En la aldea
21 diciembre 2024

Sobre las ruinas

En Venezuela la capacidad de generar imágenes de ruinas es evidente. Desde el principio se utilizó más energía en la destrucción del presente que en la construcción de un futuro. El verbo arruinar se ha conjugado aniquilando el pasado, abortando el porvenir y diluyendo el acto final que conlleva asumir una tragedia. La devastación de Venezuela no es solo la magnitud de su destrucción, quizás igual o mayor peso tiene la evidente ausencia de un proceso de construcción. Entonces, si los destrozos los están llevando a cabo venezolanos contra su propio país, ¿a quién pertenece Venezuela?, ¿a los destructores o a los destruidos?

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Federico Vegas | 07 junio 2021

He leído con atención la primera entrega de la Enciclopedia Venezolana de la Destrucción, que nos ofrece Nelson Rivera en el Papel Literario. Es fruto de una invitación enviada a más de cien escritores para que ofrezcan su testimonio de cómo han vivido y percibido el hundimiento a que está sometido nuestro país.

Nelson comienza insistiendo sobre la urgencia de esta tarea, al punto que no debemos esperar a la reconstrucción, cuando “nuestras disposiciones estarán enfocadas en otros horizontes”. Entiendo su angustia, pero pareciera faltar tanto para esa reconstrucción que la prisa luce como un ornamento.

Aceptando la perspectiva de la urgencia, me pregunto: ¿Será válido hablar de destrucción sin pensar en una construcción? Entiendo que ambas palabras comparten la misma terminación, ese struere que equivale a “juntar” cuando construimos y a “amontonar” cuando destruimos, de manera que hablar solo de destrucción puede equivaler a un puro amontonamiento.

Visto desde el otro extremo, todo proceso de construcción comienza con uno de destrucción. Mis años de arquitecto me asomaron a bosques talados, a explosiones en las canteras, a mandarrias y muros derribados para construir nuevos espacios, faenas que solo tenían sentido y justificación gracias a una bella y sensata arquitectura. La tragedia de Venezuela no es solo la magnitud de su destrucción, quizás igual o mayor peso tiene la evidente ausencia de un proceso de construcción.

También deberíamos asomarnos con detenimiento a otra cara del drama, la del abandono, pues quizás sea esta la actitud que prevalece en Venezuela y el limbo que podríamos promover si nos limitamos a generar solamente un listado de lo destruido.  

En los mismos días que el Papel Literario comenzó a ofrecernos esta gesta enciclopédica, llegó a mis manos un pequeño libro: El uso de las ruinas. En una breve y exquisita exploración, Jean-Yves Jouannais nos presenta una galería de personajes esbozando su relación con diferentes tipos de ruinas.

“A partir de cada visión de nuestra destrucción, deberíamos intentar ofrecer un profundo diagnóstico en caso de que sí exista esta nueva oportunidad”

El libro tiene un subtítulo: Retratos obsidionales. No conocía la palabra “obsidional”. La RAE la define como “Perteneciente o relativo al sitio de una plaza”. Jounnais nos explica en su prólogo que “sitiar” y “obsesionar” provienen de un mismo verbo: obsidere. Y, en efecto, tanto para las ciudades como para los individuos el estar sometido a una obsesión equivale a estar sitiados. Solemos tener ideas que creemos poder utilizar a voluntad, regulando su intromisión en nuestras vidas y manteniendo una conveniente distancia, pero a veces, las ideas pueden tornarse en una obsesión y ya no damos vueltas a su alrededor sino que ellas nos colocan en el centro de un remolino. En ese momento pasamos a estar obsesionados y son las ideas las que imponen su estrategia y regulan nuestra relación con el exterior. Jounnais añade una reflexión que me fascina:

El arte no puede ser sino obsidional, producido bajo la construcción del bloqueo de la obsesión. Es por esto que la literatura nace con el relato de una ciudad sitiada.

Creo que la otra posibilidad, aparte del estado de total abandono que tanto temo, es la locura. Si estas son las alternativas que se presentan al venezolano, la enumeración de lo destruido puede apartarnos de la creatividad y sumergirnos en una de las partes más tristes y menos reveladoras de nuestro estado de sitio.

En este ensayo quisiera compartir siete capítulos que me cautivaron de El Uso de las ruinas, e intentar relacionarlos con nuestra propia destrucción y creciente abandono. Me temo que no he tenido la suerte de establecer una conexión con la posibilidad de construir un nuevo país, lo que me lleva a comprender la limitación que se plantea Nelson en la enciclopedia que propone.

