No sé porqué me gustaron siempre los zapatos. He pensado que la obsesión me viene de haber observado por tanto tiempo los dedos gordos de mis pies sobresaliendo de las alpargatas. Y luego, por las infatigables botas de goma uesekeds que terminaban produciendo un olor a pecuecas que enervaba a Elena, mi abuela materna. Era el primer par de zapatos nuevo que parecía de hombre -los usados con anterioridad, de punta roma, eran para niños-, estrenados ese día glorioso de la llegada de don Rómulo Gallegos a Cumaná con motivo al develamiento de un busto del poeta Andrés Eloy Blanco, quien cumplía tres años de muerto. Había sido arrollado por un automóvil en Ciudad de México, el 21 de mayo de 1955. Estábamos en el mismo día y mes, pero del año 1958, para homenajear al malogrado poeta cumanés. Recién se inauguraba la democracia y regresaban los prohombres del exilio. Gallegos tenía poco tiempo de haber llegado de México y nuestro país vivía aires nuevos en la política y en todo. El acto se celebraba en la Plaza 19 de Abril -desde entonces bautizada con el nombre del poeta-, frente a la Librería San Pablo, muy cerca del Liceo Sucre. La plaza y sus alrededores estaban repletos. En la tarima destacaban los oradores: don Rómulo Gallegos, el escritor Miguel Otero Silva -director de El Nacional-, el poeta Luis Pastori y la viuda de Andrés Eloy Blanco, Angelina Iturbe, con sus dos hijos pequeños, Luis Felipe y Andrés Eloy.
“Cada uno de sus libros [Rómulo Gallegos] me fue mostrando su poderosa visión sobre el país, dura y romántica a la vez”
Ese día me levanté temprano, me bañé y pulí mis zapatos nuevos puntiagudos, que tenían una finísima costura de hilo blanco a lo ancho y que separaba la punta del resto del calzado. Era como para sentirse orgulloso: “un hombrecito, pues, hecho y derecho”, como decía mamá al vérmelos puesto. Vestí con mis mejores atuendos: un pantalón de caqui rukzon y una camisa Arrow blanca, manga corta, ambas prendas planchaditas. Y salí orondo de la casa con el reproche de la abuela martillando mis oídos, “porque a quién se le ocurre ir así, como si fuera a una fiesta cualquiera y no al homenaje de un muerto” -y no le faltaba razón-, para mí era una fiesta a la que iba. Sabía del poeta Andrés Eloy Blanco a través de mi padre, que leía y recitaba su poesía. Por él aprendí sus versos más populares: … cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños, que la calle se llena… y recuerdo un día que papá me regaló un poemario con la luna sonriente sobre la portada blanca del libro, titulado, Giraluna. Andrés Eloy era una figura admirada y yo solía ir con frecuencia a su casa natal, convertida en museo, al lado del cine Pichincha, en la cuadra de la gobernación. La estatua del poeta estaba al entrar, se le veía sentado, custodiado por un largo corredor de ladrillos, adornado con malangas y helechos colgantes y un patio central con la enredadera de parra -hija de una mata centenaria, cuyos tronco y raíces se observaban al lado de la nueva-, de la época del niño Andrés Eloy en su estancia solariega de Cumaná. Pero no era el poeta quien más me interesaba en ese momento. Se trataba, en especial, del maestro Rómulo Gallegos, un escritor que papá admiraba y en cuya obra literaria me inició desde temprana edad. Me había regalado un pequeño tomo de la Colección Joya, de la Editorial Aguilar española, que contenía sus Novelas Escogidas. De él me deslumbró la lectura de Doña Bárbara. Yo, un estudiante de 14 años del Liceo Sucre venido del pie de monte monaguense, andaba familiarizado con la visión de los hombres y las mujeres rudas, los relinchos de caballos briosos, las vacas y el ordeño en las madrugadas, los ríos y las tempestades, las desmesuradas estaciones de invierno y verano, y con los personajes populares que trabajaban en la hacienda de don José Julián, mi abuelo paterno. De alguna manera la reciedumbre en la narración de Gallegos me había cautivado, me emparentaba con la de mi propio mundo: el de la Hacienda La Victoria del abuelo. Razón suficiente para asistir al acto en la placita y conocer en persona al escritor de Doña Bárbara, novela que acababa de leer. Además, Rómulo Gallegos era un hombre que había jugado un papel importante en el acontecer político venezolano. Obligado por las circunstancias tuvo que hacer un alto en su carrera literaria para convertirse en candidato a la presidencia de la República; resultó electo presidente de Venezuela el 14 de diciembre de 1947, en las primeras elecciones libres y democráticas del país. Sin embargo, fue derrocado por un golpe de Estado, encabezado por el teniente coronel Carlos Delgado Chalbaud, en noviembre de 1948, apenas permaneció en el poder nueve meses. Este acontecimiento fue condenado por mi padre -con sus posteriores consecuencias-, fundador del partido Acción Democrática en Monagas. Rómulo Gallegos había sido postulado a la presidencia por ese mismo partido. Recuerdo a papá llegar a la hacienda, venía con una mezcla de desaliento y tristeza reflejada en el rostro.
