Que un acuerdo nacional es la condición necesaria para encontrarle una puerta al futuro no lo duda nadie, aunque unos y otros se envuelvan en un manto de resignación o escepticismo. Pero es inevitable percibir que lo sustantivo en la propuesta de la ahora llamada Plataforma Unitaria no está en la idea de acuerdo sino en la de salvación, lo que tiene resonancias históricas y políticas inquietantes si se toma en serio.
No sabría decir si la parte más seria es la de las implicaciones teológicas (y teleológicas) pero en todo caso la evocación de ese período oscuro de la Revolución Francesa que se llama La Terreur y la figura tan disputada de Maximilien Robespierre es suficiente para preguntarse qué significa el término “salvación”. El período jacobino y más sangriento de la Revolución fue encabezado por ese Comité de Salvación Pública que entre abril de 1793 y noviembre de 1795 intentó, como su nombre lo indica, “salvar” la Revolución con la conscripción obligatoria, la ley de “sospechosos” y más de 1.285 guillotinados, dando lugar a la llamada “reacción de Thermidor” que restablece las libertades públicas tras la condena de Robespierre y otros miembros del Comité en 1794. En realidad, política y teología se reencontraban en esa “salvación” con la idea de la fiesta del Ser Supremo y de la fundación de una religión republicana que atrajo tanto a los jacobinos. No fue sin embargo un invento revolucionario: la idea de “salvación pública” ya había sido elaborada en el siglo XVII por los operadores del absolutismo como una especie de teoría del estado de excepción, que suspendía las libertades “naturales” o leyes fundamentales del reino para enfrentar circunstancias de peligro interior o exterior.
Y en criollo también se recurrió a la idea, si se leen los papeles que supuestamente habían redactado los conjurados del 4 de febrero de 1992, que contemplaban un Comité de “Salud Pública” (en una mala traducción del francés salut) para imponer la brújula moral a la regeneración de la patria.
Zafándonos de estas desagradables resonancias históricas no queda más que preguntarse sobre el posible sentido del concepto en el contexto específico del ahora, y tampoco se encuentra algo muy alentador. En definitiva, salvar a la nación es tarea de héroes y de nuevo figura el futuro como tarea hercúlea y sobrehumana. Revela, por eso mismo, una incapacidad de darle forma al porvenir, de imaginarlo en la concreción prosaica de los días. Un futuro abstracto y mitologizante es lo que se ofrece, y en eso reproduce el drama vacío de las consignas que han usurpado el lugar de la narrativa política.
A veces se usa este término, “narrativa”, como si pudiera armarse un relato mecánicamente, como una plana o el “lorem ipsum” de las tipografías digitales, cuando en realidad es al revés: no hay narrativa (en general y en especial política) sin una experiencia colectiva, sin acción política a la cual explica y sirve. Por eso exigir un relato político es más bien demandar una experiencia común, lo que no es el caso: la acción, si es salvadora, no podría provenir sino de unos salvadores mientras las víctimas o candidatos a ser salvados esperamos pacientemente la hora de la revelación y la victoria final contra el mal.
El fondo del asunto es que no hay victoria final. No hay un final del chavismo y un comienzo prístino, arcádico o fundacional de un nuevo país o de una nueva sociedad. Despojarnos de nuestra obsesión por la refundación permanente es justamente el primer paso para acordar algo común que haga puente del pasado hacia el futuro. Si hay un “nunca más” que debamos proclamar, tendría que ser “nunca más eterno comienzo”, no más un nuevo origen, ni nacimiento milagroso, ni resurrección.
Como escribió Paula Vásquez, prematuramente desaparecida, en su último libro Venezuela, país fuera de servicio, sobre la irreversibilidad de los procesos políticos y en especial de los cambios político-institucionales de la “revolución”: “Volver a un estado precedente es imposible y hasta contraproductivo. La manera de hacer las cosas ‘de antes’ ha sido olvidada, borrada, debido a un foso que ya es generacional. No queda más que el futuro, puesto que el presente es una situación que ha de sobrepasarse de la mejor manera posible. Cuando le hablo a venezolanos del después, repiten sin cesar que ‘hay que reinventar todo, de nuevo’. Como si siempre en este país donde todo es arrasado para volver a nacer, el único proyecto del porvenir fuera la tabula rasa y el recomienzo. Pero una sociedad nunca empieza desde cero. El peso de la historia está siempre ahí, para bien o para mal”.