I

Naram, Rey de Acad, usa una máscara de hierro que incluye una amplia barba también metálica. Es nieto de Sargón el Grande e intenta ser su reencarnación, pero en vez de someter a las ciudades enemigas al vasallaje, como bien sabía hacer su abuelo, las destruye y arrasa. Su condición de asesino era entonces excusable: 2.400 años antes de Cristo la conmiseración aún no había sido inventada.

Cuando Ebla, una ciudad presuntuosa y pujante, se atreve a enfrentarlo, Naram extermina a la población, derriba sus murallas y la convierte en una hoguera durante dos días y dos noches. En la “sala de los archivos” del palacio hay diecisiete mil tablillas de arcilla con fragmentos de epopeyas, informes comerciales, himnos religiosos, tratados diplomáticos, encargos de telas. El fuego que hace desaparecer a la ciudad cuece la arcilla de las tablillas preservando los textos donde se describe el paisaje de sus campos de cereales, las hectáreas de olivares, el fragor de sus talleres, los muebles adornados con figuras de mármol, los cercados de noventa mil carneros, los soldados muertos en otras batallas menos desafortunadas.

“Naram de Acad aniquiló una ciudad y le hizo el regalo de no ser olvidada nunca jamás”.

Supongo que mientras Ebla era sitiada, sus ciudadanos, sometidos a la obsesión y la premura de una inminente destrucción, no le prestarían mucha atención a sus archivos. Si sus murallas de cuarenta metros de ancho lucían endebles ante las divisiones de Naram, qué esperar de unas frágiles tablillas.

La destrucción a que Ebla fue sometida resultó ser extrema y absoluta. ¡Dios nos ampare de semejante predicamento! Pero una pregunta puede ser válida: ¿Dónde está la enciclopedia de nuestras construcciones, de lo que hemos sido y soñado ser?

La imagen de este incendio que preserva los testimonios de una ciudad me recuerda el mito del Ave Fénix, capaz de vivir quinientos años, morir y volver a nacer. Cuando llega el día de su muerte, el ave hace una pira con incienso y mirra donde se consume. De sus restos nace una larva con alas que porta los huesos a un lugar llamado la Ciudad del Sol. Allí los sacerdotes examinan sus vestigios y estudian a fondo qué le aconteció al ave, preparándola para resucitar e iniciar con más fuerza y sabiduría otro ciclo de cinco siglos.

En el caso de Caracas la cita será alrededor de 2067. Me temo que no disfrutaré su renacimiento, pero, volviendo a la enciclopedia que propone Nelson, a partir de cada visión de nuestra destrucción, deberíamos intentar ofrecer un profundo diagnóstico en caso de que sí exista esta nueva oportunidad.

II

Cuando Albert Speer dibujó la tribuna del Zeppelinfeld (donde se celebraron los actos del congreso del Partido Nazi en 1934) ilustró su proyecto como si hubiese estado sometido al efecto de siglos de descuido: cubierto de hiedra, con pilares derruidos y roturas en los muros. En el entorno del Führer el dibujo fue considerado un insulto, una blasfemia. ¿Cómo se le ocurría al arquitecto representar la decadencia del edificio que se proyectaba para un imperio de mil años que apenas acababa de fundarse?

“La actitud que prevalece en Venezuela y el limbo que podríamos promover si nos limitamos a generar solamente un listado de lo destruido”

Para sorpresa de todos, a Hitler le pareció la idea genial y ordenó que en lo sucesivo las principales edificaciones del Reich se construyeran de acuerdo con la llamada “Ley de las ruinas” de Gottfried Semper, quien propuso que toda nueva construcción debía ser concebida y realizada con el propósito de generar bellas y prodigiosas ruinas, bajo la premisa de que toda edificación debe anticipar su propia desaparición.

En Venezuela la capacidad de generar imágenes de ruinas es evidente, solo que de una manera precipitada y sin tiempo para edificar. Desde el principio se utilizó más energía en la destrucción del presente que en la construcción de un futuro. Se convirtió en ruina lo que existía y se inauguraron obras inconclusas que no pasan de ser una quimera estruendosa. El verbo arruinar se ha conjugado aniquilando el pasado, abortando el porvenir y diluyendo el acto final que conlleva asumir una tragedia.

