Recuerdo vivamente la emoción del público cuando el escritor arribó esa mañana al Aeropuerto Alberto Carnevalli de Mérida, Venezuela. Yo utilicé una artimaña para poder acceder a la pista y tomar unas fotografías sobre el recibimiento -dos de ellas incluidas en este texto-. El Pequeño Grupo de Teatro de la Universidad se disponía a brindarle un acto musical de bienvenida, y los miembros del Departamento de Cine de la ULA, tenían pautado rodar un documental sobre su estadía en la ciudad.
Las nubes espesas habían mantenido a los asistentes en ascuas. Era frecuente que los viajes aéreos se suspendieran por la nubosidad sobre la sierra. Pero ese día el cielo complació a todos y se despejó temprano. El avión detuvo sus hélices frente a la entrada del Aeropuerto y produjo un zumbido agónico como si se desinflara, causando un alivio sonoro en el ambiente que dejó escuchar aplausos y vivas del público. La escalera se descolgó perezosa y comenzaron a bajar los pasajeros. Primero descendió la figura espigada de Julio Cortázar. Más atrás surgió la imagen legendaria de Hortensia Bussi, la viuda del malogrado presidente Salvador Allende. Al pie de la escalerilla un grupo de argentinos acudió con una pancarta: “El Exilio Argentino Presente”. Cortázar saludaba a la gente, parecía un gran pájaro nocturno, movía uno de sus largos brazos como si fuera un ala destemplada con su manaza parecida a la aleta de un pez. Vestía una chaqueta ligera. Sus lentes de sol eran grandes y cubrían parte de su rostro.
Entre el grupo que acompañaba al escritor figuraban cineastas y amigos. Al extremo derecho se veía a Alberto “Che” Garrido, periodista argentino y asimilado merideño, que se ocupaba de aspectos comunicacionales en la Universidad; y al lado izquierdo, destacaba Ángel Vilanova, profesor de literaturas clásicas de la Facultad de Humanidades, que gritaba con entusiasmo. Eran consignas alusivas a la revolución cubana, al pueblo argentino en el exilio y contra la dictadura de José Rafael Videla. El famoso escritor improvisó un corto discurso para agradecer el caluroso recibimiento -hacía un frío sabroso-. Luego, el protocolo universitario lo raptó y se lo llevó al Hotel La Pedregosa en donde se alojaría los próximos tres días. Había preocupación en la administración del Hotel porque el encargado al verlo pensó que no cabría en la cama.
–Tendrá que dormir en diagonal -susurró.
Una empleada de la recepción que escuchó la imprudencia se apartó ruborizada y fue al casillero por la llave del recién llegado. Al entregársela no se sabía si soportaba la vergüenza o contenía su sonrisa por el desplante de su compañero de trabajo.
Una hora más tarde, -y después de haber tenido una corta entrevista con el rector de la Universidad de Los Andes (ULA), Pedro Rincón Gutiérrez-, el narrador argentino salió de su habitación para atender la primera actividad formal de la mañana. Los jóvenes del Departamento de Cine se lo llevaron a un paredón del Hotel y lo acribillaron a preguntas. Me impresionaba la altura y delgadez de rama seca que era Cortázar, pero sobre todo su cara aniñada, de ojos sobresalientes y distantes el uno del otro. Su risa mostraba unos dientes separados y manchados por el oficio de fumar.
–Es increíble su apariencia juvenil -comentó una joven.
–Se trata de una doble enfermedad, el llamado hábito ‘marfanoide’, que produce el gigantismo, y el síndrome de ‘Klineferter’, por el que no podrá tener hijos -dijo otro personaje cercano a quien me quedé mirando y supuse que era endocrinólogo-. Se especulaba que su juventud detenida se debía a esas patologías. No sabía si se trataba de una leyenda urbana o era una de esas creencias sin sustento o, más bien, crasa ignorancia. Pero ese mismo comentario lo había escuchado años antes en París, en un grupo de intelectuales entre el que se encontraba el poeta, crítico y profesor, Saúl Yurkievich, estudioso de la obra de Cortázar y amigo personal del escritor.
