En la nueva conmemoración del Natalicio del Libertador se ha celebrado al hombre de una sola pieza marmórea que ha sido objeto del culto nacional desde el siglo XIX, y que ha llegado a la hipérbole a partir de las manipulaciones de una revolución llamada “bolivariana”. Aunque lo que se escriba aquí carecerá de fuerzas para remover el fetiche, se ofrece al lector una propuesta de entendimiento de la vida del héroe aconsejada por el sentido común y por la obligación profesional del escribidor, pensando en que, tal vez, pueda ese lector salir un poco de una corriente manida y fastidiosa que lo aleja de la realidad y de la racionalidad.
Si nos atenemos a los documentos fundamentales del Libertador, topamos en 1813 con un primer capítulo de vida pública en el cual destaca por su interés en el desmantelamiento de las instituciones creadas por los fundadores de la patria, y en la propuesta de un holocausto considerado como camino de victoria política y limpieza social. Su Manifiesto de Cartagena propone el reemplazo de las “repúblicas aéreas” de la víspera, a través de una operación que no detalla, pero que termina en su dictadura personal. Su Proclama de Guerra a Muerte anuncia la voluntad de apuntalar el establecimiento en ciernes a través de un río de sangre que el lenguaje del futuro llama genocidio. Este es el primer Bolívar de la historia, actor y autor de un pavoroso extremismo sin contemplaciones sobre el cual apenas se detienen los áulicos del futuro.
El segundo Bolívar debuta en 1815, cuando escribe la Carta de Jamaica para buscar el apoyo de Inglaterra en la guerra. Como no se puede presentar como el jacobino feroz del pasado reciente, acude a los ropajes de un venerable patriarca para invitar a jornadas más ponderadas y civilizadas. Ahora la revolución no es una venganza desenfrenada, escribe a sus destinatarios, sino el reclamo de la herencia de los padres conquistadores a un rey de España que traicionó los valores de la tradición. Hay que hacer una revolución en nombre de un “nuevo género humano”, pero en esa casilla no caben todos los americanos, apenas los blancos criollos, hijos de los conquistadores y de los primeros pobladores que ha abandonado la Corona al pactar con Napoleón. El padre de familia que reclama su heredad, el administrador que vela por una propiedad arrebatada, el comedido portavoz de unos pocos, es el protagonista que ahora se estrena en la escena británica.
Cambia el libreto en 1819, como se desprende de la lectura de su Discurso de Angostura y de su propuesta de una Constitución de tendencia moderna y de cuño realmente republicano en medio de la contienda. Ahora no solo fundamenta el desarrollo de la convivencia en el respeto de la ley, como derrotero para la superación de la desigualdad de los hombres, ahora ciudadanos cabales, sin distingos nacidos de su procedencia social, sino que, además, acepta la decisión de los diputados de no aprobar su designio de Poder Moral que ha incluido en la carta magna. Es evidente que estamos ante un político maduro y consciente de los límites que no debe superar ante sus pares, pero también frente a un hombre de armas que se somete al poder civil cuando está a punto de llegar a la cima de su autoridad, o cuando ya tiene la sartén por el mango. Más todavía, quiere el apuntalamiento de ese poder civil.
En la redacción de la Constitución de Bolivia topamos con el otro Bolívar que se quiere recordar ahora, distinto de los anteriores, o quizá resumen de los roles que debió representar en el pasado. La opinión pública de Colombia y el Perú se conmueven en 1826 con su idea de establecer una presidencia vitalicia para las naciones en las que tiene influencia, como la había impuesto en el Alto Perú que al principio llamó República Bolívar, bautismo escandaloso que luego suavizó, y con la redonda desconfianza que entonces manifiesta sobre los procedimientos electorales. Su preocupación ante el peligro que significaban las “pasiones de la multitud”, o la posibilidad de arder en “el volcán de la pardocracia”, cierran un círculo en cuyo centro se podía impulsar el advenimiento de una monarquía sin corona que después se ocultó en la espesa alfombra del porvenir.
De los documentos del Libertador pueden salir otros planes que lo definan, otros matices que permitan una apreciación distinta de su biografía, y especialmente de los límites de su obra. Ahora apenas se ha hecho vuelo de pájaro sobre cuatro capítulos esenciales, con el ánimo de sacudir prejuicios y necedades. Pero sin la esperanza de que se establezca en adelante una versión sensata del héroe. A nuestro monoteísmo republicano no lo ponen en aprietos unas cuartillas dominicales.