-¡Qué vaina, Elba, tumbaron a Gallegos! -dijo contrariado.
-¡Dios, Armando, cómo pudo ser posible!…
Marcos Pérez Jiménez, Carlos Delgado Chalbaud y Luis Felipe Llovera Páez, integrantes de la junta militar que derrocó al gobierno democrático de don Rómulo Gallegos
–Los militares y unos políticos facinerosos le dieron un golpe de Estado. ¡Traidores! -enfatizó papá usando una palabra que oía por primera vez y luego agregó, tratando de buscar una incipiente excusa ante su perplejidad por lo ocurrido:
–Es que Gallegos es un novelista, no un político. Y se fue a encender la radio que estaba en la repisa del corredor.
–Esto se veía venir, fue un golpe anunciado -se lamentaba en su soliloquio mientras escuchaba las noticias.
El locutor de Radio Nacional trasmitía lo sucedido con su voz misteriosa y de caverna. Posteriormente, anunciaba la expulsión del ex presidente Gallegos que salía de una breve prisión hacia el exilio. Recuerdo una foto imborrable del derrocado mandatario, aparecida en la prensa, después de viajar a Cuba, su primer destino de expatriado.
De allí que don Rómulo fuese una especie de leyenda en la familia. Para mí era un ídolo.
Por llegar un poco tarde al evento de la plaza no pude colocarme frente a los oradores, pero me ubiqué a corta distancia del imponente Gallegos, un hombre alto y fornido. Antes de comenzar su discurso -fue el primero en hablar-, volteó a ver la masa de gente a sus espaldas. Alzó su brazo e hice mío su saludo. Sonrió e hice mía su sonrisa. Ya era un hombre de 74 años, vestía de flux y de corbata, como los demás oradores, en esa mañana calurosa del mes de mayo.
El acto lo inició la viuda de Andrés Eloy, que haló la cuerda ayudada por sus hijos, elevando la tela blanca hacia los árboles y dejando al descubierto el busto de bronce del poeta. Se hizo un breve silencio y luego irrumpieron los aplausos.
“De alguna manera la reciedumbre en la narración de Gallegos me había cautivado, me emparentaba con la de mi propio mundo”
Estaba pendiente del maestro que nos daba la espalda, y de manera intermitente volteaba para saludar y sonreír al público.
-¡Qué extraordinario, este es Rómulo Gallegos, el escritor de Doña Bárbara! -me repetía incrédulo-. Esas imágenes perviven en mí como una secuencia del cine mudo, temblorosas e interrumpidas, pero capaces de reconstruir la figura del maestro en la tarima, rodeado de gente y de árboles y de aquel sol inclemente que nos acuchillaba. Gallegos era un escritor que cuando comencé a leer me sumergió en un mundo alucinante de paisajes sin límites, de decires criollos e ingeniosos y situaciones dramáticas emocionantes. Cada uno de sus libros me fue mostrando su poderosa visión sobre el país, dura y romántica a la vez. Del día del acto en la plaza recuerdo las primeras frases del viejo Gallegos dichas fuera del discurso escrito, que estaba a punto de leer, y que pronunció con su voz ronca y gruesa:
–Inicio mis palabras frente a este busto de bronce que debiera ser mármol… -y luego comenzó su discurso del que solo cito unos fragmentos:
He aquí a Andrés Eloy Blanco sobre su suelo natal, en perennidad de bronce, al sol de la Patria, su agudo perfil; en seguridad de amor de su pueblo, celoso guardián de sus glorias, las ejemplares dimensiones completas de su contextura intelectual y moral: el Poeta y el hombre. Una de las realizaciones estéticas más gallardas que adornan el campo de las bellas letras venezolanas; pero además una de las figuras de más noble calidad humana con que se ha honrado nuestro gentilicio.