Era casi imposible acercarse al narrador. Una nube de improvisados guardaespaldas, los de Caracas y los que se plegaron en Mérida, lo impedían. Cortázar se veía incómodo con esa camisa de fuerza de la que logró zafarse con el correr de las horas.
Opté por dirigirme hacia la Facultad de Forestal donde él tenía programada su primera intervención en la sonada Conferencia.
Cuando Julio Cortázar llegó a Mérida, hacia finales del mes de octubre de 1979, el régimen castrista llevaba 21 años en el poder -como el de Venezuela hoy-, y había en el país exiliados de todas partes -en particular, chilenos y argentinos-. En esa Conferencia, a la que asistí, al menos a una de sus sesiones, hablaron destacados intelectuales de América Latina, entre ellos, el poeta Mario Benedetti y el propio Cortázar. Me llamó la atención que después de 21 años de revolución en Cuba, no se mencionara en ese evento el exilio cubano. Para los integrantes de la Conferencia y sus organizadores, no existían los expatriados de la isla -en Miami ya había cientos de miles-, sin embargo, para ellos no hubo ninguna alusión, nada podía decirse en contra de la revolución insular. El poeta uruguayo hizo una primera intervención que resumo en una frase como el corazón de su discurso: “Para mí el exilio son las bibliotecas que he tenido que abandonar en el camino en cada extrañamiento sufrido”. En cambio, las palabras de Cortázar me sorprendieron. Primero, porque ni siquiera se refirió al exilio de manera general y, mucho menos, de forma particular, sino a la aproximación conceptual de lo que el término debería significar. Fue una consideración epistemológica para tratar de encontrar una definición apropiada. Yo sentía que su argumentación golpearía a muchos de los que padecían el desarraigo, pero al mismo tiempo su estatura intelectual evitaría, como en efecto ocurrió, cualquier crítica en su contra. Su discurso aparece recogido en documentos de la época. Solo citaré fragmentos que entonces retumbaron en mis oídos como disonancias particulares.
“Experiencias de ese tipo -se refería al exilio-, que sin duda ustedes han vivido y viven en este contexto, exigen algo más que la adhesión fraternal y la ayuda práctica. Por mi parte, y a riesgo de ofender a los ya ofendidos, o de lastimar a los ya lastimados, esa visión extrema del exilio como pura infamia y como puro desprecio, me ha llevado paradójicamente a invertir totalmente su signo, a asumirlo con positividad como valor y no como una privación”.
Cortázar hablaba de invertir esa negatividad y convertirla en un valor dinámico, porque solo así sería posible detener la diáspora de hombres y mujeres (Sic), que “desvitalizaba nuestra América Latina”. Se preocupó más por buscar una definición apropiada del concepto exilio, que de su realidad concreta. Hablaba de lo que él llamaría “… sentimiento solar, una claridad de vida, y no solamente ese apoyo que nace de la fraternidad y los medios económicos”. Se hacía, “… absolutamente necesaria la revisión del concepto de exilio, su paso de la categoría de desvalor estéril a la de valor dinámico”1. Cortázar proponía como se dice hoy, una resiliencia, un cambio de patrón psíquicopara superar los traumas del exilio antes que la eterna negatividad por el acoso de la dura realidad lejos de la patria.
Visto en términos de la distancia, probablemente hoy unas palabras como las suyas -tratando de encontrar una definición adecuada al problema-, sería un despropósito frente a la tragedia que viven millones de seres expatriados, desempleados y hambrientos a causa de regímenes totalitarios como los de Venezuela, Cuba y Nicaragua, para solo mencionar los casos más emblemáticos en América Latina, que más bien requieren de propuestas y soluciones reales, antes que hallar una definición cónsona para acercarse al concepto de extrañamiento, si ese fuera el caso. Ni ayer ni hoy podría centrarse la discusión sobre exilio en consideraciones exclusivamente cualitativas de su padecimiento, y ajenas a la actitud de quienes lo sufren. Los problemas cotidianos del expatriado son siempre acuciantes.