III

Durante la guerra de Sucesión de España (1701-1714), se le encargo al oficial especialista en fortificaciones, Peter Aloysius Tromp, construir un fuerte en un islote. Aloysius le dedicó más de diez años a esta tarea con el aliciente, o el agravante, de que su verdadera vocación era el arte y concibió al fuerte como su primera y última creación. Jounnais describe la obra a lo largo de tres páginas utilizando un preciso vocabulario militar y artístico. Citaré solo las intervenciones en los muros exteriores, donde Aloysius Tromp mandó a realizar treintaidós frescos en altorrelieve. El artista elegido, Gabriel de Grupello, propuso que el tema de la serie fuera una historia de la humanidad a través del saqueo y la devastación de célebres ciudades en tiempos de guerra. Llegó a realizar la toma de Alba Longa por Roma, la de Cartago por Escipión Emiliano y la de Maogomalcha por Juliano. Entiendo que dejó sin terminar el resto de los frescos cuando una escuadra inglesa apareció en el horizonte.

“La enumeración de lo destruido puede apartarnos de la creatividad y sumergirnos en una de las partes más tristes y menos reveladoras de nuestro estado de sitio”

Por temor a que su bellísima creación fuera destruida, Aloysius Tromp se rinde sin disparar un cañonazo e invita al almirante ingles a recorrer su museo. Ignoramos que opinó el almirante sobre la obra de Aloysius Tromp. Sí sabemos que poco más tarde los ingleses arrasaron aquella fortificación rococó por razones estratégicas.

“Peter Aloysius Tromp no se recuperó jamás de este atentado, que consideró incomprensible, contra una obra maestra”.

Nuestra democracia ha tenido la pretensión de ser una obra maestra que se entregó a una hueste para evitar un conflicto, y la hueste la ha aplastado por una simple razón estratégica, solo le interesan arrasar sus riquezas. 

IV

Stig Dagerman fue un escritor y periodista sueco que tuvo la dicha, y luego la desgracia, de vivir en un país neutral. Desde su perspectiva de escritor, la guerra es mundial y él no forma parte de ella, y, por lo tanto, tampoco del mundo.

Terminada la guerra, un periódico sueco lo envía a Hamburgo para que describa que ocurre cuando una ciudad ha sido bombardeada con el llamado sistema “alfombra”, capaz de pulverizar 350.000 viviendas y 40.000 vidas. A su llegada, Dagerman narra su experiencia observando la ciudad desde la ventanilla de un tren:

El tren está lleno como todos los trenes alemanes, pero aparte de mi guía y yo no hay ni una sola persona que mire por la ventanilla para ver lo que posiblemente sea el campo de ruinas más horrible de Europa. Mientras miro las calles, me encuentro con miradas que dicen: “Éste no es de aquí”.

El forastero se descubre inmediatamente a sí mismo por su interés por las ruinas.

Dagerman regresará a Suecia como quien regresa de una guerra aún más terrible por el hecho de no haberla vivido. Su habilidad para comentar pacíficamente lo hace sentirse aún más culpable. Escribió un ensayo no sé cuántos días antes de suicidarse: “Nuestra necesidad de consuelo es insaciable”. También dejó el rastro de una frase: “¿Mi tumba? Búsquenla en Hamburgo”.

La tragedia de Dagerman puede comprenderla un venezolano que no está en Venezuela. Queremos sentir, involucrarnos, pero la ausencia nos va haciendo cada vez más insensibles y distantes. Ambas sensaciones son de una peligrosa ambigüedad, pues esa distancia se va convirtiendo en una intangible forma de presencia, muy semejante a un intolerable vacío, y la tal insensibilidad en un dolor cada vez más difícil de localizar. Y así vamos cayendo, como Stig Dagerman, en una necesidad de consuelo insaciable ante la destrucción impalpable de nuestra alma.

V

Creso, rey de Lidia, quien vivía rodeado de oro, le dice a Ciro de Persia, quien acaba de arrebatarle una ciudad llamada Sardes:

Rey Ciro, ¿puedo decirte dos palabras o debo callarme?

Habla Creso, no temas nada.

Esos miles de soldados que se agitan allí con tanto ardor, ¿qué están haciendo?

Saquean tu ciudad, Creso, se reparten tus riquezas.

No, Ciro, esa ya no es mi ciudad y no son mis riquezas las que saquean. ¡Son las tuyas las que se llevan, es tu ciudad la que destruyen!

Este diálogo puede ser una alegoría de nuestra división. ¿A quién pertenece Venezuela?, ¿a los destructores o a los destruidos?

