. Tampoco puede haber duda de que algunos gobernadores electos en 1989 no entendieron el proceso de descentralización y regionalización en marcha, y siguieron comportándose como aquellos designados a dedo por el Presidente de la República hasta 1989. Pero otros sí lo hicieron y adelantaron rápidamente ese traspaso de competencias.
Durante el gobierno de los presidentes Ramón José Velásquez y Rafael Caldera esas medidas se acompañaron con otras destinadas a entregar recursos financieros a gobernaciones y alcaldías, a fin de que contaran con mayores presupuestos, más allá del simple situado constitucional que se repartía entre ellos desde siempre y con criterios de inequidad. Al crearse por ley el Impuesto al Valor Agregado en 1993, se dispuso que el 20% del mismo debiera ser entregado a gobernaciones y alcaldías, al tiempo que se decretó el Fondo Intergubernamental para la Descentralización (Fides) como ente receptor y distribuidor de esos recursos.
Pero todo ese proceso lo desmanteló Hugo Chávez al llegar al poder. En beneficio de su proyecto hegemónico y autoritario uno de los primeros objetivos fue restarles competencias a los gobernadores, especialmente a los opositores. La verdad es que el chavomadurismo nunca ha creído en la descentralización, la desconcentración y la regionalización como pivotes del Estado Federal que deberíamos ser, según el Artículo 4 de la Constitución que ellos mismos elaboraron y aprobaron en diciembre de 1999.
Resulta obvio que cuando aprobaron la actual Carta Magna, el chavismo no podía echar para atrás una conquista histórica y trascendental como la elección de gobernadores y alcaldes, iniciada en 1989. Esa experiencia resultó exitosa por cuanto creó un nuevo balance de poderes al ampliar las competencias de estados y municipios, fortalecer su autonomía política y financiera, y consolidar los liderazgos regionales.
Todos estos logros fueron anulados escalonadamente desde 1999. La razón era obvia: Un régimen presidencialista, autoritario y militarista no puede aceptar el sistema federal, sustentado en la regionalización y la desconcentración mediante la ampliación de las competencias regionales y municipales. Por esa razón, tiempo después, crearon los “protectorados” y luego nuevas zonas militares, especies de virreinatos dirigidos por generales, con lo cual han establecido una inconstitucional redistribución del poder, ninguneando a sus propios gobernadores y más aún a los provenientes de la oposición.
Cuando se agravó aún más la actual crisis política, financiera y económica las gobernaciones y las alcaldías también terminaron arruinadas presupuestariamente, con exiguos recursos que hoy sólo sirven para pagar sueldos de hambre a sus empleados y trabajadores, sin que puedan invertir en obras y servicios públicos importantes. Por si fuera poco, a las gobernaciones les quitaron otros ingresos por concepto de peajes, aeropuertos, puertos, explotación de salinas y minerales no metálicos, etc., mientras que las alcaldías han visto reducidos sus ingresos por concepto de impuestos, patentes y servicios públicos, en razón del cierre de miles de empresas. La cruda realidad es que hoy son unos parapetos sin poder alguno, desmantelados e insolventes. Por esto mismo, las elecciones de gobernadores y alcaldes no van a resolver ningún problema.
Faltaría ahora saber cómo la ley del Poder Comunal podría modificar aún más esa situación, por lo que respecta a los “virreinatos” militares, y si estos estarían dispuestos a ceder su poder ante los comisarios políticos y los concejos comunales a crearse en sustitución de gobernaciones y alcaldías.
Lo grave es que hay opositores que, aun así, aspiran ser candidatos a gobernadores y alcaldes -lo cual no sería grave, en realidad- ofreciendo, y esto sí es gravísimo, promesas incumplibles dada la situación ruinosa de gobernaciones y alcaldías, tratando de animar un carnaval de demagogia y mentiras que, a la postre, puede terminar por aumentar aún más el desaliento, la decepción y la frustración de amplios sectores de la población.
Difícilmente todo esto puede convertirse en “una victoria política” o en “mantenimiento y ganancia de espacios”, como algunos pretenden justificar la participación en el evento de noviembre próximo. También pudiera ser todo lo contrario.
En todo caso, cada quien es dueño de su voto. Algunos cumplimos con un deber de conciencia al advertir la realidad, más allá de las promesas y los egos personales. Y eso para no hablar de las condiciones electorales y demás aspectos.
Pero la solución real -insisto- solo vendrá cuando el régimen sea cambiado.