… no solo logró embellecer, en conmovedoras estrofas, el feo sufrimiento que allí dentro palpitaba, sino que, bien empleado el rato del poeta, se propuso dedicarle vida de hombre a la procuración de remedios positivos de la angustia de su pueblo.
Cumaná. Aquí tienes, otra vez, en silencio, como te acostumbraste a verlo cuando niño. .Aquí lo tenemos en silencio, pero con mirada vigilante y bien podemos, bien debemos imaginarnos que dentro de esa cabeza de bronce se está produciendo el murmullo de estas palabras mentales dirigidas a todos nosotros:
–Yo cumplí el deber de mí tiempo: déjenme mirar cómo cumplen ustedes el de ahora1.
El público aplaudió y muchos quisieron acercarse, pero resultaba una tarea casi imposible, era una masa compacta de gente que apenas podía moverse, contenida por el cordón de unas fuerzas policiales que impedía franquear la barrera que protegía a los ilustres visitantes.
En aquella euforia sentí de pronto un pisotón de la persona que tenía delante. Por instinto la empujé tratando de zafarme de su tacón. Al liberarme de la pisada miré con espanto el daño producido en la punta de mi zapato: una raya vertical, blanca y profunda, sobre mi calzado nuevecito, desgarradura que me produjo desasosiego. Me sobrepuse al instante y me vino a la cabeza un pensamiento absurdo: acercarme a Gallegos a como diera lugar. Pero cómo lo haría. Decidí usar una técnica empleada por el tío Hugo -hermano menor de mamá y héroe de mi infancia-, destinada a penetrar conglomerados frente a la taquilla del cine para obtener las entradas. Me llené de valor. Comencé a gatear como un felino por el bosque de piernas abriéndome paso a troche y moche entre la gente, que confundida se apartaba sin entender un ápice de lo que ocurría a sus pies. De repente me topé con las piernas uniformadas de los policías con sus rolos colgantes y acabé por franquear la barrera de un solo empellón. Un policía asustado se apartó dando un salto cuando sentí que otro me suspendía del suelo por el cuello de mi Arrow. En mi desespero vi venir a Gallegos, bajaba los escalones de la tarima asido del brazo de Otero Silva y le dirigí una mirada compasiva.
-¡Maestro Gallegos!… solo quiero saludarle -imploré.
El policía confundido, entre el cumplimiento del deber y el gesto del escritor que pedía me dejaran tranquilo, soltó el cuello de mi camisa y pude acercarme a mi ídolo con la mano extendida. Gallegos dio un paso y me abrazó. Como si fuera poco, y viendo que aún me protegía con su mano sobre la mía, solté una frase con la intención de demorar el milagro que estaba aconteciendo.
–Don Rómulo, soy sobrino del escritor Julián Padrón… -Gallegos, que ya se encontraba al filo del protocolo le exigían unirse a su grupo, dijo con voz temblorosa y afable:
–Ah, qué bien, mijo -volvió a apretarme la mano-, yo fui maestro de su tío Julián, salúdeme a la familia
El grupo de invitados comenzó a abordar la camioneta que lo estaba esperando. Gallegos fue el último en entrar y levantó su brazo para despedirse del público que ya comenzaba a disgregarse. Aproveché para salir corriendo por si al policía se le ocurría echarme mano de nuevo, aunque era lo menos que me hubiese importado en aquel momento de mi encuentro con el admirado escritor de Doña Bárbara.
Calella, 19 de junio de 2021.
*La fotografía fue enviada junto al texto original por el autor, Alejandro Padrón, al editor de La Gran Aldea.
(1) Palabras pronunciadas por Don Rómulo Gallegos en Cumaná. En homenaje al poeta Andrés Eloy Blanco. Varios autores. Publicaciones Embajada de Venezuela en Chile. No.6. Santiago de Chile, 1º de agosto de 1962 (Embajador de Venezuela: Vicealmirante Wolfgang Larrazábal Ugueto. N.A.).