VI

En 1863, el polaco Wlodzimierz Bogacki participó en una revuelta contra los ocupantes rusos. Sus impresiones sobre los desastres sufridos en pueblos y ciudades las vuelca en unos croquis, vistas de conjunto en las que cada vez incluye más detalles. Pronto comienza a incluir en el borde de sus dibujos el término Destrukcjología, o “ciencia de la devastación”. Pretende iniciar un tratado que permita arrojar luz sobre el futuro de las naciones mediante la interpretación de los escombros de guerra. Para entonces ya existían disciplinas tan esotéricas como la espondanomancia, o adivinación por las cenizas, y la más antigua, la Etrusca disciplina, que propone la adivinación mediante las entrañas de un animal sacrificado. Bogacki tiende más a las señales arquitectónicas, como el ángulo de las vigas derribadas. Llega un momento en que ya no le interesa el estado de las ciudades, prefiere centrarse en las señales que ofrece una casa destrozada, que terminará siendo la vivienda donde había nacido veintisiete años antes. O supone que es su casa, pues es la única que puede ver desde la ventana de su celda antes de ser ejecutado.

La destructología, o adivinación del futuro a través de las huellas de la devastación, parece ser una tentadora alienación que puede terminar devorando nuestro propio hogar. Allí comienza y allí termina.

VII

Se cuenta la historia de un falso aeródromo militar construido en la Holanda ocupada para engañar a los observadores aliados. Los hangares, los depósitos de gasolina, y un centenar de aviones estaban construidos íntegramente de madera. Fueron meticulosos y les tomó tiempo lograr aquel decorado perfecto. Los aliados también tuvieron tiempo de analizar el escenario y cuando ya estaba listo, otro avión, esta vez inglés y verdadero, sobrevoló la pista y lanzó una bomba de madera.

Jouannais nos advierte que este cuento debe ser una fantasía. Nadie arriesga un avión para hacer una broma; una bomba solitaria de madera puede pasar desapercibida; el secreto del espionaje es no revelar lo que se descubre. Falso o verdadero, este cuento ciertamente se presta a comparaciones. El falso aeródromo es un decorado semejante al planteado para la próxima elección de gobernadores en Venezuela y una bomba de madera la única arma con que cuenta la oposición.

Para llegar a una conclusión, que podría resultarnos útil a los venezolanos, conviene pasar a la lectura del libro de W. G. Sebald, Sobre la historia natural de la destrucción.

En las primeras páginas Sebald nos habla de pueblos alemanes que perdieron un tercio de sus habitantes y, sin embargo, al terminar la guerra, quienes retornaban de su exilio en Estados Unidos, caminaban por las calles, según palabras de Alfred Döblin, “como si nada hubiera pasado y el pueblo tuviera la apariencia de siempre”. Esta supuesta apatía, nos explica Sebald, estaba compensada con la declaración de un nuevo comienzo y el heroísmo con que se inició la limpieza de los escombros y la organización de la reconstrucción, del struere. En un manual, que se hizo muy popular, se presentaban los resultados de los bombardeos no como imágenes terroríficas y aberrantes sino como la primera etapa de un “bravo nuevo mundo”, de un país más grande y fuerte que el anterior. No era válido ni admitido mirar hacia el pasado. Solo el futuro contaba. Los artículos sobre el tema de las ruinas los escribían corresponsales extranjeros. Los alemanes trataban de ignorar esas visiones. Los unía la necesidad de silenciar el verdadero estado de la nación, la ruina material y moral era tabú, como un vergonzoso secreto de familia.

Estamos hablando de una destrucción que acabó con el nazismo, lo que explica la posibilidad de un renacimiento. Nuestro caso es más cruel y pernicioso, pues la destrucción la están llevando a cabo venezolanos contra Venezuela, y de una manera tan gradual y constante que se ha hecho costumbre incluso en el resto del mundo, que ya observa el hecho como algo endémico, una suerte de putrefacción que no amerita una solución de fuerza, una destrucción de la destrucción.

El título del libro sobre el estado de nuestra nación sería: Historia natural de una destrucción natural.

Mientras escribo, escucho a dos amigos conversar. Estamos en una granja en las afueras de Nueva York. Uno dice:

Yo ya no leo noticias sobre Venezuela.

El otro pregunta:

-¿Tú todavía tienes familia allá?

Contesta:

Creo que no.

Y así vamos perdiendo la posibilidad de una redención.

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