“¿Vos sabés por qué me gusta tanto el jazz? porque es un género tan melodioso, con una posibilidad para la improvisación muy grande, de la que el tango adolece”
Julio Cortázar
Sin embargo, lo que más me interesó de la Conferencia del Exilio y la Solidaridad -así se denominaba el evento-, fue la presencia de aquel gigante en una de sus charlas, al margen de la propia Conferencia. Por eso disfruté tanto del único acto literario -que yo recuerde-, en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Los Andes, en el que Cortázar habló sobre narrativa y compromiso político.
Cortázar llegó a la Facultad de Humanidades entre aplausos saludando con igual efusividad como lo había hecho en el Aeropuerto. Desde la primera fila donde me encontraba lo vi llegar. Vestía de manera sencilla: un pullover negro y unos pantalones brincapozos. Su pelo algo despeinado y su poblada barba, igual que sus cejas, le daban aquel aire adolescente que lucía inmutable. Subió al estrado y de inmediato, después de una breve salutación, dio inicio a una conferencia sobre literatura latinoamericana, con tal propiedad y erudición, que asombraba. También habló del compromiso del intelectual con la causa revolucionaria. Nadie podía escribir sin asumir una obligación social y política -llamaba la atención su exagerando acento francés arrastrando las erres-. Cuando Cortázar terminó de hablar, la gente en la sala estalló en aplausos y comenzó el período de preguntas. Una de ellas la formuló un estudiante al referirse al realismo mágico, dentro y fuera de América Latina. Cortázar, después de haber hecho una densa digresión académica -de cómo surgió el término en Europa por el crítico alemán Franz Roh, aunque hubiera sido para referirse a un tipo de pintura del año 1925, y cómo esa acepción había sido traspuesta al movimiento literario latinoamericano a mediados del siglo XX-, se ubicó en un plano menos formal para redondear su planteamiento y distender al público dentro del cual había un minúsculo foco en donde rebullía cierta inconformidad.
–Yo he vivido siempre en el realismo mágico -aseguró con su voz encajonada-. Y cuando digo esto, es porque literalmente ha sido así. Lo que a mucha gente le extraña de nuestra realidad y considera fantasiosa, exagerada, absurda y desbordante, a mí siempre me ha parecido natural; he convivido con tal comodidad en ella, porque no me resulta para nada exótica. Al llegar a París –ustedes saben que yo nací en Bélgica, me fui a los cuatro años de edad a Buenos Aires y, luego regresé a Francia, ya adulto–, me dirigí al gran acuario de la ciudad, porque a mí siempre me han gustado mucho los acuarios, y lo primero que vi en una de las grandes peceras fue un pez que caminaba -risas del público-. Sí, así como lo escucháis: vi un pez que tenía patas y se desplazaba cómodamente por el fondo del acuario. Y a mí me pareció de lo más normal mientras la gente a mi lado no se lo podía creer. Siempre he convivido con situaciones semejantes. Creo que esas cosas forman parte de nuestra propia cotidianidad y son más comunes de lo que las personas creen, pero algunas parecieran no enterarse.
Recuerdo haberle hecho dos preguntas a Cortázar con la intención de provocarlo, pero esa provocación no constituía una travesura, sino más bien un estímulo para que explicara una cuestión que a mí me intrigaba en su método de trabajo.
–¿Cómo escribe usted Cortázar?, sentado a una mesa, de pie, en pijamas, desnudo -silencio en la sala-, o prefiere algún momento del día en particular, o más bien le agrada la noche.
–Muchas gracias por su pregunta. En mi caso soy una persona que viaja bastante. Debo atender compromisos literarios y políticos en muchas partes del mundo. Eso hace que yo escriba sin planificar, es que no puedo hacerlo -afirmó-, es imposible ceñirme a una disciplina férrea. Por tanto escribo con ropa o sin ella -risas del público-, en un café, en una libreta o sobre una servilleta, he escrito algunos de mis mejores relatos en servilletas, pero eso depende del momento. Escribo en barcos, pero sobre todo en los aviones -enfatizó-. Como ven, he escrito cuentos hasta volando -otra vez risas-. Y esto, con la misma intensidad como si lo hiciera en casa -concluyó.
Aproveché de lanzar mi segunda pregunta ante el bosque de manos alzadas, y corrí con suerte.
–Cortázar ¿qué tiene usted contra el tango? -él estiró el cuello algo sorprendido y creció en estatura, abrió aún más sus ojos saltones, ya de por sí grandes-. Es que me doy cuenta de que usted habla muy bien del jazz -agregué-, hasta tiene composiciones suyas en el género, ha grabado un disco, y toca muy bien la trompeta. En cambio, el tango pareciera ser la Cenicienta de sus gustos musicales, siendo usted tan argentino.
–¡Me encanta que me hagás esa pregunta! -exclamó obsequiándome su tono argentino de confianza-, ella me permite aclarar algunas confusiones que se han generado al respecto. Es cierto lo que vos decís, pero yo quiero mucho el tango, ¡imagínese ustedes, cómo no lo voy a querer si es la música de mi tierra! Yo tengo algunas letras de tango escritas por mí. Pero, ¿vos sabés por qué me gusta tanto el jazz? -me increpó con sus ojos ‘verdeléctricos’-, porque es un género tan melodioso, con una posibilidad para la improvisación muy grande, de la que el tango adolece. Ya esa es una diferencia abisal. De hecho mi escritura está influenciada por el jazz; si ustedes leen algunos de mis cuentos, por ejemplo, “El perseguidor”, y “Final de juego”, claramente se darán cuenta de lo que les digo; en ellos hay un ritmo, un latido o un swing donde está muy presente esa música. ¡Pero no quiere decir que no ame al tango, amo a los dos! -expresó con euforia comedida-. Son géneros muy distintos que se ejecutan en momentos particulares. También estimo mucho la milonga y tengo una que otra composición por ahí.
Mientras Cortázar contestaba las preguntas -sin dejar de fumar- entró de pronto un grupo de estudiantes que desplegó una pancarta a lo ancho del auditórium en donde se leía: “Viva la Revolución Cubana”, “Muera Videla”, y se coreaban consignas: “¡El-pueblo-unido-jamás-será-vencido!”. Comenzaron los gritos y aplausos. Alguien alzó su voz de protesta al fondo de la sala pidiendo que no se politizara el acto -cuando en realidad ya eso había ocurrido hacía años-, y que se respetara el derecho de palabra a los participantes. Hoy creo que aquel joven debió tener veleidades suicidas, porque atreverse a hacer tamaño reproche constituía una insensatez debido a la tendenciosa euforia política del momento, pero en verdad era un valiente con una temeridad a prueba de balas. La acción de los estudiantes fue tan desmedida que la persona en cuestión tuvo que abandonar la sala por el acoso de los energúmenos. Produciéndose así el primer exiliado en los actos colaterales de la Conferencia sobre el Exilio, en la ciudad de Mérida, aquella fresca, pero agitada mañana de finales de octubre.
*Las fotografías, propiedad del autor, son cortesía de Alejandro Padrón para el editor de La Gran Aldea.
(1) Julio Cortázar: El Exilio combatiente / Caracas, “Primera Conferencia Internacional sobre el Exilio y la Solidaridad Latinoamericanas en los años 70”. 21-29 de Octubre, Caracas-Mérida, 1979. Incluida en el libro: Julio Cortázar “Argentina: Años de alambradas culturales”. Muchnik Editores, Barcelona 1984.